Secretos
bidimensionales (*)
Por
Alejandra Vilela
Auntie Anne llegó arrastrando una caja
pesada. Trofana ayudó a colocarla en el comedor. Una reconfortante tetera
caliente estaba preparada sobre la mesa pequeña, frente a la chimenea. El fuego
chisporroteaba y emitía un agradable olor a la poda de manzanos. Trofana y
Auntie Anne comenzaron a sacar fotos de la caja, al tiempo que engullían scons untados con manteca salada. Había
centenares de fotos antiguas en la casa de Anne y habían decidido ordenar el
pasado. La consigna era escribir nombres y fechas cuando fuese posible. A Trofana
le urgía la tarea por temor a que su tía muriese y con ella una enorme cantidad
de conocimientos de la historia familiar y del valle.
Había algunas fotos color sepia, otras en tonos de grises,
montadas sobre cartón o en cartulina fina, brillantes u opacas, muchas
desvaídas y quebradas, algunas con ángulos
faltantes. Imágenes del pasado que mostraban bigotes tiesos, sombreros
ampulosos, rictus serios o fruncidos.
¿Por qué nadie
sonreiría en las fotos antiguas? se preguntó Trofana. Decidieron separarlas por épocas. Las más
antiguas databan de aproximadamente 1880 y las más nuevas de 1930. Retratos de
medio siglo de vidas y muertes, de amores y odios, de trabajos, de familias, de
vidas ajenas.
Historia mínima en
la bidimensionalidad de una fotografía, dijo Trofana al ver la imagen de
su tío-bisabuelo Stephen vestido de negro de viudo reciente, con su niña en
brazos, también de luto por la muerte de su madre.
Historia máxima en
las cuatro dimensiones de la soledad de Stephen, aclaró Auntie Anne, que
recordaba perfectamente ese luctuoso momento.
Era como si el tiempo y las dimensiones espaciales de la vida humana se
simplificasen para poder preservarse en fotos planas.
Auntie Anne conocía muchos más nombres
que Trofana, así que ella dictaba y su sobrina escribía en el reverso de las
fotos. Hay que escribir la historia,
diría su hermana. Entretenimiento para viejas locas, hubiera dicho su padre. A
Trofana le divertía mucho hurgar en las vidas ajenas. Auntie Anne tenía una
excelente memoria y recordaba muchísimas anécdotas de los retratados. Lloraron
de risa al encontrar la foto de la desahuciada Elizabeth Evans. A principio de siglo se estilaba en el valle
retratar a los moribundos junto a su familia para tener un último recuerdo. Y
allí estaba en sepia la agonizante Elizabeth.
Pese a todos los
pronósticos funestos y al funeral ya organizado, se negó terminantemente a
abandonar este valle de lágrimas, recordó Anne a las carcajadas.
Pasaban las fotos, algunas con historia, otras, simples imágenes mudas sin nombre. Rostros
olvidados de gestos adustos. Sonrisas tímidas bajo sombreros de ala ancha.
Vestidos de domingo. Encajes en los puños. Camisas almidonadas. Todo perdido
para siempre en los vericuetos del pasado.
Trofana pasaba las fotos desconocidas a una caja más pequeña rotulada “Rostros
sin Dueño”. Auntie Anne vio la caja y dijo “dueños
sin rostro” con una voz imperceptiblemente quebrada. Auntie sostenía una foto
antigua, de un hombre joven, y el recuerdo se hacía agua en sus ojos.
¿Qué recuerdo te hará
daño? se preguntó Trofana.
Cincuenta años sin
decir su nombre,
pensó Anne, mientras una lágrima recorría su mejilla arrugada.
Trofana no habló. Sólo apoyó su mano sobre la espalda de Anne
y esperó. Sus dedos palparon los sollozos contenidos, repletos de silencio
antiguo. Cuando las lágrimas se acabaron empezaron las palabras, que salieron
sin prisa, arrastrando un torrente de sentimientos. Así fue como Trofana supo
del único amor de Auntie Anne.
Su nombre era Nicanor, hijo de inmigrantes vascos. Ojos
claros miraban con picardía desde la foto. Sus bigotes desafiaban la gravedad.
Nicanor trabajaba en la tienda de ramos generales de su familia.
