EL ACOMPAÑANTE
Por Carlos
Dante Ferrari
El hombre llevaba más de media hora esperando el paso de algún vehículo.
Aquel sector de la ruta en las afueras del pueblo era lo más parecido a un
basural a cielo abierto: papeles, cartones, bolsas de nailon, retazos de
maderas y mampostería. Los desperdicios esparcidos sobre las cunetas montaban
un escenario deprimente. A ambos lados del camino, entre matas y alambrados, surgían
por tramos las bocas de algunos senderos laterales hacia la zona rural.
Se sopló las manos para entibiarlas con el
aliento. La brisa fría de la costa anunciaba otro día ventoso. De pronto oyó el
ruido de un auto. Lo divisó asomándose sobre la curva cercana y enseguida pudo
distinguir los primeros detalles: era un Ford Falcon gris con la chapa abollada
y despintada. El motor rugía su fatiga mecánica. A menos de cincuenta metros se
tornó visible la cabeza del conductor, un morocho con anteojos oscuros y gorra
visera.
Hizo dedo con cierta timidez, como era su estilo. Muchas veces que había
viajado hacia la ciudad vecina gracias a los favores de otros automovilistas
generosos.
El auto se detuvo y al subir a la cabina con un “buenos días”, recibió la
misma respuesta. Sentado en el asiento del acompañante, percibió de inmediato
que el conductor era un hombre parco. Por
puro respeto decidió mantenerse callado, a la espera de algún comentario que
justificara el comienzo de una conversación.
Después de avanzar unos pocos kilómetros, el chofer hizo un repentino
desvío hacia la derecha para internarse en la zona de chacras por un camino de
tierra.
Sorprendido, el pasajero estuvo a punto de preguntar hacia dónde iban, aunque
prefirió callar. A poca distancia había una entrada privada. Ingresaron por el
sendero angosto a escasa velocidad, dirigiéndose hacia una vivienda muy
precaria. Las gallinas se desbandaban mientras el auto se aproximaba a la casa,
flanqueado por los ladridos de los perros. Una mujer se asomó a la puerta y
volvió a cerrarla. Pocos segundos después un hombre vestido con mameluco
apareció en el umbral. El chofer bajó del auto, se aproximó y ambos iniciaron una
conversación.
El viajero pensó en bajar el vidrio para tratar de oír lo que hablaban,
pero no se atrevió. La charla fue breve. Le pareció advertir que ellos
intercambiaban algo antes de despedirse. El tipo volvió al volante, arrancó el
motor y marchó en silencio hacia la salida.
Al llegar al camino principal, en
vez de enderezar hacia la ruta asfaltada, giraron de nuevo hacia el sector agrario.
Anduvieron casi cuatro kilómetros. Ya estaban bordeando unas lomadas cuando, en
un badén, advirtieron que la huella estaba cubierta por un charco inmenso. Lejos
de amedrentarse, el chofer emprendió la subida por la cuesta escabrosa para
sortear el obstáculo. Mientras trepaban a toda máquina el Ford se inclinó en un
peligroso ángulo ascendente, bamboleándose entre piedras y matas. Muy exigido,
el motor parecía a punto de ahogarse, pero a último momento el hombre corrigió el
rumbo con un hábil volantazo hacia la izquierda y comenzó a descender para
retomar la marcha en un sector donde el camino estaba seco.
Prosiguieron sin apuro. El cielo
se había cubierto de oscuros nubarrones. Las visitas a otras casas vecinas y el
mismo ceremonial se repitieron varias veces. Daba la impresión de ser un
circuito bien programado. El conductor seguía sin hablar y el acompañante guardaba
un mudo desconcierto. Aquella situación
extravagante lo ofuscaba y a la vez lo hacía sentirse ridículo; no tenía por
qué tolerarla, pero así y todo no lograba vencer su pasividad.
Cuando ya llevaban casi dos horas de ronda, el hombre tomó otro camino que
parecía conducirlos de vuelta hacia el asfalto. El acompañante experimentó un
ligero alivio que, para su desgracia, duró muy poco. Casi al instante oyó unos
ruidos y creyó percibir ciertos movimientos que sugerían la presencia insospechada
de otro pasajero en el asiento posterior.
Sin atreverse a girar la cabeza, tuvo la sensación de haber caído en una
trampa siniestra. ¿Cómo no lo había notado antes? ¿Quién sería el otro
individuo? ¿Habría estado agazapado hasta ese momento para no ser visto? ¿O
quizás simplemente dormía sobre el asiento posterior y ahora acababa de despertarse?
¿Por qué no decía nada?
Notó un ligero temblor en las rodillas y movió un poco las piernas con
disgusto, tratando de dominarlas. Estaba seguro de que en cualquier momento
podría recibir un golpe en la nuca o un corte en la yugular. Nadie hablaba; el
mutismo era ya insoportable; una terrible señal de mal agüero. Tenía que hacer
algo urgente para salir del paso, pero…, ¿qué?
Después de una curva, la repentina aparición de la cinta asfaltada en el
horizonte le insufló una cuota de esperanza. Tal vez ahora el auto enfilaría hacia
la ciudad vecina y al fin terminaría ese suplicio.
Sin embargo, cuando el chofer llegó a la encrucijada miró hacia ambos
lados, se cercioró de que no venía nadie e inició el cruce hacia otra huella paralela
en el lado opuesto.
Esto ya era demasiado. El acompañante juntó fuerzas y casi con un hilo
de voz logró articular:
—Yo me bajo acá.
El Ford ya había cruzado la ruta. El hombre giró la cabeza con lentitud
para mirarlo por primera vez, sin que sus ojos pudieran ser escrutados bajo los
densos lentes oscuros. Pero no dijo nada; sólo detuvo la marcha.
El viajero dudó durante un segundo. De
inmediato abrió la puerta, se bajó y, enfocando la vista a los cristales ahumados,
agregó:
—Bueno…, muchas gracias.
—Gracias a usté por la compañía —lo oyó responder, en consonancia con el
ruido metálico de la puerta al cerrarse.
La curiosidad lo dominaba y en un impulso,
a pesar del miedo subsistente, el viajero asomó la vista a la ventanilla
trasera del auto. No se veía a nadie. El asiento estaba vacío.
El Falcon emprendió la marcha por el huellón rumbo a las otras chacras. Un
poco aturdido, se acercó al asfalto tratando de calcular la distancia que
podría haber hasta la ciudad. Supuso que estaba más o menos a mitad de camino;
pensándolo bien, ya no tenía ganas de ir hasta allá.
El frío arreciaba. Una leve llovizna le humedeció las mejillas. Sin
dudarlo, se lanzó a caminar. Sólo quería volver al pueblo. Volver despacio, seguro
y de a pie.
1 comentario:
¡Muy bueno!. Lograste captar mi atenciòn desde la primera hasta la ùltima palabra.
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