Una foto del año 1915
Fernando Augusto Bruno ROBERT había llegado de Francia
a los 25 años, con su novia Lucia Garriguez de 17, y una formación cultural acorde
con sus pretensiones de inmigrante adelantado. Desembarcó en Patagones, cumplió
su sueño de casarse en Argentina, así lo hicieron en acuerdo con su pretendida,
que también soñaba con tener muchos hijos; sueño que, atento a la fotografía,
cumplió con amplitud. Alumbraba el primer sol del siglo XX y don Fernando, en
estrecha amistad con Mario Tomás Perón, convinieron trasladarse a la Patagonia
y dedicarse a la cría de ovejas en una zona naturalmente privilegiada por la
exuberancia de sus pastizales. El joven matrimonio Robert acrecentó su familia
y se aposentó en Camarones constituyendo, muy cerca, un establecimiento
ganadero donde ya varios inmigrantes habían elegido para su vivienda; el
manantial, el arroyo, el agua surgente que aparecía en cada quebrada serpenteando
entre plantas y flores, fiel reflejo de persistentes lluvias y de inviernos
cálidos a pesar de las nevadas que llegaron a tapar postes de telégrafo,
problema para los guarda hilos, oficio que ya no existe, expulsado por el
progreso de las comunicaciones.
Los primeros años, quizás décadas, fueron la expresión
fulgurante de una naturaleza pródiga que se volvió plañidera cuando las aguas
de los manantiales aparecieron salobres, más tarde se escondieron, se cortaron
los arroyos, y sólo escarbando la tierra se conseguía el agua formando lo que llamaban
aguadas que estancadas, que solamente con la limpieza cotidiana sirvió durante
años para el consumo de los animales. Se perdió el berro, la achicoria y otras plantas
que nacían silvestres en los manantiales de agua dulce y servían para las
exquisitas ensaladas, acompañando el asado de nuestros gauchos. La calidad de
vida de aquellos pioneros al arruinarse las quintas, se derrumbó. Todo ello, a
consecuencia de iniciarse un período de cambio climático a intervalos de dos o
tres años, las lluvias, y con más notoriedad la nieves no se hicieron presentes,
que se retiraron paulatinamente de esa amplia zona hasta casi la
pre-cordillera.
Comenzó la instalación de molinos de viento con
poderosas bombas para extraer el agua de pozos cada vez más hondos y las
perforaciones dieron lugar a una escalada de progreso industrial y una mano de
obra especializada; el Molinero, que
hoy es habitué de la campaña y auxiliar de las ovejas que ansiosas esperan su
llegada; ¡se ha roto un molino!
El viento ha hecho estragos en la rueda del molino y
la bomba que arroja agua desde el pozo, está siendo reparada por el Molinero; las ovejas esperan; el cielo
límpido no ofrece esperanzas de lluvias y al molino concurrirán a saciar su sed
de varios días, desde varias leguas a la redonda.
El hombre, que ha jugado sus cartas al destino, ya
definitivas en la cría de ovejas en el campo patagónico, resigna sus apetencias
de éxito y entabla su diálogo silencioso con el cielo azul de todos los días, a
veces más alegre que los nublados de ceniza que un volcán arroja desde muy
lejos. El destino ha recurrido a medios tendenciosos y no muy legales para
vencer la impronta del poblador patagónico; hombre tenaz, aguerrido y de
espíritu invencible. Se intentó combatir el guanaco, para preservar el agua y
aprovechar su piel en la famosa chulengueada, consistente en perseguir su cría,
en ese tiempo, muy valiosa. En la foto se ve una guanaca, madre desorientada en
la búsqueda de su cría, el chulengo que ha sido cazado desde la cuadrilla.
Solapada actitud del hombre en detrimento de la fauna
que le ayuda a soportar las sequías; acá sale con su paso tranquilo el ñandú
que en las correrías también ha sido alejado de sus nidos, la disgregación de
sus pichones (charitos) que, reunidos, pueden llegar a ser decenas y de varias
posturas, todos al cuidado del ñandú macho que los cuida como atendió su nido
que la hembra le dejó.
Toda la fauna, al igual que la flora, interviene en la
partida contra el destino que se ha aferrado al cambio climático en una
Patagonia que sin nieves de invierno, sin lluvias de verano, ve manifestarse
las estaciones del año sólo por la intensidad del frío o el calor. Otro personaje tan nuestro,
herido por las naturales circunstancias adversas en los campos, es el Puestero, y nadie puede hablar del
último puestero porque los campos, las estancias, hay que cuidarlos; pero el
hombre ha quedado solo, sin la compañía de sus familias que conformaban una
realidad social y un aliciente para su alma, una alegría de vivir, ver crecer
los hijos. Hoy el Puestero recibe de su familia, visitas; mientras él sale
todos los días a recorrer aguadas y molinos.
Ahí va rumiando soledades el puestero, en su zaino
bien cuidado y su perrito compañero; ¿en qué piensa?... En el bullicio de su
hogar allá en el pueblo, en los guardapolvos blancos de sus nenes ya listos
para la escuela, las promesas de regalos si este año llueve, según la radio
lloverá, comprará la bici para los varoncitos y las muñecas a las nenas. Quizás
los faldeos se cubran de flores, un ramo para ella juntará en una canasta que,
entre tejidos de mimbre azul, ya preparó y dice: “flores para mi amor”.
Jorge Gabriel Robert - febrero 2012
1 comentario:
¡Linda remembranza de otros tiempos a partir de la fotografía de 1915, tocayo! Y linda también la cascada de pensamientos y reflexiones que, disparadas por la foto sepia - como si fuera la primera ficha de dominó-, se va encadenando con las otras imágenes, las de color, que evocan rasgos propios de nuestro campo patagónico, mutantes con el correr de los años. El molinero, la fauna patagónica, el puestero... tus textos son tan descriptivos que también parecen imágenes visuales. En especial el referido al puestero, que refleja acertadamente, en la figura del hombre que no vive con la familia sino que la visita en el pueblo o es visitado por ella algún fin de semana, ese cambio que provoca el paso del tiempo; que es, en resumen, el tema de tu relato. Como siempre, es un gusto leerte en esta página.
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