De Anquises a Eneas: “Escúchame, prosiguió, pues voy ahora a decirte la gloria que aguarda en lo futuro a la prole de Dárdano, qué descendientes vamos a tener en Italia, almas ilustres que
perpetuarán nuestro nombre; voy a revelarte tus hados.”
―La Eneida, Libro VI.
LOS VIAJEROS
Por Rubén Héctor Ferrari Doyle
Año 1890.
Se detuvo a escasos metros de los montículos de tierra gredosa y claro origen erosional, tal como solía hacerlo después de detectarlos por vez primera en ocasión de recorrer las tierras que le habían sido adjudicadas en su carácter de colono. Sus curiosas formas conoidales tendían hacia un remate agudo y acotado por la persistencia ancestral de los vientos. Ninguno superaba los tres metros de altura y las diferencias entre ellos no eran muy significativas, a tal punto que aparentaban una engañosa regularidad pero suficiente para despertar la curiosidad de cualquier observador.
Esta vez se adentró, decidido, por los breves espacios que separaban entre sí a las llamativas y escasas elevaciones. Caminó lentamente sobre la superficie arcillosa del terreno. A poco andar, su atención se concentró en una prominencia similar más pequeña. Esta difería notoriamente de las restantes, ya que, realizada con pedruscos, no superaba la cintura del paseante que, sorprendido por su escaso ascenso que se interrumpía en su cúspide por una piedra chata rústicamente circular. A todas luces su diseño era artificial y concebida a modo de protectora cumbrera.
Robert Davies permaneció un largo rato contemplando el deteriorado monumento en un estado de tensión emocional. Hombre y tumba constituían los únicos protagonistas, sin testigos, sobre el escenario de un anfiteatro sin forma ni contención de límites.
Finalmente, como reclamado por una extraña urgencia de regresar a su hogar, inició absorto el camino peatonal cuyo recorrido ya le resultaba tan familiar. En el momento en que transitaba el último tramo que lo separaba de su vivienda levantada con rocalla, argamasa de barro y techumbre de atados de chirca sujetos a rústicos tirantes de sauce criollo, se detuvo allí, donde la margen norte de la corriente del Chupat de los indígenas se aproximaba hasta casi tocar la baja lomada. Entonces ya había resuelto dilucidar las causas que originaron el sugerente túmulo, mientras presentía que entre los gruesos muros levantados con esfuerzos colosales lo aguardaban su esposa Margaret y sus dos hijos. No existía entonces ninguna otra vivienda en aquél paraje conocido por la denominación indígena tehuelche de Gaiman.
Luego de describir a su mujer la esotérica experiencia que había vivido, le anunció el plan que había concebido para satisfacer su enorme curiosidad: “Hablaré con Huanak y le pediré que vayamos juntos al lugar. Él tal vez pueda informarme acerca de este misterio”.
Después del frecuente trato que habían mantenido con el anciano originario, las barreras idiomáticas se habían reducido en forma notoria y los diálogos adquirieron mucha fluidez.
Las jornadas de arduas tareas de labor para romper las abundantes rocas existentes en la cima del altozano y deslizarlas al lugar elegido por el celta para sus propósitos edilicios, implicaban varios descansos ocupados únicamente para conversar. Pero Huanak aprendió mucho más en los momentos en que mantenía largas charlas con los niños, por quienes exteriorizaba claramente un profundo afecto.
Convenida pues la hora que consideraron más oportuna para partir, al día siguiente iniciaron el corto recorrido de unos dos kilómetros con el sol apenas asomando en el horizonte. Querían evitar el apabullante rigor del verano y portaban sendos recipientes para munirse de agua en el estrecho caprichosamente forjado por las aguas que fluían desde la lejana cordillera.
No bien llegaron al lugar desaceleraron el ritmo de sus pasos para adentrarse en él como si comenzaran una marcha ritual y solemne. El aplastante silencio del entorno se asociaba con las sombras de la breve comitiva alargadas por el sol tempranero. A pesar de sus características étnicas y religiosas diferentes, avanzaban unidos por el respeto que en los humanos concita un momento de vivencias inexplicables. Parados frente al rústico montículo, lo observaron con un profundo mutismo, que Robert quebró finalmente al preguntar en un bajo tono de voz:
—¿Conoces la historia de este túmulo?
