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lunes, 13 de febrero de 2012

EL RELATO DE HOY





                                          
             Una foto del año 1915



Fernando Augusto Bruno ROBERT había llegado de Francia a los 25 años, con su novia Lucia Garriguez de 17, y una formación cultural acorde con sus pretensiones de inmigrante adelantado. Desembarcó en Patagones, cumplió su sueño de casarse en Argentina, así lo hicieron en acuerdo con su pretendida, que también soñaba con tener muchos hijos; sueño que, atento a la fotografía, cumplió con amplitud. Alumbraba el primer sol del siglo XX y don Fernando, en estrecha amistad con Mario Tomás Perón, convinieron trasladarse a la Patagonia y dedicarse a la cría de ovejas en una zona naturalmente privilegiada por la exuberancia de sus pastizales. El joven matrimonio Robert acrecentó su familia y se aposentó en Camarones constituyendo, muy cerca, un establecimiento ganadero donde ya varios inmigrantes habían elegido para su vivienda; el manantial, el arroyo, el agua surgente que aparecía en cada quebrada serpenteando entre plantas y flores, fiel reflejo de persistentes lluvias y de inviernos cálidos a pesar de las nevadas que llegaron a tapar postes de telégrafo, problema para los guarda hilos, oficio que ya no existe, expulsado por el progreso de las comunicaciones.
Los primeros años, quizás décadas, fueron la expresión fulgurante de una naturaleza pródiga que se volvió plañidera cuando las aguas de los manantiales aparecieron salobres, más tarde se escondieron, se cortaron los arroyos, y sólo escarbando la tierra se conseguía el agua formando lo que llamaban aguadas que estancadas, que solamente con la limpieza cotidiana sirvió durante años para el consumo de los animales. Se perdió el berro, la achicoria y otras plantas que nacían silvestres en los manantiales de agua dulce y servían para las exquisitas ensaladas, acompañando el asado de nuestros gauchos. La calidad de vida de aquellos pioneros al arruinarse las quintas, se derrumbó. Todo ello, a consecuencia de iniciarse un período de cambio climático a intervalos de dos o tres años, las lluvias, y con más notoriedad la nieves no se hicieron presentes, que se retiraron paulatinamente de esa amplia zona hasta casi la pre-cordillera.
Comenzó la instalación de molinos de viento con poderosas bombas para extraer el agua de pozos cada vez más hondos y las perforaciones dieron lugar a una escalada de progreso industrial y una mano de obra especializada; el Molinero, que hoy es habitué de la campaña y auxiliar de las ovejas que ansiosas esperan su llegada; ¡se ha roto un molino! 



El viento ha hecho estragos en la rueda del molino y la bomba que arroja agua desde el pozo, está siendo reparada por el Molinero; las ovejas esperan; el cielo límpido no ofrece esperanzas de lluvias y al molino concurrirán a saciar su sed de varios días, desde varias leguas a la redonda.
El hombre, que ha jugado sus cartas al destino, ya definitivas en la cría de ovejas en el campo patagónico, resigna sus apetencias de éxito y entabla su diálogo silencioso con el cielo azul de todos los días, a veces más alegre que los nublados de ceniza que un volcán arroja desde muy lejos. El destino ha recurrido a medios tendenciosos y no muy legales para vencer la impronta del poblador patagónico; hombre tenaz, aguerrido y de espíritu invencible. Se intentó combatir el guanaco, para preservar el agua y aprovechar su piel en la famosa chulengueada, consistente en perseguir su cría, en ese tiempo, muy valiosa. En la foto se ve una guanaca, madre desorientada en la búsqueda de su cría, el chulengo que ha sido cazado desde la cuadrilla.



Solapada actitud del hombre en detrimento de la fauna que le ayuda a soportar las sequías; acá sale con su paso tranquilo el ñandú que en las correrías también ha sido alejado de sus nidos, la disgregación de sus pichones (charitos) que, reunidos, pueden llegar a ser decenas y de varias posturas, todos al cuidado del ñandú macho que los cuida como atendió su nido que la hembra le dejó. 



Toda la fauna, al igual que la flora, interviene en la partida contra el destino que se ha aferrado al cambio climático en una Patagonia que sin nieves de invierno, sin lluvias de verano, ve manifestarse las estaciones del año sólo por la intensidad del  frío o el calor. Otro personaje tan nuestro, herido por las naturales circunstancias adversas en los campos, es el Puestero, y nadie puede hablar del último puestero porque los campos, las estancias, hay que cuidarlos; pero el hombre ha quedado solo, sin la compañía de sus familias que conformaban una realidad social y un aliciente para su alma, una alegría de vivir, ver crecer los hijos. Hoy el Puestero recibe de su familia, visitas; mientras él sale todos los días a recorrer aguadas y molinos. 



