Tinieblas
impenetrables
Por Olga Starzak
Siempre estaba sola;
parecía ignorar al resto del grupo. Su mirada perdida hacia el
inalcanzable cielo azul... los ojos
inmóviles como queriendo atrapar, en un intento, todo el misterio del
universo. Quién sabe qué pensamientos ocupaban, ahora, su mente. Aun conociéndola, como creía, no me animaba a
presumir las razones que hacían de esta
mujer joven e inteligente una persona tan singular. No era casual que estuviera
allí, yacente, en una jornada programada
para el descanso, pero no para la
impasibilidad.
Todos teníamos alguna tarea asignada y éstas habían sido detalladas, varios días
antes, cuando el ascenso al Aconcagua era un sueño impostergable.
De haber sido para ella la primera vez, hubiese pensado que estaba sufriendo el Mal
Agudo de Montaña o algo similar; dos razones me hacían descartar esta
hipótesis: primero, habíamos
ascendido hasta el Refugio “Las Leñas”
en sólo siete horas y sin ninguna dificultad para aclimatarnos, segundo, para
Luisina esto era sólo un juego.
La observé durante largo tiempo hasta que la
voz de Paulo atrajo mi atención.
-Agu, necesito de tu
ayuda.
-¿Qué sucede? –pregunté.
Ya sé, no me digas nada, otra vez problemas con tu mochila.
-Es el cierre. No puedo
creer que vuelva a trabarse. Lo mandé a arreglar antes de la expedición.
No era nada importante y
pronto resolvimos el problema. Admiraba a Paulo. Había estudiado geología y le
encantaba reconocer que había perdido el tiempo. Su vocación era el alpinismo.
Lo había practicado en varias partes del mundo y era la tercera vez que lo
hacía en este lugar. Era responsable,
seguro y audaz; conocía, como ninguno de nosotros, las diferentes técnicas de
escalada. Me gustaba, pero sabía cuales eran sus prioridades; él mismo me había
comentado su decisión de interrumpir su matrimonio al no sentirse comprendido
por su mujer. Las razones eran, a su entender, muy simples: su presente y
futuro estaban en las alturas; era aquel
el único sitio donde se sentía completamente libre, donde se ponía en contacto
con dimensiones insospechadas de su propio ser. No estaba dispuesto a cambiar
esa vida. Y yo soñaba con dejar alguna vez el deporte y dedicarme a cuidar niños.
Nos habíamos propuesto
continuar el viaje antes del mediodía. Allí dejaríamos una carpa armada y un par de bolsos que no necesitaríamos; el
clima se aventuraba favorable y no queríamos subir con mucha carga. Juan Manuel, el veterano del grupo, se disponía a preparar lo que sería nuestro
primer almuerzo en la montaña. Él había comenzado a practicar alpinismo unos
pocos años atrás. Tenía cuarenta años y
dos matrimonios. Era profesor de educación física. Sus dos hijos varones,
dedicados al deporte en alta montaña, lo habían estimulado para que concretara el anhelo largamente
relegado.
Nos ofrecimos como ayudantes de cocina y ante su
negación nos sentamos a contemplar el panorama que se nos presentaba como una
imagen paradisíaca. Aún podíamos apreciar la senda recorrida. A pocos metros y
bordeando la quebrada admirábamos el río “De las vacas”. Nuestro refugio, para
cualquiera que lo observara de un punto más o menos distante, se
mimetizaba con el paisaje y no era tan
fácil, para un inexperto, acceder a él. Por momentos el ambiente sería desolado y los vientos soplarían sin tregua. Nos
expondríamos a posibles aludes, caídas de piedras o bruscos cambios climáticos.
Sin embargo, ninguno de nosotros estaría
allí si no fuera precisamente por el desafío
de esa aventura que
confería el Aconcagua.
Mientras reflexionábamos sobre los próximos
pasos de nuestra travesía y la necesidad de
llegar antes del anochecer a
nuestro destino inmediato, el
refugio “Casa de Piedras” donde pasaríamos la noche, recordamos a Luisina.
-¿Qué le pasa a esta
chica? –pregunté.
-No se movió de ese lugar
desde que llegamos, ni siquiera desplegó su bolsa. Durante la escalada no dijo ni una sola
palabra, pero no me sorprende. Sé el grado de concentración que asume frente a
la ascensión, pero ahora comienzo a inquietarme –acotó Paulo.
-No te preocupes.
Minimicé la situación,
entendiendo que el hecho poco tenía que ver con la actividad que habíamos
emprendido.
Paulo opinaba que ella
estaba manifestando síntomas de agotamiento;
y que su excesiva postración podían ser consecuencia de un entrenamiento
insuficiente. Si esto era real, la
situación se complicaba. No podría
continuar el camino y tendría que esperarnos allí hasta nuestro regreso, no
menos de cuatro o cinco días. Nos preguntábamos si estaría en condiciones de
afrontarlo. Íbamos a averiguarlo.