Huanak demoraba la respuesta, circunstancia en la que su interlocutor dispuso su mente para adecuar a su idioma la respuesta del rústico emisor. Para ello contaba con el auxilio de una natural propensión del indio para hablar con lentitud, particularidad que se acentuaba debido a sus limitaciones en la lengua foránea. Finalmente el senil aborigen comenzó así:
—Lo que aquí sucedió se ha transmitido a través de los sucesivos hechiceros de mi tribu desde incontables generaciones. Todo comenzó cuando el gran jefe Huanakel, el fundador de mi familia, tomó contacto con aquél extraño viajero que, rendido por el cansancio y el sufrimiento de una larga travesía, arribó a este paraje —acotó mientras señalaba a su alrededor—. Venía desde allá —indicó, en tanto elevaba su brazo hacia el poniente con elocuente parsimonia, repitiendo dos veces— desde muy lejos, desde muy lejos.
Davies tomaba noción de que este suceso tan antiguo, había tenido lugar en el mismo sitio en el que se encontraban en esos momentos y lo impresionó con fuerza la aplastante soledad que reinaba aún en ese páramo, que sólo cortaba el caprichoso zigzagueo del río.
Bajo el agobio que le producía la naturaleza paupérrima, advirtió que Huanak aguardaba sin continuar, su regreso desde el mundo de la reflexión y reemplazó la fugacidad de su alejamiento con otras preguntas.
—¿Por qué resultaba extraño el forastero?
— Por su rostro de particularidades no conocidas, por el color de su piel, más clara que la nuestra, su lenguaje incomprensible, y una consecuente utilización de gestos en su reemplazo.
—¿Sólo por estos aspectos que enumeras?
—No, también por su larga lanza de punta tallada en un hueso de increíble dureza, algunos rastros de pintura desconocida en su semblante, una rústica y pequeña flauta de madera de la que al solo impulso de su respiración brotaba una extraña música y las marcas protuberantes y raras en la piel de su espalda, prolijamente realizadas.
—¿Pudieron conocer de dónde provenía?
—Muy poco. Sólo lo que alcanzaba a interpretar el chamán.
—¿Y en qué consistió ese poco?
—En saber que partieron, él y una decena de amigos, desde un mundo muy lejano, que atravesaron mares desconocidos con terribles olas y tormentas, que avistaron a la distancia una isla muy pequeña vigilada por una hilera de gigantes enhiestos, por lo que se alejaron temerosos, que su embarcación construida con ramas entrelazadas como las de aquellas chircas laguneras, pieles de grandes animales, cortezas y troncos de enormes árboles, se había estrellado contra las altísimas paredes de una costa marítima inesperada, empujada por vientos increíbles que los desviaron de las corrientes por las que sus antepasados acostumbraban a regresar a su tierra. Dijo luego que sólo sobrevivieron él y dos de sus acompañantes.
—¿Qué hicieron después?
—Comenzaron a buscar caminos entre las alturas coronadas por nieves, orientados hacia la salida de su dios Sol. Y luego de ingentes esfuerzos llegaron a las tierras bajas. El sufrimiento de la marcha se hacía insoportable y la escasez de alimentos los fue debilitando y únicamente sobrevivió él por su mayor fortaleza física. Entonces dijo llamarse Anoa. Nuestros hechiceros curaron sus heridas pero su cuerpo no lograba recuperarse. Antes de morir aún tuvo fuerzas, sentado sobre cuatro cueros de guanaco que le servían de lecho, para tallar la tapa redondeada en la que trabajó pacientemente y con cierto sigilo, y para la que recomendó que su lado más rústico fuera colocado hacia arriba. Finalmente, valiéndose de la tierra suelta a su alcance, levantó una pequeña forma similar a esta —señaló— y la rodeó con piedrecillas. “Así deberá ser mi chenque”, dijo usando la expresión de nuestra lengua, y así se hizo —concluyó Huanak.
