MINI EÓLICA
Por
Silvia Angélica Sánchez (*)
Mi papá me habló de molinos. Estuvo
ensimismado durante una hora, con los ojos brillantes, feliz, contándome los
mecanismos de la bomba, del eje, del modo en que se mueven las aspas y del
viento. Mi padre me habló del viento enredado en una escultura que hay en la
estación, eso es el viento me dijo, y era un montón de alambres enmarañados que
coronan un caño en la cúspide; y los molinos son los que el viento mueve,
siempre.
Cuando hablaba noté sus ojos, y la chispa
blanca regodeándose de un lado al otro, animando. La chispa dirigía sus manos
viejitas y arrugadas que hacían ademanes de movimiento como la biela, como el
pistón; y agregó cómo funciona con un cigüeñal. Y las aspas, volvía a hablar de
las aspas.
Le dije que conocí un molino en la
costa, enorme, que las aspas eran más grandes que el mismo rancho que estaba al
lado; y se encantó con el cuento, y me dijo que cuando había mucho viento el
molino se paraba solo y que esto lo sabía porque se lo había contado un viejo,
cuando él era joven. Entonces me contó del cuento del viejo y de la mecánica de
las aspas del molino que se comandaban con la veleta. Me dijo que las aspas se
repliegan y hacen que el movimiento se pare solo, al contrario, cuando hay
mucho viento. Cuando hay mucho viento la veleta hace que el molino se alinee en
el mismo sentido y las aspas paran solas.
Él no se acordó de cuando yo era chica,
de cuando mi papá joven me hacía molinitos con una cartulina blanca sobre una
varita de madera; y yo corría con el artefacto por el límite del patio y la
casa del vecino, mirando fijo cómo daba vueltas, embelesada.
Mi papá me seguía describiendo este otro
artefacto y los dos nos imaginábamos el campo y el viento juntos, intersectados
en el movimiento circular de la rueda metálica. Podíamos sentir el frescor de
los aires de la meseta y el olor de los jarillales y cuando bajamos la vista
las ovejas ya se acercaban al tanque australiano a tomar agua. Había como diez
corderitos blancos pegoteados detrás de las hembras repletas de leche, todos
apilados, protegiéndose mutuamente de las ráfagas prepotentes que les
despeinaban los bucles largos.
A esta altura mi papá me arreó desde el
lugar donde las ovejas bebían y me habló otra vez del viejo que le explicó de
los molinos cuando él era joven. Era un viejo barbado y blanco, hablaba poco y
pausado. Siempre estaba en el campo y sabía de animales y agua. Con la varita
de rabdomante había encontrado el punto justo para instalar los veinte pozos.
¡Veinte pozos! , en el campo abierto, en la meseta, para poner molinos. El
viejo era un sembrador de molinos, de los chupadores de agua.
Mi papá me sirvió agua en un vaso
transparente y en sorbos rápidos lo dejé vacío. No le gustó. Me dijo que había
que tener respeto al viento y al agua, a los dos juntos y que jamás debía beber
del modo en que lo hice, y menos aún en la meseta, y menos aun hablando de
molinos. Sonreí, pero él me empezó a mirar enojado, con los ojos más oscuros,
las manos descansando sin movimientos sobre la mesa de la cocina. Qué absurdos
que son los molinos, pensé; pero no quise decirle nada de nada porque capaz que
con su enojo, también el viento iba a parar de soplar.
(*)
Escritora de General Roca. Este relato fue publicado en la “Antología del
Encuentro de Escritores de Las Grutas 2014”.
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