Ahí va rumiando soledades el puestero, en su zaino bien cuidado y su perrito compañero; ¿en qué piensa?... En el bullicio de su hogar allá en el pueblo, en los guardapolvos blancos de sus nenes ya listos para la escuela, las promesas de regalos si este año llueve, según la radio lloverá, comprará la bici para los varoncitos y las muñecas a las nenas. Quizás los faldeos se cubran de flores, un ramo para ella juntará en una canasta que, entre tejidos de mimbre azul, ya preparó y dice: “flores para mi amor”.



                            Jorge Gabriel Robert -  febrero 2012















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miércoles, 8 de febrero de 2012

EL RELATO DE HOY





Mesas de café


Juan Bautista Vallés




Pasé  buenas horas de mi vida en mesas de café.
Me inicié en el Abasto Bar de la mano de mi padre.
Vi, con enormes ojos, partidos de damas y de dominó, y escuché los silencios de las piezas de ajedrez.
Me asombré de hombres que masticaban recuerdos que se enredaban en las columnas de humo de los cigarrillos infinitos. Trepaban, por los dibujos de esas nubes ascendentes, ranchos miserables de tierras áridas, rostros de mujeres secados al sol y ojos de madre lejana. También miradas de niños extrañando un padre y variados paisajes vástagos de caprichos de la naturaleza.
El bar tiene un solo sonido en el que se incluyen el que brota de las fichas de dominó colocadas sobre las mesas, pedidos de mozos de saco blanco, comentarios alegres o de bronca, y una vitrolera extraña a mis experiencias.
Tiene también muchos silencios como los de amores frustrados o imposibles ahogados en alcohol, la pasada del quinielero, el riego de esperanza a los sueños de jugar en la primera de San Lorenzo o el de lograr un buen negocio.
Alguna vez el tiempo se lo llevó y el Abasto se fue con su memoria al reino de los silencios. Parece que primero lo abandonaron los hombres que lo frecuentaban y lo acunó entonces la soledad.
Iguales sonidos de bar encontré en las mesas del Café Tortoni cuando ya mis manos escribían llantos del corazón, porque éste ya había amado.
En esas mesas de la Avenida de Mayo garabateaba libretas de tapas negras, soñando que a mi alrededor bailaban versos de Fernández Moreno y se podrían quedar a vivir en el papel.
Las tapas frías del mármol de cada mesa no enfriaban, sin embargo, los ánimos de los políticos de la contra comentando noticias y rumores siempre  favorables a sus ideas. Y compulsivamente ensayaban susurros conspirativos de nunca alcanzar.
Ecos de mesas de billar andadas por bolas y tacos de madera distraían de murmullos de enamorados que, en uno de los reservados del fondo, tejían sueños más benévolos que la realidad actual.
Yo también asenté mis codos y apoyé la cabeza entre mis manos tejiendo anhelos que sabía inalcanzables.
Igual posición me encontré repitiendo en las mesas del Touring destejiendo la vida pasada, buscando sueños que fueron y recuerdos que son.
Y hallé ruidos iguales y otros nuevos.
Y mesas redondas y cuadradas.
Pero mesas de café que no son iguales a las otras. Éstas no tienen vida, aquéllas son compinches de amores conversados, de pérdidas y duelos elaborados en la alterada paz íntima.
Mesas silenciosas para seres que esconden tras miradas ausentes tantas alegrías y tantos dramas como caben en una vida.
En cualquiera de estas mesas en las que eché anclas alguna vez, quisiera hoy apoyar un codo, prender un cigarrillo y pedir un café.
Ver en un instante de magia sentados a amigos y compañeros de tantas otras veces.
Recordar charlas y discusiones con pasión.
Tener en estas arrugas que rodean mis ojos hoy, la mirada de aquellos años de juventud.
Y dejar así inmóvil que el tiempo se agote.
Hasta que un mozo –o un ángel guardián- se acerque y me diga ¡ya cerramos!


Playa Unión, 1997

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miércoles, 1 de febrero de 2012

EL POEMA DE HOY






ACUARELAS DE UN AMANECER PATAGÓNICO

Por Camila Raquel Aloyz de Simonato (*)



El ardiente sol se eleva
rasgando la oscuridad con sus
aceradas espadas
derramando los colores de la aurora
sobre nubes, cielo y tierra.