Luego, con un gesto lento que parecía frenado por una exigencia de secretismo, levantó despacio la angosta piedra culminante hasta retenerla en una posición vertical que permitía visualizar un extraño petroglifo. Davies fue presa del asombro: ¿por qué tallar con tanta claridad la forma de ese especie marina?, se preguntó. De pronto, los chillidos de un águila mora, el ñanco agorero de los mapuches, irrumpieron bruscamente en la escena. Desde la escasa altura en que la visualizaron el rapaz rodeo dos veces en planeo la singular tumba para elevarse después y tomar rápidamente distancia rumbo al oeste.
Sin que mediara una sola palabra entre ambos amigos y previa acción de Huanak de apoyar en su lugar la formatizada piedra, comenzaron a retirarse con rapidez del lugar, afectados por la honda impresión de los momentos vividos.
El indio y el blanco no volvieron a hablar nunca más acerca de lo ocurrido. Robert, evitando los detalles más dramáticos, comentó escuetamente con su familia el resultado de aquella investigación.
Concluido este relato que dejó sorprendida y silenciosa a su mujer, Robert creyó oportuno cambiar el giro de aquella conversación para compartir una idea que lo inquietaba y que ya desbordaba su mente. Requirió la mayor atención a Margaret para expresar con tono solemne:
—Como has advertido, mi estado de salud se va deteriorando poco a poco. Atribuyo esto al clima riguroso de la Patagonia. A ti, en cambio, te abruma y te deprime la soledad casi insoportable de este inmenso territorio. Cuando me memoras nuestra verde patria galesa con sus espléndidas colinas, sus hermosos valles, los piños de ovejas contenidos en bajos corrales de piedra o nuestras queridas capillas, advierto lágrimas en tus ojos que te esfuerzas por ocultar. Ahora, más que nunca, necesito compartir contigo mis proyectos. Hugh Meloc Pugh, el joven recién llegado procedente de Anglesey, al que nos presentaron en el último domingo en Capel Bethel, me contó acerca del extraordinario impulso económico de New Zealand a partir del año 1882, cuando llegó a esas islas el primer buque frigorífico inglés. Las exportaciones de carnes y cereales crecieron desde entonces en proporciones jamás imaginadas, a tal punto que su gobierno está abocado a una intensa campaña promocional para atraer a potenciales colonos. Ofrecen a cambio hasta cien hectáreas agrarias a cada uno de ellos bajo la condición de explotarlas con responsabilidad. Si tú aceptas, nuestra partida podría concretarse cuando, dentro de treinta días, el barco de nuestra querida cooperativa mercantil, el “Annie Morgan” parta rumbo a Liverpool. Desde allí tomaremos un buque que salga rumbo a nuestro nuevo destino.
Esa noche, ya acostado, revivió los momentos en que, antes de partir por vez primera de Gran Bretaña, había utilizado un argumento similar para justificar el viaje a Estados Unidos de Norteamérica. Ocultó entonces el inexplicable impulso que lo incitaba a partir sin importar hacia dónde. Era la misma sensación que lo llevó luego a la austral y desolada Patagonia.
Año 1894. Auckland, New Zealand
El aguacero golpeaba con estrépito la techumbre de zinc de la casa desde cuyos declives armoniosamente contrapuestos, el agua se deslizaba velozmente y caía al suelo por canaletas que la guiaban hasta liberarla en torrentes.