Nos acercamos a ella y confirmamos que dormía
profundamente; debíamos despertarla y comprobar qué le sucedía. Alertamos a
Juan Manuel de esta circunstancia y pronto preparó un jarro de té caliente muy
azucarado para prevenir una posible deshidratación.
Luisina se despertó rápido
y sin signos de malestar. Pidió disculpas por haberse dormido y sacando su
máquina de la mochila, que hasta
entonces había sido su almohada, comenzó a tomar fotografías desde ángulos
diversos. Decía que debía dejar
testimonio de este escenario de historias compartidas y de actos
de coraje. Le otorgaba a cada imagen un
comentario propicio para el espectacular goce que el paisaje producía.
-¿Me parece o es hora de comer? –se interesó.
Anonadados por su actitud
y sin realizar comentarios, nos dirigimos
hasta el lugar donde el cocinero de turno ultimaba los detalles del almuerzo. Disfrutamos de la
comida en un clima muy ameno, mientras compartíamos anécdotas de otras
escaladas.
Media hora después, con
los arneses dispuestos en nuestras cinturas y las sogas aseguradas, reiniciamos la escalada. Paulo en primera
línea, lo seguía Luisina, detrás de ella iba
yo, y más abajo Juan Manuel. La pared presentaba todo tipo de
dificultades y no era para nosotros una novedad. Yo sentía cómo la emoción invadía todo mi ser, la adrenalina corría
deliberadamente por mi sangre. Cada momento era una amenaza. El hielo a punto de desprenderse, la
apretada nieve que, ahora, se
manifestaba cada vez más dura y resbaladiza, la roca irregular
burlándose de nuestro calzado engrampado. Cada paso realizado era una
meta lograda. Los pies se pegaban al
piso, por momentos en pendiente, muchos otros casi en vertical. Eran nuestra
herramienta privilegiada. Nadie miraba
para atrás; no hablábamos, sólo en raras situaciones donde la
peligrosidad del terreno obligaba a anticipar.
No se siente el frío de la montaña; se
huele a aire puro. El silencio en la inmensidad profundiza el misterio. Los
colores se intensifican; se percibe el horizonte que vamos dejando atrás.
El alma queda al descubierto y es
imposible hacer algo por evitarlo. Por eso sabía que la mujer caminando
adelante escondía una preocupación que
la sentenciaba.
De los tres era yo quien
más conocía a Luisina. Ambas vivíamos en Rosario y durante muchos fines de
semana nos encontrábamos entrenando en palestra en el Club del Campo. Tenía
unos veintitrés años. Era del sur del país y estaba realizando, sin demasiada
convicción, la carrera de psicología. Alguna vez me comentó que, debido a su
inconstancia, su familia se sentía
defraudada. Recordaba, con tristeza, el
motivo de la primera visita, después de años, realizada a su casa: su madre
había muerto y llegó minutos antes del entierro. Años después volvió ante
similares circunstancias: su única hermana había sufrido un accidente
automovilístico. Contaba que, en ambas
ocasiones y durante los días previos a esos acontecimientos, sensaciones
inusitadas y pensamientos adversos se apropiaban de su mente. Sentía profunda tristeza y una angustia fuerte e inexplicable que -tiempo
después entendió- anunciaban la
tragedia.
Cerca de las ocho de la noche, con la
incipiente luz de la luna llena que se nos regalaba, armamos nuestro refugio en
“La Casa de Piedras”. Una amplia y confortable carpa nos albergaría a todos.
Luisina era la encargada de armarla y
disponer las mochilas con toda la ropa y
artículos imprescindibles para una larga noche que se exponía demasiado fría y
con unos imprevistos nubarrones sobre el firmamento, único testigo de nuestros
actos. Paulo y yo debíamos recomponer los equipos; Juan Manuel prepararía la cena, esta vez nada
elaborado, unas latas de jardinera con atún, té de frutas para beber y de
postre almendras y pasas de uva.
De no presentarse inconvenientes, al día siguiente llegaríamos a la cima.
Mientras realizábamos
nuestras respectivas actividades intercambiábamos ideas. Otra vez me llamó la atención la conducta de nuestra
compañera. Se mantenía callada, su rostro preocupado, el entrecejo oprimido,
absorta la mirada... Realizó su trabajo
con desmedido esfuerzo utilizando tres veces más del tiempo que la tarea
requería. Estaba ensimismada en sus
pensamientos y anteponía una barrera difícil de traspasar. Era una joven con
mucha sensibilidad. Utilizaba con frecuencia métodos de control mental, creía
en el destino del hombre y en la inmensa
capacidad del ser humano para anticipar situaciones o dominar circunstancias
diversas, y entrenaba en técnicas de
relajación y traspaso de energía. Respetábamos sus creencias, muchas de las
cuales, compartíamos.