Rojo, escarlata, coral
argentados azules
aterciopelados negros
grises perlados, van cambiando
su tonalidad.
Anaranjados, amarillentos dorados
pálidos verde limón
diluyéndose, mezclándose
borrándose, palideciendo
en claro
límpido
azul.



(*) Escritora de Comodoro Rivadavia, autora de “Raigambres sureñas (Lo que el viento no arrasó)” - edición del autor, Comodoro Rivadavia, 1984, “Poemas” (1976) y “Habíaunavez. Cuentos”. Docente con una amplia carrera como directora de la Escuela Bilingüe, San Julián (1945/49), profesora de idiomas extranjeros en el Colegio Nacional “Perito Moreno” (1949/67) profesora de la cátedra de inglés en la Universidad “San Juan Bosco” (1963/65) y profesora fundadora del Liceo Militar “General Roca” (1967/77), todos en Comodoro Rivadavia. El presente poema pertenece a su libro“Raigambres sureñas”.
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sábado, 28 de enero de 2012

LA NOTA DE HOY




                YO GRAMÁTICO: UNA CRONICA DEL BUEN HABLAR

Por Jorge Castañeda (*)

Yo, médico. Yo, catedrático. Así supo titular sus libros el bueno de Baldomero Fernández Moreno y  para no ser menos “Yo, gramático” me place titular a esta crónica del buen hablar.
Amerita sacarme el sombrero ante la riqueza del idioma de Miguel de Cervantes, porque el castellano, -al decir de una vieja sentencia- “es muy rico en expresiones idiomáticas”.
Tiene reglas y también excepciones a las reglas. Tiene musicalidad y también luz y color en las vocales: ejemplo de ello dan las obras literarias de don Ramón del Valle Inclán y Ramón J. Sender, para los cuales por ejemplo la a era una vocal blanca.
Yo quisiera como Rubén Darío tomar “un vaso de bon vino” con Maese Gonzalo de Berceo (su apellido es mi seudónimo): escribir tras los vitrales mester de clerecía o tal vez caminar por la campiña conversando como al pasar de “vaqueras hermosas” con el buen Arcipreste.
Echar los versos en “celdillas iguales” o volcar las palabras de la prosa como “gemas preciosas en el saco de terciopelo”.
Escribir lento pero bien; publicar poco y espaciado “porque no se puede echar libros al mundo como quién fríe buñuelos”  como solía decir el manco glorioso de Lepanto; tener muchas lecturas y buenos escritores porque “hacen falta muchos dómines para cultivar la buena prosa de la conversación”.
¿Y qué me cuentan de Roa Bastos y José Camilo Cela?  Esos enseñan a escribir como nuestro compatriota Jorge Luís Borges. Y también Gabriel Miró, un orfebre de la palabra. Y Marechal con el cual hubiera querido sentarme a la mesa del banquete. ¡Oh, Severo Arcángelo, vulcano en pantuflas, padre de los piojos, abuelos de la nada!
Tengo al alcance de mi mano la “Gramática de la lengua castellana”. ¡Qué rigor y justeza para cada vocablo!
¡Qué suenen salvas de culebrinas; qué me acerquen támaras de jacintos; qué hojas de acanto coronen mis sienes!
Afuera el muladar de la quintería desordenada y la aladrería dispersa. Desparpajado y desenvuelto me desternillo de risa. Hago aspavientos. Encuentro mi punto álgido y tirito de frío. Voy al trastero y desempolvo los cachivaches. Me fumo una cachimba. Me calzo los quevedos y desecho el impertinente. Me restriego los dientes con dentífrico concentrado. Coloco una calcomanía en la luneta trasera de mi automóvil. En la esquina de mayor tránsito dirijo el tráfico de rodados y peatones. En la abacería cercana adquiero la quincalla de poco valor y en la rosticería los manjares para el buen yantar a chila come. Me extasío inverecundo ante la dehiscencia de una flor. Tomo el arco y la clava, la primera para alcanzar los temas elevados y la última para los asuntos gallináceos. Si me tratan a mansalva estoy contento. Si es con alevosía me siento defraudado. Si me hacen una zancadilla otra vez me levanto. Prefacio o introito lo mismo de da. Quiero agregar un escolio al tratado. Tiemblo, estoy carambanado. Me pierdo en aguas de borrajas. Subo al carajo. Si hablo tartajeo.
La saeta y el carcaj. La nasa y los pescados. La baca y los petates. El sedal y la caña. La perspectiva y el escorzo. Las estrellas y el astrolabio. La bomba y la adala. La carabela y la falúa. El péndulo y los zahoríes. La vaquería y la dehesa.
Es inane escribir tantas fruslerías; tengo las manos llenas de baratijas. No me asustan los endriagos porque no soy medroso. Y si de embelecos se trata me gustan “los fraguados en la boca”.
“Escudos pintan escudos/ cruzados hacen cruzados/ y tahúres muy desnudos/ con dados hacen condados”. ¡Oh, don Luís de Góngora! Y Baltasar Gracián, tejedor de naderías.
Enalbardo el asno. Paso el alfolí de las ofrendas. Echo los óbolos en el gazofilacio.
Nunca me permitiría escribir “la baca es un hanimal forado de kuero” aunque me divierte la literatura de César Bruto. Elaboro como Juan Filloy palíndromos y digo como Cortázar “salta Lenín el atlas”.
Pongo mi capa en el suelo para que no tengan el mal gusto de suprimir la ortografía.
En Felipe IV, 4 quiero hollar los umbrales de la Real Academia Española.
Pero basta ya. ¡Qué avenamiento de palabras!