Auntie Anne lo veía todos los veranos, con su delantal gris,
acomodando las mercaderías. Ella esperaba 11 meses al año la visita familiar a
la cordillera. La mirada de Nicanor se iluminaba al verla entrar y desplegaba
una cantidad absurda de productos cada vez que ella pedía algo. Y Anne demoraba una cantidad de tiempo
también absurda en escoger. Al principio las visitas a la tienda pasaron
inadvertidas, confundidas con la solícita ayuda de la prima pequeña. Más tarde,
la frecuencia de salidas resultó demasiado obvia hasta para el más despistado
de la familia. Sin embargo Nicanor era un buen muchacho, honrado, soltero y
respetuoso. No tenía dinero pero no temía al trabajo. Eso fue considerado suficiente
mérito para pretender a Anne en matrimonio.
Así las primas consintieron en enviarla todas las
mañanas a la tienda. Y un jueves
lluvioso Nicanor la invitó a un picnic el día domingo. Varias familias compartirían un almuerzo a
orillas del río Frey, si el tiempo estaba bueno. Y Eolo ayudó y no hubo viento.
Y el cielo ayudó y no hubo nubes. ¡Ni los tábanos se entrometieron ese día en
el amor!
Anne fue con sus primas y Nicanor con sus hermanas menores. Ella
presumió con una canasta llena de teisen
bach, torta negra y pan casero. Nicanor
la miraba embobado y ella a él. Las hermanas de Nicanor decidieron dar un paseo
por la orilla e invitaron a las primas de Anne, mientras la pareja se quedaba a
cuidar de los animales a la comida del picnic. A nadie le quedó claro de qué
animales estarían defendiendo las tortas galesas, pero tenía poca importancia.
La excusa fue aceptada por unanimidad y las mujeres se alejaron entre risitas
contenidas. La ocasión hace al ladrón, decía siempre la prima Mair. Y Nicanor
le robó un beso. Y el beso le robó el corazón, y le pidió matrimonio. Anne
susurró que debía preguntar a su padre y él puso fecha para ir a Gaiman a pedir
su mano. A mediados de enero viajaría. Estaba esperando que estuviera listo un
traje nuevo que, previsoramente, había encargado a un sastre de Esquel.
Anne no sabía si volver al valle a contarle a su madre o si
quedarse en Trevelin para ver a Nicanor a diario. Optó por lo último. Conocidas
las intenciones de Nicanor, los controles de las visitas se hicieron más
estrictos. Ahora era Nicanor quien debía visitar a Trofana en casa de Mair. Los
primeros días acudió puntualmente a la cita. Al tercer día no tenía buen
semblante. El cuarto día no apareció. Mair fue a la tienda y las hermanas de
Nicanor le informaron que estaba mal del estómago. Los nervios, nada grave. El
enfermero le había indicado reposo y compresas de agua caliente. Prohibieron a
Anne visitarlo por considerarse absolutamente inapropiado ver a hombre en su
dormitorio. Y Anne se quedó en su casa, sembrando el zaguán de pasos perdidos.
Al ver que no mejoraba, la familia de Nicanor quiso trasladarlo a un pueblo
vecino, donde vivía un médico, pero él se negó terminantemente. Al día
siguiente vendría el sastre a probarle el traje para la petición de mano.
Después de la prueba iría al médico. Al atardecer del día siguiente llegó el
sastre y mandaron a llamar de urgencia al médico. Demasiado tarde. Nicanor murió al atardecer,
al tiempo que salía la luna por el horizonte. Lo enterraron con el traje nuevo
en la bóveda de la familia.
Y así fue como me
convertí en viuda, sin anillo y sin vestido, terminó Anne en un suspiro. Con
delicadeza buscó un pañuelo bordado y se secó las lágrimas. Aclaró su garganta
y dijo con voz neutra: Próxima fotografía. (1)
(1) Nota de la autora: Todos los
personajes de este cuento son de ficción, salvo Nicanor Arcocha, que fue mi
tío-abuelo. La foto que se incluye es la última que le tomaron. Nicanor murió a
los 23 años de apendicitis, mientras esperaba que el sastre terminara el traje
para viajar a Buenos Aires. Está enterrado en la bóveda familiar en la
localidad bonaerense de Roque Pérez. Estaba comprometido para casarse cuando falleció.
(*) Ganador del
certamen de cuento Competencia Nº 56 (Relato breve sobre recuerdo de un picnic)
en el Eisteddfod de Trevelin 2015.
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