El matrimonio Davies observaba por la amplia ventana de la sala, el reiterado fenómeno climático de aquellas islas del océano Pacífico. Absorto memoraba Robert en una reflexión comparativa el impulso similar que por primera vez lo llevó desde su país a Estados Unidos, donde se radicó en Pensilvania en los inicios de la década de 1860. Recuerda con renovada angustia su participación no esperada ni deseada en la Guerra de Secesión, durante la batalla Gettysburg. Como compensando la tristeza de aquel episodio, recuerda que por su iniciativa se fundó la capilla congregacionista de la ciudad, lo que constituyó para él un alivio religioso y moral para las terribles consecuencias del conflicto. También acude a su mente el sufrimiento que le significó trabajar en las minas de carbón en épocas de posguerra, soportando los disturbios originados por la gran contienda y las frecuentes peleas callejeras entre ingleses e irlandeses como reflejo de un caos social que lo empujó a embarcarse en el “Electra Spark” rumbo a la Patagonia Argentina, junto a otros compatriotas, decisión frustrada por el lamentable naufragio de la nave frente a las costas brasileñas, con la consecuente pérdida de toda su maquinaria agrícola.
Al reincidente colono le habían bastado siete años de laboreo de los doscientos cuarenta acres, que tan cercanos al puerto le habían sido concedidos, para prosperar en forma notable. Su predio era más bien pequeño en relación con los de otros productores cercanos. Pero él lo había querido así, en las proximidades de su nuevo hogar. Allí procuró una explotación combinando cultivo y ganadería, acorde con sus aptitudes físicas para la tarea. No obstante, el día anterior, la enorme tormenta que aún continuaba, atentaba contra este último propósito, cuando, ya al filo de las últimas horas, su arado de doble reja topó un oculto montón de piedras atrapando las vertederas de tal forma que no las pudo destrabar el tremendo esfuerzo de sus fuertes percherones, a los que desató para llevarlos con tan solo las riendas, las pecheras y los frenos, hasta el establo cubierto por un tinglado en los límites del último cuadro que llegaba muy cerca de la población portuaria.
Amanecía cuando Robert Davies despertó al estímulo del repentino silencio que provocó el amaine del ruidoso fenómeno fluvial. El desayuno del matrimonio, mientras sus dos hijos dormían, fue más frugal y breve que lo habitual. La despedida también resultó escueta y apurada.
—Hasta luego, Margaret, voy a desencajar el arado.
—Hasta luego, Robert, cuidate mucho.
Aperó la yunta con los mínimos correajes que había traído del lugar del curioso accidente, y partió acompañando el tranquilo andar de los mansos caballos. Cuando hombre y bestias arribaron al sitio que abandonara dos días atrás, Robert advirtió que la fuerza de aquella lluvia había lavado totalmente el barro de las piedras que habían emergido ante el brusco choque de la pesada herramienta. Contempló un instante la frondosa selva que se iniciaba a pocos metros del terreno despejado, y recién entonces su mirada captó que, a mayor altura de la superficie de las restantes piedras, ligeramente inclinada sobre algunas de ellas, resaltaba una de perceptible chatura circular. Se acercó para visualizarla mejor y ante sus ojos atónitos, sobre su cara plana, se percibía claramente un petroglifo que representaba una tortuga marina. Estremecido aún por tamaña sorpresa, volvió, como en un sueño, a aquél similar dintel que en la tan lejana Patagonia ornaba el túmulo de un extraño viajero. Pero no terminaron ahí las tribulaciones del conmovido celta. De pronto, desde un claro cercano a la espesura, surgió un amarronado y pequeño águila de cuello de plumaje marrón azulado y cabeza blanca. Se elevó pronto y visible aún en la altura alcanzada prorrumpió en estridentes sonidos al tiempo de comenzar a girar en planeo dos veces en torno al azorado agricultor, para detenerse luego, acentuando sus chillidos, en una suerte de danza en el aire, bien por encima de la cabeza del paralizado espectador. Acalladas sus excitadas manifestaciones, el menudo rapaz emprendió un ligero vuelo para perderse hacia el oeste.