(*) Escritor rionegrino. De su libro inédito “Crónicas & Crónicas”.




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martes, 24 de enero de 2012

EL RELATO DE HOY





PENSÉ EN MI LUGAR


Por Héctor Roldán (*)



Pensé en mi lugar. Yo, hombre desarraigado, negador de tradiciones, rebelde de cualquier causa, escéptico, hiriente comentarista de ajenas creencias, pensé mi lugar. Aquel lugar que inútilmente soslayé durante centenares de años y que ahora, en esta inmortalidad profunda, a millones de eones de aquel pedazo de tierra, apareció ante mis ojos desde algún rincón oscuro de mi memoria. ¿Qué representa este recuerdo? ¿Por qué vino ahora que el universo se está contrayendo? ¿Ahora que veo como las estrellas colapsan unas con otras? Me he quedado solo. Será esta soledad última la que disparó desde el fondo de los lóbulos de mi cerebro esta imagen: un niño de espaldas en la tierra contemplando el círculo celeste de la creación. Puedo decir que he vuelto fugazmente a ese instante. A ese instante, ahora que contemplo la ausencia intuida más allá del cataclismo galáctico del cual soy testigo. Único testigo. Ausencia que intuyo como la sombra que siempre me ha acompañado a lo largo de mis días sin fe, sin iglesia, sin comunión. Era, en la perfecta sensación del sinsentido, la risa sarcástica en los actos de emoción religiosa. Era, en la concentrada individualidad de la que hacía gala, la sombra oscura de las fiestas, la disonancia en los ritos. Pura orfandad ensoberbecida.

Pero, ahora, habiendo dejado de lado la rutina de mi vida, veo en su reiteración algo más que pura nada, sino actos de curiosa magia, que constituían un orden, una danza, un alfabeto. Y el mundo, las cosas, se humanizaban ordenándose para el conflicto o para el placer de mi existencia. Eso pensaba ahora que el fin estaba llegando, que contemplaba que lo uno se volvía lo otro y, que aquel sentido cuidadosamente preparado por mí, por mis padres, mis abuelos, todos mis ancestros y todos los otros, por todos los animales, las plantas, los buenos, los malos y los más o menos, por todas las mujeres, por todos los niños, y por todas las cosas del espíritu que usábamos para apuntalar la existencia, mi existencia; se iba diluyendo o explotando, consumiéndose. Más allá, la sombra. La boca feroz del lobo Fenris que venía a cumplir el cometido planificado desde el primer acto de la creación donde la vida ya pergeñó su muerte futura, ese periplo. 

Viaje que yo negaba para no ser parte de este Apocalipsis. De este estallido, de esta inquietud material de las células, de este devenir insoslayable. Sin embargo, en la caída final, aquellos viejos fantasmas venían para darme una guía, una espada y poder decir, pensar, sentir que este era el fin del mundo. De otro modo no lo habría podido decir y estaría extendiéndome en el caos sin sentirlo, sin llorarlo, sin pensarlo. Así vi, las trompetas sonando en cada rincón, escuché la oración y esperé por un último instante de redención mientras todo desaparecía. Desaparecía. Todo. Menos el amor. Menos este amor que siempre vivió en mí aún yo ignorándolo, negándolo y que en este día, el último día, me permitía conocer la infinita dimensión de la tragedia.



(*) Escritor santacruceño. De su blog “El espectro de las cosas”.

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