EL VIOLÍN DE DON ÁNGEL
Por Hugo Covaro (*)
Llegando a Tecka nos encontramos con la
nieve. Había amanecido nublado y el mal tiempo amenazaba desde un cielo
encapotado. Una quietud sospechosa volvía torpe el vuelo de los pájaros y en
los árboles desnudos inadvertidas vibraciones denunciaban el sosiego que suele
preceder a la tormenta. La jornada, extrañamente tibia, transcurría envuelta en
las somnolencias que el invierno impone a todas sus criaturas; letargo que
mantiene el pulso de la vida a media asta, a medio sol, en una semimuerte
apenas desmentida por diminutos latidos. Todo parece demorarse entonces, en una
paciencia perezosamente diáfana.
Y el caminante -ajeno a todas las
anunciaciones- mira y percibe el paisaje desde la desmemoria, desde un líquido
murmullo de deshielo, desde el asombro de ser tocado por el humus que sueltan
los ángeles más altos.
En eterno
regreso, el frío recluta pequeñas historias en levas que incorpora sin
resistencia a todos los fogones campesinos. Desde una falsa analogía, el frío y
las historias, que no son como son sino como el viajero las recuerda, parecen
hermanarse. Perpleja, la memoria deja pasar desorientados días. Es el tiempo de
la larga noche, la dura estación de las escarchas. Afuera, otra piel
insensibiliza los sentidos, aísla el corazón, hiberna el sueño. Enferma de
intemperie, lamiéndose como un perro las heridas, la tierra volverá a curarse
sola. Con tempranos estremecimientos, el otoño ya había anunciado a sus duendes
despiertos que se acababa el vino, que adormecidos y huérfanos de luz deberían
esperar la nueva primavera para celebrar el advenimiento de la música.
Paramos en Putrachoique para estirar las
piernas, orinar cerca del pequeño cauce y darle un respiro al motor antes de
retomar el rumbo hacia la cordillera. Cuando dejamos atrás Gobernador Costa aparecieron
las primeras gotas. Mínimas briznas que dejaban en el parabrisas livianas
semillas que parecían escapadas de un colosal panadero. Con el andar la fina
llovizna se convirtió en nevada.
Marchábamos en silencio, aletargados por el
sonar parejo del jeep trepando mesetas seguidas por interminables pampas,
abiertas al medio por el camino que la nieve uniformaba entre banquinas
inestables. Estaqueados por postes y varillas, los alambrados engrosaban
estiradas bordonas. Hasta donde se dejaba ver, el coironal mantenía encendidas
sus velas amarillas y el monte bajo soportaba, como acurrucado, el azogue del
temporal. Recién pintados caballos mezclaban sus pelajes de invierno dando
ancas a la ventisca, y en bandadas, las corraleras rayaban el aire con finos trazos
de grafito.
De cuando en cuando, algún viajero cruzaba
aquella soledad sin límites. Aparecía como un punto oscuro en ese horizonte
inseguro y se agrandaba lentamente, hasta convertirse en una sombra que nos
pasaba peligrosamente cerca. Las huellas dejadas copiaban la línea de los
postes del viejo telégrafo, amojonando con inútiles picas la ruta invisible. En
esos mástiles, los aguiluchos izaban la tarde con la redonda y negra luna de
sus nidos ondeando entre los cables.
Existe una extraña ambigüedad en el
paisaje. Al caer, la nieve parece oscurecerlo todo. Una atmósfera densa ensucia
con grises el desierto y es apenas un parpadeo el espacio que media entre los
ojos y la nada, breve ceguera que ocurre y desaparece en ese territorio sin
orillas. Sin embargo, desde esa ceniza, desde esa sal demorada en la memoria de
remotos cataclismos, una claridad de vidrio esfuma la cerrazón. Es como si una
fosforescencia oculta en cada copo frotara su pedernal de hielo antes de morir
fagocitada por el frío.
Al salir de una curva alcanzamos a ver al
viejo 3CV estacionado en la banquina.
Estaba junto a un sauce – de esos que
crecen a la vera del camino- que parecía protegerlo alzando desde su tronco
recio desguarnecidos ramajes. Abajo, separado por una fina lonja de playa, el
río sólo era un rumor oscuro.
Aminoramos la marcha hasta casi detenernos,
miramos los vidrios empañados y seguimos, pero alguna sombra o un resplandor
contenido por ese encierro misterioso nos hizo volver. Cuando abrimos la
puerta, el hombre del violín, como sorprendido, nos contemplaba en silencio.
—Disculpe...¿necesita algo?
—No...muchas gracias...
— Pensamos que tal vez...
—Estoy bien. Gracias. No se preocupen
muchachos. Me gusta tocar el violín mientras nieva. Es sólo eso...gracias.
Con una sonrisa nos despidió y cerró la
puerta. Por el espejo retrovisor veíamos cómo el pequeño vehículo desaparecía.
—¿Sabés quién era?
—No.
—Tocayo mío, además de músico y buen
escritor.
—¡Mirá!... ¿Cómo se llama?
—Ángel...Ángel... ¿cómo era?...
bueno....ahora no me sale el apellido... una familia muy conocida, che.... casi
todos artistas... ya me voy a acordar...
A la diestra de la ruta, hasta donde la
nieve dejaba leer, un letrero informaba el desvío hacia Colán Conhué. En la
monotonía de ese paisaje sin relieves la voz del hombre del violín nos llegaba
deformada, monocorde, como el eco que la plagiaba desde las ruinas de un
sueño...
“...en esta región, hadas y duendes tejen
melodías con retazos de vientos... bajan de cordilleras azules hasta el abrigo
de los valles ... garabatean escrituras cuando los cóndores esparcen por el
cielo sus papeles quemados... se enredan como cintas de colores en los
árboles... flotan en el río y el agua se las lleva en breves camalotes de
espuma dorada... canciones mágicas esperando un oído, unas manos y un espíritu sin los apuros del
hombre de estos días... alguien con tiempo para detenerse a escuchar... a
copiar sin disimulo el eterno canto de la tierra”...
Al principio imaginamos virutas de brisas
filtrándose por los intersticios de la puerta. De a ratos desaparecía para
volver con más fuerza, como si a su sonoridad la manejaran los avatares del
camino. Una reminiscencia desconocida, exótica, que perecía hecha con trozos de
todas las canciones del mundo, nos invadía. Viajamos en silencio, con esa
singular sensibilidad que tienen los ciegos para sentir la música, como si la
más antigua canción nos arrullara desde el poco conocido origen de las cosas.
Cuando despertamos, el Nahuelpán mostraba
entre nubes ralas el óxido de sus laderas escaldadas. Los sonidos ordinarios
regresaban a sitios que había liberado aquella mágica repetición de notas.
Atrás, detenido en el camino y en el tiempo,
el hombre del violín guardaba su crisálida de viento. Como una metáfora del
agua, se iba para volver en el sortilegio de nuevas epifanías.
(*) Escritor comodorense. Este cuento
fue tomado de su libro “Pequeñas historias del frío”, edición 2010.
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