Robert quedó como inmerso en aquél trance durante varios minutos, hasta que lo acució de pronto, la angustiante necesidad de narrarle a su gran amigo Lucas Williams, pastor de la Capilla Salem, los intensos momentos vividos. El apremio era de tal magnitud que pasó frente a su hogar sin detenerse y logró encontrar al afable predicador realizando pequeños trabajos de carpintería en el prolijo galpón erigido en el patio de su propiedad. Transcurridos los acostumbrados saludos del encuentro y sin más dilación, Robert comenzó, con evidente excitación, a narrar lo sucedido. Luego, Lucas, a quien su formación lograda en la facultad de teología en la prestigiosa universidad de Cambridge, lo habían orientado más allá de lo religioso, hacia conocimientos científicos de aquella época, se abocó durante los momentos libres de su pastorado a estudiar la organización social de las tribus maoríes, sus creencias, su mitología en general y su estrecha relación con la fauna y la flora de las islas.
Luego de escucharlo con profunda atención, el devoto creyente expresó sus conclusiones.
—El ave que tu viste, Robert, se llama Kahu. Habita con preferencia las zonas costeras y también los frecuentes espacios vacíos de las selvas. Tiene fama de recorrer considerables distancias marinas, es un curioso bailarín en el cielo durante los cortejos, y los nativos le asignan facultades adivinatorias para predecir futuros aconteceres. En cuanto a los túmulos de piedra, generalmente se realizan con anticipación a la muerte ya prevista de algún integrante tribal muy anciano. Aún así, como se dice que toda regla tiene su excepción, también es costumbre preparar algunas tumbas en lugares secretos y escondidos, destinadas a aquellos navegantes que transcurrido un tiempo prudencial, no regresaron nunca. Creo que con esto, he develado tu misterio.
—No, Lucas, no es así. Ya comprenderás mi aparente tozudez cuando escuches el relato de lo que me sucedió en la vasta soledad patagónica.
Y así, Robert describió aquellas extrañas experiencias junto al indio Huanak, tratando de no omitir detalle alguno, incluyendo la acción muy similar de aquél águila mora, el ñanco mitológico de los mapuches, tan similar al rapaz zelandés cuyas facultades el pastor había señalado. Cuando terminó su narración, advirtió un brusco cambio en el rostro, marcado en las profundas arrugas del entrecejo del predicador.
—Estoy muy sorprendido —confesó al tiempo que preguntaba—. ¿Mencionó su nombre el viajero?
—Sí —respondió de inmediato el agricultor—, dijo llamarse Anoa.
—¡¿Anoa?! —casi gritó Lucas—. ¿Anoa?
—Sí, Anoa —manifestó atribulado ante el cambio de actitud del buen pastor—.
—Estamos asistiendo a sucesos extraordinarios. Déjame ordenar un poco mis pensamientos —casi rogando, pidió Lucas—.
Después de un largo y profundo silencio, el humilde sacerdote cristiano expresó:
—Anoa, según narra una antigua leyenda, era el nombre de un héroe, hoy mítico de las tribus maoríes seculares. Su fama de valeroso defensor de las islas en tiempos de invasiones se extendió por todos los rincones, y su habilidad como navegante ensalzó aún más su figura, hasta que emprendió la que fue su última aventura marina. También da cuenta la transmisión oral que a orillas del Pacífico se ubicaron muchas tribus para despedirlo con enstusiasmo, en tanto las inquietas águilas Kahu sobrevolaban la nave de la partida. Por muchos años se aguardó ansiosamente su regreso, siempre invocando a las tortugas marinas endiosadas por sus largos viajes y eternos retornos, luego de recorrer las mismas corrientes favorables aprovechadas por los audaces navegantes.
»Prestame atención, querido Robert Davies: el alma, esa energía cósmica invisible e intangible que transe la totalidad del cuerpo humano siendo independiente de él, pero conservando la individualidad de su continente, viajó, pegado a la tuya, hasta estos, sus amados lares natales y al lugar, ya olvidado en el tiempo, de la tumba que le fuera reservada.
»Ante lo inexplicable de esta historia, debemos refugiarnos ambos en el versículo 33-b cap. 11 de Romanos: “… Dios, cuán inescrutables son tus caminos”. Yo, maravillado, te considero a tí, amigo, una suerte de Eneas, por haber conocido tu misión recién al final de tus agitados viajes.