EL TREN DEL OTOÑO
Por Gladis Naranjo (*)
Ese otoño iba a cumplir 9 años. Era un niño vivaz, curioso,
imaginativo…y triste.
Conocía la soledad.
Su padre, siempre atrapado en su trabajo casi ni se había enterado del tiempo
pasado desde su nacimiento. Tenían escaso contacto, y su vida y éxitos
escolares eran ignorados lastimosamente cuando no desdeñados al escuchar algún
comentario del niño.
Su
mamá, bellísima y hastiada de la vida familiar, tampoco se demoraba en él,
refugiándose en las banalidades de su entorno, disfrutando de su ocio tan vacío
como sus ojos.
Ninguno
de los dos tenía tiempo para él…y el niño se alimentaba de sus propias
fantasías, en el salón de juegos, alrededor de la gran mesa donde había armado
su pista de trenes, que absorbía todas sus horas fuera de la escuela.
Con minuciosidad
colocó primero las vías, que pasaban, en el rincón junto a la ventana, por
debajo de un puente, y se cruzaban varias veces con los caminos para los autos.
Había pintado la estación de rojo, las barreras amarillo brillante y los
andenes de un maravilloso color verde uva. La locomotora era roja con los
laterales color cobre, igual que los tres vagones que cargaban minúsculos
tanques llenos de piedritas.
Decoró el espacio
entre las vías y los caminos con la hierba que cortó del jardín de atrás, y
agregó un bosque sombrío, hecho de ramitas frescas, y hasta un pequeñísimo lago
que ni se notaba que era un espejo.
Y ese año (sus
tiempos estaban contados de otoño en otoño, junto con su cumpleaños), ese año,
por fin, pudo terminar la instalación eléctrica, con lucecitas que se encendían
en los cruces, en la estación y sobre el puente cuando apretaba el botón rojo
en el borde de la mesa. En ese momento el tren comenzaba a moverse, primero
lentamente, con suave ronroneo, luego a mayor velocidad, haciendo brillar las
puntas de las hierbas como si hubiera colocado un cristalito sobre cada una
cuando el vértigo llegaba al máximo.
¡Cómo esperaba los
fines de semana en que podía dedicar todo su tiempo a perfeccionar los mecanismos,
a retocar con alguna pincelada la
pintura dañada o a agregar cada vez algún detalle nuevo al tren, a las señales
o a la campiña, con su hierba y con su lago! ¡Cómo disfrutaba esas horas en que
la casa estaba silenciosa y sólo existían en el mundo él y su tren!
Logró reducir al
mínimo el ruido de la locomotora para no molestar a la mamá, que siempre dormía
hasta tarde. Cuando apretaba el botón rojo y el tren comenzaba a marchar,
rechinaban con suavidad las ruedas, guiñaban las luces sobre el puente, y luego
el ruido se hacía más acompasado, más rítmico, en perfectas sístoles que
armonizaban con las de su corazón.
La locomotora tenía
un pequeño miriñaque, una cabina donde brillaban los mínimos controles y una
banqueta diminuta y negra donde colocaba la figurilla de overol azul que, en
sus juegos, conducía el tren. Se escuchaba el silbato y se iniciaba la marcha.
La formación avanzaba con parsimonia por debajo del puente, se internaba en el
bosque, pasaba junto al lago y después bostezaba cruzando la hierba para volver
otra vez a la estación, y con un susurro recomenzar la aventura…
Faltaban tres días
para su cumpleaños. El papá estaba en viaje de negocios (seguramente le
mandaría una postal, como en años anteriores), la mamá preparaba la boda de una
amiga e iba y venía con muestras de decorados, vestidos y arreglos para la
fiesta. Él se refugiaba en el salón de juegos junto a la gran mesa, inventando
obstáculos y soluciones para su tren, gozando en complicidad maravillosa.
Y llegó el día: el
día de su noveno cumpleaños. Llegó la postal del papá, la mamá decidió al fin
qué vestido llevar a la boda…y el día pasó.
Al anochecer se
acercó al borde de la mesa, pulsó el botón rojo y el tren se estremeció. Apretó
con fuerza los puños y respiró profundamente con los ojos fijos y húmedos.
Trepó a la mesa, se mojó los pies en la hierba fresca, y justo cuando el tren
empezaba a moverse, con un último impulso, alcanzó el pescante de la
locomotora, se sentó en la banqueta diminuta y negra, se escuchó el silbato y
comenzaron a andar, primero con un suave chirrido, luego acompasadamente, en
sincronía con el corazón; pasaron debajo del puente y se internaron en el
bosque sombrío…
Al día siguiente,
cuando la mamá y el papá pulsaron el botón rojo para detener la marcha del
tren… el tren no se detuvo.
Los padres no
entendieron nunca cómo era posible que aún sin electricidad el tren continuara
moviéndose a su propio ritmo, marcando sus latidos, y cruzara el puente,
alcanzara el bosque, pasara junto al lago y luego, perezosamente, como
bostezando sobre la hierba fresca, llegara a la estación y con un susurro
recomenzara la maravilla del viaje, una y otra vez…
(*) Escritora neuquina, radicada en la provincia de Buenos
Aires. Esta obra fue premiada en el concurso de cuentos de la ciudad de Azul en abril del corriente año.
1 comentario:
Triste....bello y muy real ...
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