LA TRANSFIGURACIÓN DE MAURO
Por Carlos Dante Ferrari
A los
52 años, Mauro llevaba una vida tranquila. Criado en un pueblo chico, había
disfrutado de una infancia feliz. Siempre fue un buen alumno; en especial, le
gustaban los idiomas. Aprendió el inglés y después, en el bachillerato, algo de
francés. Le quedó como asignatura pendiente el italiano, un idioma que amaba
por haberlo oído hablar a su padre, oriundo de Sorrento. Giácomo Benatti
falleció repentinamente, víctima de un ataque cardíaco, cuando Mauro tenía ocho
años. Esa pérdida lo marcó mucho, pero se sobrepuso gracias a su madre, que lo
instó a progresar y a no dejarse vencer por las dificultades.
Empezó a trabajar apenas terminó el
colegio secundario para ayudar a la economía hogareña. Se empleó como
dependiente en un comercio de ramos generales, donde fue haciendo carrera con rapidez;
los dueños apreciaban su buena disposición y una notable capacidad organizativa.
En pocos años llegó a tener funciones gerenciales, con un sueldo razonable que
le permitía ahorrar. Pronto pudo comprar un terreno y su primer automóvil.
Roxana apareció en su vida cuando él ya tenía 28 años y ella, 25. Se
enamoraron a primera vista. El matrimonio llegó después de un breve noviazgo. La
recién casada no tuvo inconvenientes en aceptar que su suegra, ya mayor y
bastante enferma, viviera con ellos. Se mudaron al hogar paterno mientras
construían su primera vivienda en el lote. Tres años más tarde, cuando la casa estuvo
edificada, habían ocurrido dos acontecimientos recientes: la muerte de doña
Laura y el nacimiento del primero de los hijos, Esteban. Alexia vino al mundo dos
años después, complaciendo el deseo de la madre de tener una hija. A esa altura
Mauro ya estaba habilitado y al frente del almacén de ramos generales, que por
entonces era uno de los comercios más tradicionales de la ciudad.
La vida familiar transcurría sin
sobresaltos. Los hijos crecieron, terminaron sus estudios secundarios y
decidieron seguir carreras universitarias en Buenos Aires. Sus padres estaban
dispuestos a complacerlos, pese al dolor que significaba verlos partir. Primero
se fue Esteban; quería ser arquitecto y mostraba tener todas las condiciones
para esa profesión. Dos años más tarde le siguió Alexia, con clara vocación por
la abogacía. Los hermanos compartían un pequeño departamento alquilado en el
barrio de San Telmo y cursaban estudios en la universidad estatal.
Cierto día los hijos recibieron una
mala noticia: Mauro había tenido un fuerte desvanecimiento y estaba internado en
terapia intensiva, en estado de coma.
Apenas regresaron a la casa familiar, la madre les dijo que estaba
esperando los resultados de los primeros estudios; entre ellos, una resonancia
magnética y una tomografía. El neurólogo los citó dos días más tarde. Habían
detectado la presencia de un tumor de casi cinco centímetros de diámetro;
estaba localizado entre el hipocampo y el cerebelo. Las imágenes con contraste
indicaban una textura homogénea, compatible con un aparente faringioma, aunque
su localización era bastante atípica. “Si el diagnóstico se confirmara, probablemente
se trate de un tumor benigno”, agregó el médico, con el propósito de
tranquilizarlos.
Desesperada, Roxana le preguntó qué medidas pensaba tomar. “Por el
momento quiero esperar el resultado de otros estudios y análisis, señora. Les pido
que tengan un poco de paciencia; de aquí al miércoles decidiremos con el equipo
los pasos a seguir. En estos casos es
importante ver cómo evoluciona el cuadro. Para su tranquilidad, desde el punto
de visto cardiológico su marido está muy bien. Lo tenemos bajo control y en lo
inmediato no corre mayores riesgos”.
Alexia y Esteban lograron asimilar con rapidez la situación y apoyaron
las palabras del profesional, instando a la madre a aceptar la propuesta
médica. “Esperemos hasta el miércoles, mamá, como dice el doctor; faltan apenas
dos días”. Los tres se retiraron bastante acongojados, aferrándose a la
posibilidad de que se confirmara el diagnóstico de un tumor benigno. Por el
momento, esa era la única luz alentadora que podían vislumbrar al fondo del
túnel.
Para sorpresa de todos, Mauro despertó día lunes por la tarde. Se lo
veía muy bien, notablemente animado. La mañana siguiente lo pasaron a una
habitación común. La única novedad era que ahora el paciente se expresaba
únicamente en idioma italiano. Al principio la familia llegó a suponer que era
tan solo una imitación, un cocoliche inventado, pero uno de los clínicos conocía
la lengua toscana, y después de escucharlo un buen rato les aseguró que lo
hablaba con toda fluidez.
