ETTA
Un cuento de Virgilio González (*)
Las lámparas de
querosene aplicadas estratégicamente en las paredes del bar del hotel, ya
iluminaban su interior. Velas esparcidas en las mesas sumaban su tembloroso
brillo a la ambarina e intimista atmósfera. La concurrencia vestía con
elegancia, especialmente las damas, y tenía buenos modales. Incluso los
parroquianos acodados en el mostrador. Uno de éstos señaló la vidriera norte. A
través de ella se podía advertir, perfilándose en la crepuscular claridad exterior,
el arribo de tres jinetes que, reconociendo el frente del hotel, detenían sus
cabalgaduras. Uno de ellos era mujer.
Los hombres se
apearon con gimnástica agilidad y el más alto, galantemente, ayudó a su
compañera descender de la montura mujeriega.
“Nuevos
huéspedes”, dijo quien atendía el bar y por su señorío trasuntaba su condición
de dueño. En efecto, el trío se dirigía hacia la puerta. Una actitud expectante
se apoderó de todos.
La entrada del
grupo no defraudó tanta atención. Cada uno era un notable ejemplar humano
radiante de afabilidad y gallardía. Su saludo fue respondido con un eco de
simpatía general.
El rubio,
disculpándose por su limitado manejo del galés y el español, preguntó si había
alojamiento como para ellos. Ante la respuesta afirmativa del hotelero,
procedió a despojarse del gabán llevándolo al perchero de madera lustrada. Los
cubrecabezas y los abrigos de los tres quedaron de inmediato colgados como un
símbolo de su interés por presentarse y departir con la gente, antes de traer
al interior del local algún equipaje e ir a las habitaciones. Eso sirvió para
que toda la asistencia pudiera conocer sus filiaciones.
El hombre de
piel y cabellos más claros, el que ya había hablado, se llamaba James Ryan. El
otro, de pelo algo rojizo y bigote más rojo aún, era Harry Place. La muchacha,
de rizos trenzados de color castaño claro y unos fulgurantes ojos verde mar,
era la señora Place.
Venían de la
Cordillera. En realidad, hacía un par de años que estaban en el país. Bajaron
desde California a Chile en esos barcos que unían los puertos del Pacífico. Por
amigos galeses que conocieron en su rancho de Montana tenían noticias acerca
del Chubut y de la posibilidad de trabajar con ganado grande al pie de los
Andes patagónicos. Así fue como compraron una estancia en Cholila y realmente
les estaba yendo muy bien. Ahora querían adquirir reproductores de raza y
ampliar las actividades de su cabaña. Tenían ganas de criar finos caballos de
sangre pura de carrera. Les parecía que eso podía ser un buen negocio de exportación
con gran porvenir.
La concurrencia
celebró unánimemente tan acertados planes. El diálogo fue adquiriendo fluidez;
entreverando palabras y modismos del castellano y el inglés, todos parecían
entenderse. Un caballero de aspecto patriarcal se acercó a Ryan y se sentó a su
lado en la silla que presta y respetuosamente le alcanzaron.
–Creo que a
ustedes les conviene prepararse para la cena en este mismo lugar. Yo los
invito. Todas las noches viene a tomar café con su señora el gerente del Banco,
que es de ascendencia norteamericana.
Esta noticia
decidió a los viajeros. Los dos hombres salieron a buscar las austeras maletas
y arreglar las condiciones del cuidado de los caballos. Las damas se
congregaron en torno a Etta.
–¿Vinieron a
caballo desde Cholila? -preguntaron casi a coro dos de ellas.
–¡Of course!
–fue la inmediata respuesta, dicha con un gracioso gesto casi infantil que
confirmaba que eso era la cosa más natural.
–¿Y en esa
montura? –agregó otra.
Aquí estalló una
de esas pícaras carcajadas colectivas que suelen producirse en los corrillos
femeninos.
–No –respondió
por fin Etta–. La compramos en Gaiman, donde estuvimos ayer e hicimos noche. Yo
monto como los hombres y me gusta usar “breeches”. Me crié a caballo en mi
país.
–Sin embargo, no
hay nada de rústico en usted –afirmó una de ellas en representación de todas,
que asintieron con cabeceos.
–Well..., mis
padres, pese a ser pobres granjeros, lograron mandarme al Este a estudiar. Soy
maestra de escuela y trabajé como tal.
–¿Le gusta
enseñar?
–Me gustó hasta
que el salvajismo del Far West se impuso en la política de nuestro Estado.
Gobernantes con amigos empresarios y abogados tramposos forman una camarilla
que necesita ignorantes que los voten. Hasta fingen estar en partidos distintos
para perpetuarse. A los que verdaderamente se les oponen los destrozan. A los
maestros no les pagan casi nada. A las escuelas chicas las cierran y con las
grandes hacen desvergonzadas ganancias; las empresas constructoras y
proveedoras son de ellos mismos. Y cada vez son menos las escuelas y proliferan
las tabernas y los casinos. Con la excusa de que yo tenía pocos alumnos me
dejaron en la calle. ¡Los mismos funcionarios que ganaban veinte veces mi
sueldo para no hacer nada sino tramar maldades! ¡Oh!, yo estaba muy triste y
resentida cuando conocí a Harry...
En el transcurso
de esta conversación se fue produciendo en Etta un sutil cambio. Hubo un
momento en que alguna persona observadora podría haber advertido un
estremecimiento muy íntimo, un cuasi escalofrío. Rasgos de madurez y rictus de
amargura quisieron aflorar, afortunadamente sin éxito porque hubieran
marchitado la lozanía del joven rostro.
–Nunca dejen que
en su país leguen a gobernar hombres poderosos pero salvajes... –dijo tras un
instante de pensativo silencio-. Y perdonen, por favor, mi pretensión de
aconsejar.
En ese momento
entraban nuevamente sus compañeros de viaje. Ellos seguían muy alegres. Sus
miradas tenían cierta ensoñación artera que no armonizaba con la plácida
sonrisa de niños que lucían sus labios y sus curtidas mejillas.
La joven,
rodeada de gente que le había demostrado aprecio y confianza, con la que ella
había podido franquearse apelando a recuerdos de una juventud idealista que no
estaba tan lejana, sintió el atisbo de una náusea que urgentemente debía
reprimir. El rol de caballeros rurales interpretado por sus amigos para iniciar
lo que iba a terminar en otro asalto de gigantesco botín le parecía ahora algo
burdo, soez. Si por un tiempo y en algún lugar pudieran dejar de ser la banda de
Butch Cassidy, esta ocasión y este sitio se presentaban propicios.
Cuando Harry
tomó suavemente la mano de Etta para invitarla a ponerse de pie, un relámpago
de ira emergió del abismo esmeralda de los ojos de la muchacha. El hombre, tras
una breve pausa dubitativa, absorbió inteligentemente la situación.
–Vamos, Etta –le
dijo con ternura paternal–. Creo que nos vamos a quedar un tiempo con esta
buena gente. Y no te preocupes –mirándola intensamente como se hace cuando dos
almas se funden en una al impulso de un noble arrebato, agregó con voz cada vez
más queda–, nos vamos a portar bien aquí. Entre los dos convenceremos a Butch.
Será un verdadero viaje de vacaciones.
(*) Profesor y
escritor chubutense. Este cuento fue publicado en “Cuentos de cuando la banda
de Butch Cassidy anduvo por aquí” (Biblioteca Popular Agustín Alvarez, Trelew,
1997).
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