Por muchos intentos que
realizara no lograría saber lo que le sucedía.
Fue Juan Manuel quien
indagó:
-¿Te sentís bien? ¿Cómo
está tu cabeza?, ¿hay mareos?
-Despreocupate. Está todo okey. –respondió
continuando lentamente con el piso de la carpa. -Si en verdad algo me
pasa, les aseguro que hasta yo misma lo
desconozco.
Allí cesó la conversación
sobre el tema. Nos dispusimos a comer y
luego a descansar. Al día siguiente nos esperaba una larga y riesgosa jornada. El pico más alto del
Aconcagua sería nuestro; sentiríamos apropiarnos de cada espacio, besaríamos su
tierra, nos deleitaríamos ante su presencia. El Centinela de Piedra, tal como
era conocido en el mundo entero, sería
testigo de nuestras emociones.
Paulo y Juan Manuel se
durmieron al instante; yo también estaba realmente cansada. Luisina tenía
encendida su tenue luz de noche y la escuché susurrar. Me di cuenta que oraba.
Entre sus manos descansaba un librito; pronto comprendí que se trataba de una
Biblia. Quise entablar una conversación más íntima, pero la evité con el único objetivo de no
molestar a los demás. No sé en qué momento me dormí y qué habrá pasado luego
con ella.
Imprevistamente un fuerte
viento comenzó a sacudir nuestra carpa.
Luisina nos despertó. Era necesario ajustar los tirantes y agregar un sobretecho. Con esfuerzo
intentamos hacerlo. Al abrir el cierre comprobamos que nos azotaba una
tormenta; estábamos en medio de una gran nube de nieve; el viento era tan intenso
que no podíamos mantenernos parados. Nos reequipamos con la ropa adecuada
para estos avatares y decidimos esperar dentro de la carpa. La aseguramos y
-hasta cuando aguantara- nos quedaríamos
allí.
-Tengo que salir y
proteger el techo –anunció Luisina, esta
vez inquieta por los acontecimientos.
-Ni se te ocurra –le dijo
Juan Manuel, advirtiendo que estaba a
punto de fracasar su primer intento de arribo a la cumbre.
-No se desesperen, esto ya
va a pasar –tranquilizó Paulo. E invitó a tomar mate con algunas galletas.
Aportaría los chocolates y las barras de cereal. -Agua no nos faltará; y aun
cuando tengamos que quedarnos todo el día acá,
el refugio es lo suficientemente seguro para albergarnos. Apenas aminore
el temporal volveremos a reforzar la carpa y sólo nos quedará esperar que el
tiempo se apiade de nosotros. ¿Se olvidaron que estamos a tres mil
doscientos metros sobre el nivel del
mar? ¿Qué esperaban?, ¿un sol radiante?
La suerte nos ayudó; el agua de uno de los
termos estaba bastante caliente como para disfrutar de los mates que Juan
Manuel cebaría. El era el más inexperto del grupo y quería saber las posibles
adversidades que podían presentarse.
Ninguno de nosotros contó
todas las que conocíamos.
El viento pegaba cada vez
más fuerte, el lateral izquierdo de la carpa había comenzado a rajarse y se
movía de una manera impresionante. Entre todos la volvimos a sujetar; nos
tranquilizaba saber que el piso estaba muy bien anclado. La nube que ahora nos
tapaba destilaba nieve dura; se sentían los golpes sobre la lona. sabíamos que
si intentábamos salir, ni siquiera sería
posible respirar. Calculábamos que el viento corría a más de ciento veinte
kilómetros y la temperatura era inferior a doce grados bajo cero. La única
posibilidad era esperar que amainara la tempestad. Para entonces habíamos
comprendido que nos quedaríamos sin lograr nuestro objetivo: la bandera
argentina de este lado sur de la montaña no flamearía ante nosotros; quién sabe si aún se mantenía en
pie la inmensa cruz que allá arriba nos esperaba.
Fuera de control y con
evidentes signos de miedo, Luisina continuaba insistiendo en salir,
mientras cubría su rostro con un par
de pasamontañas, se ponía las gafas,
los guantes y adhería grampas a su calzado.
-Estás loca –le dije. -Vos
sabes mejor que yo de qué se trata esto. Dejate de hacer boludeces y no hagas
más difíciles las cosas. Si sos tan
inmadura como para no bancártela te hubieras dedicado a otra cosa –Traté de provocarla.
Utilizando toda la fuerza
de sus manos, abrió el cierre de la carpa, e impetuosamente, salió.
- Ayúdenme, hijos de puta.
Se escuchó un bramido y,
de pronto, un grito desgarrador se perdió en la madrugada de aquel día.
La calma que devino poco
más tarde nos encontró reuniendo nuestras pertenencias para iniciar el descenso
más lastimoso que hubiéramos imaginado jamás.
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