“¿Y qué es lo que dice, de qué habla?”, preguntó Roxana, angustiada.
“De nada en particular” –les contestó el médico–, “frases simples, generalidades.
Se manifiesta contento por sentirse muy bien, pregunta cuándo podrá volver a su
casa, dice que tiene ganas de comer una buena pasta; cosas por el estilo”.
Por si esto fuera poco, también había cambiado mucho su personalidad. De
ser un hombre poco locuaz, ahora Mauro hablaba hasta por los codos, reía y
hasta cantaba antiguas canzonetas.
Un psicólogo convocado al efecto arriesgó la posibilidad de que se
tratara de una grabación mental precoz de palabras y canciones oídas al padre
cuando era muy chico. “No olvidemos que el tumor está presionando áreas
vinculadas a la memoria” –les dijo–. “Tal vez eso le ha despertado ahora
recuerdos sepultados en el inconsciente”.
Esteban y Alexia también estaban desconcertados aunque, tal vez por su
juventud, no tomaban esta situación tan a la tremenda como Roxana. Los divertía
ver a su padre tan alegre, dicharachero, cargado de buenas energías. No
entendían muy bien lo que decía, pero captaban el sentido general de sus frases
y lograban comunicarse con él. Mauro, por su parte, comprendía todo lo que se
le preguntaba en castellano, aunque sus respuestas siempre eran en el idioma
peninsular.
El panorama se complicó cuando la familia tuvo una nueva reunión con el
neurocirujano. El médico parecía bastante desorientado en cuanto al camino a
seguir. Era estimulante comprobar –dijo–
que la protuberancia no daba signos de seguir creciendo. Sin embargo, al propio
tiempo admitió que la presencia de ese cuerpo extraño en el cerebro había alterado
la conducta del paciente en forma profunda; de no adoptarse alguna medida, sería
poco probable que volviera a su estado anterior. “Es muy importante evaluar
alternativas”, –les hizo notar el doctor Laveira–. “Tengan en cuenta que la
extirpación constituye una cirugía del alto riesgo”.
Aquí fue donde la reacción de Roxana introdujo un factor inquietante:
ella quería a su marido, no a ese hombre desconocido que parecía haberse
introducido de pronto en él como un impostor. Primero fue una leve protesta,
pero luego, al ver que el médico no parecía tener intenciones de hacer algo
concreto, su reclamo se volvió enérgico. Lloró, gritó y exigió que “le
devolvieran a su esposo”.
Los hijos estaban desconcertados. ¡Su padre se veía tan feliz, tan
saludable!
De pronto Alexia tuvo una idea que logró descomprimir la presión del
momento.
–Doctor: ¿usted considera que es urgente tomar una decisión, o podríamos
esperar unos días más para ver cómo evoluciona mi papá?
–La verdad es que mientras su padre no vuelva a tener otro episodio de
pérdida del conocimiento, no advierto ninguna necesidad de hacer algo inmediato.
Es más, dudo que el coma se repita; pienso que fue una reacción defensiva
inicial del organismo, pero ahora lo veo compensado, con los parámetros
fisiológicos normales. En fin, señora –agregó, dirigiéndose a Roxana–, creo que
podemos mantenerlo internado y en observación por lo menos otra semana más.
La mujer aceptó a regañadientes. Los hijos, en cambio, suspiraron
aliviados.
Durante los días siguientes Mauro se veía cada vez más fortalecido, y
por la misma razón, empezaba a volverse impaciente. Quería volver a su casa;
estaba cansado del sanatorio y del pollo con puré de zapallo. Él quería devorar
una buona pasta. Roxana se
exasperaba. Los hijos trataban de calmarlo, le hacían bromas, le pedían que
entonara alguna de esas cancioncillas divertidas, y él finalmente obedecía de
buen talante. En su fuero íntimo, Alexia se decía a sí misma que nunca había
disfrutado tanto la compañía de su padre.
Finalmente un par de episodios se concatenaron para desatar la furia de
la esposa.
El primero fue un viernes al atardecer. Mauro hablaba animadamente sobre
algún episodio de pesca que parecía recordar de su juventud. Lo extraño es que
él jamás había salido a pescar. De repente Esteban, intrigado, decidió hacerle
una pregunta:
–Eh, papá, ¿y cuál es tu nombre, eh?
El hombre lo miró con sorpresa y protestó:
–¿Ma qual'è il problema con te? ¡Ciccio,
Ciccio è il mio nome, figlio! ¡Cosa succede! ¿Oppure hai dimenticato?
