Aguateca
Por
Olga Starzak
Sus manos se movían con
destreza, en el deleite producido por el contacto de las yemas de los dedos con
el barro blanco del que obtendría la
pieza sagrada. Todo su ser estaba involucrado en ese acto; revelaría el
poder sobre las fuerzas enemigas. El artista solamente desviaba su mirada de la
máscara que poco a poco iba tomando forma, para agregar pigmentos demolidos en
la arenisca que dibujaría el rictus de la boca. Se esmeraba en alisar los pómulos y otorgarle a la frente el indicio de
la inteligencia del rey que, debajo de ella, escondería su rostro en el afán de
ritualizar la ceremonia programada. Siempre que pudiera retornar, siempre que
sus pasos fueran lo suficientemente estratégicos para eludir a sus
perseguidores.
No muy lejos del hombre,
otro también esperanzado, con dedicación trasladaba sus dedos por los agujeros de una flauta de
cerámica. El aire de sus pulmones debía salir con delicadeza para emitir los
sonidos tan suaves que apenas hacían eco en ese terreno enclavado de la selva. En el extremo del instrumento
sostenido con pasión, una caricatura en perfecto tallado parecía otorgarle a esa práctica el poder exultante de la
música maya. Una música que hacía tiempo sonaba nostálgica en los oídos de los
cortesanos.
A orillas del río y
ante la amenaza de una captura, “Piedra Blanca” había desaparecido dejando
detrás sus pertenencias y el mundo que lo había visto luchar, con fuerzas cada
día renovadas, por aferrarse a lo más suyo: la historia que en esa tierra había
decidido encerrar entre muros.
El artesano de piel cobriza serpenteaba ahora entre
callecitas angostas. Cauto, sondeó cada espacio del terreno que se le
presentaba; y cuando las huellas
estuvieron frente a su rostro, inclinó el torso y apoyó las rodillas en
el suelo. Excavó sólo lo necesario como para esconder la máscara protegida por un telar; permanecería
sepultada esperando el momento de ennoblecer a su destinatario.
Desde allí pudo comprobar el preciso instante
en que cesaron los sones ejecutados por
el artista. La imagen del firmamento ahora teñido de púrpura, había sido el
llamado que concentró la atención del hombre. De cara al cielo, la visión
cósmica le adelantó la tragedia. E hizo estallar su flauta en un gemido
agonizante.
Se levantó con premura y apoyando ambos brazos en la roca
que se erguía a pocos metros, reposó unos segundos. Sólo el dios patrono de los
escribientes, desde su majestuosa figura,
podía comprender sus pensamientos.
Cuando retomó la fuerza
grabó en una estela signos que aunque no lo sospechaba, alguna vez serían
descifrados.
Y así aguardó la noche.
Gritos desaforados
provenientes de los guardias interrumpieron la labilidad de su sueño, y pronto provocaron la furia. Sabía
que la conflagración final estaba a
punto de suceder. La sangre sesgaría esa tibia naturaleza.
El silencio se había
apoderado de Aguateca. Desplomado sobre las huellas indelebles que ocultaban los tesoros más valiosos,
algunos minutos antes, el cortesano escuchó por última vez el rugido del
jaguar.
Impávida bajo la tierra
aún sacudida por la violencia, la máscara ya dormía su sueño premonitorio. Ese
sueño que se comenzaría a develar siglos más tarde, en el comienzo de este
otoño húmedo del trópico, cuando el grupo de arqueólogos comenzó las
excavaciones que dieron con la sepultura secreta.
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