¡Chicho! Aquel hombre tan juicioso al que Esteban había tenido durante
años por su padre, ahora venía a ser el desconocido e inefable Chicho. Ni más ni menos.
Con ingenuidad imprudente, el hijo tuvo la mala idea de contárselo a su
madre y a Alexia, que habían salido a comprar galletitas y gaseosas, apenas
volvieron. Roxana no lo toleró.
–¡Basta ya, se terminó! ¡Esto es
demasiado! ¿Quién es este impostor que ha usurpado el cerebro de mi marido? ¡Quiero
hablar con el doctor Laveira! ¡Que lo operen ya mismo, que me devuelvan a mi
Mauro!
Y prorrumpió a llorar con desesperación. No había manera de consolarla.
El segundo suceso ocurrió a la madrugada del día siguiente. Mauro se
levantó para ir al baño; tal vez por un leve mareo, resbaló contra el lavabo y
se lastimó la frente. Era una herida sin importancia, aunque sangró bastante.
La enfermera dio el aviso, llamaron a la familia y cuando llegaron, lo
encontraron tranquilo en la cama, con la cabeza vendada. Chicho los saludó
festivamente en italiano.
Roxana y sus hijos se reunieron
con Laveira ese mismo día por la tarde. La mujer estaba dispuesta a emplear
todos los argumentos necesarios para poner término a esa situación. Le hizo
notar que el señor de la habitación 319 ya no se reconocía a sí mismo, que
decía llamarse “Chicho” y que evidentemente su tumor estaba empeorando, prueba
de lo cual era la peligrosa caída que había tenido en el baño. Cuando notó que
persistía cierta vacilación en el neurólogo, mencionó la posibilidad de hacer
un planteo “institucional”. Entonces Laveira cedió.
–Está bien, señora. Lo
operaremos. Pero eso sí: necesitaré que firme un consentimiento informado.
–Desde ya, cuente con eso
–contestó Roxana, girando el rostro hacia sus hijos en forma desafiante. Ambos
bajaron la mirada.
***
La operación se realizó cuatro días después y duró casi cinco horas. Cuando
el doctor Laveira salió del quirófano, agotado, le dijo a la familia que creía
haber extirpado el tumor completo. Ahora era necesario “esperar la respuesta
orgánica del paciente”. Lo tendrían en terapia durante varios días, hasta que
recobrara el conocimiento.
Y el que regresó a la realidad era Mauro. Un Mauro débil, prematuramente
envejecido, con ciertas dificultades en su oralidad y un visible deterioro de
la memoria. El resultado de la biopsia indicó que el tumor era benigno y no
existían riesgos de que volviera a atacar.
La recuperación fue muy lenta. Durante casi dos meses estuvo en silla de
ruedas, hasta que al fin pudo empezar a caminar, ayudado por un bastón.
Roxana y los hijos evitaban referirse al pasado. Algo parecía haberse
roto entre ellos.
Un día Alexia le preguntó a su madre si le parecía bien que volviera a
Buenos Aires. “Estoy a tiempo para anotarme a cursar dos materias, mami”, le
dijo a modo de excusa. Lo cierto era que quería irse cuanto antes de aquella
casa. Recibió el consentimiento con alivio. Pocos días después la siguió
Esteban.
Roxana quedó sola con su amado esposo. Todas las mañanas lo ayudaba a
levantarse, le preparaba el desayuno, prendía la radio, escuchaban las noticias
y abría las cortinas de par en par, tratando de que volviera a entrar la alegría
a su casa. Pero Mauro había cambiado. Si antes era parco, reservado, ahora ya
ni siquiera hablaba. Se limitaba a responder brevemente a las preguntas o a los
cuidados de su mujer: “sí”, “no”, “gracias”, “bueno”. Eso era todo.
Una madrugada Roxana lo oyó farfullar algo. Mauro estaba soñando. Le
tocó el hombro para ver si se despertaba, pero no. De pronto creyó escuchar
alguna palabra en italiano.
–¿Chicho? –preguntó. Su voz
era casi un grito.
–¡Chicho! –insistió–. ¿Sos vos, Chicho?
–¿Eh, qué..? ¿Te pasa algo,
Roxana?
Mauro se dio vuelta. Su rostro parecía conservar un rayo de alegría que,
en la leve penumbra del dormitorio, se diluía poco a poco.
–No, no me pasa nada, querido.
Se ve que soñabas. Dormí, dormí.
Y conteniendo la respiración, Roxana hundió la cabeza bajo la frazada, para que él no la viera llorar.