RETORNO
Por Olga Starzak
Nada alrededor me es conocido, o al menos es eso lo que me pareció en
un principio. La inmensidad del mar me estremece. Estoy tendida sobre la cima de un médano. El
sol calienta impiadoso y mis ojos hacen
esfuerzo para mantenerse abiertos. ¿Son estos los médanos que en algún pliegue
de mi mente recuerdo como aquellos que me protegieron del viento y acariciaron
mi piel con la calidez de sus areniscas? No lo sé.
Acostada sobre mis espaldas elevo el torso tratando de encontrar otros
indicios, pero no observo nada alentador. Y estoy sola. Absolutamente sola.
Es raro, nunca me gustó la soledad.
Vuela un ave en el espacio abierto de este espacio que no reconozco.
Posa las patas en la superficie acuosa. La miro absorta: es el único ser
viviente en este paraje de vastas dimensiones. Mete una y otra vez el pico en
el agua, a un ritmo sin pausa, propagando ondas sutiles que dibujan un contorno
semicircular..., y se pierde ante mis
ojos.
El sol encandila; se encuentra en el punto exacto en el que cae perpendicular
al eje de la tierra.
Llevo las manos al rostro y recorro cada centímetro. Me duelen los
párpados y detengo allí las yemas de los dedos. No soporto la oscuridad que yo
misma me provoco y busco la luz; también me duele. Toco las mejillas que –como
un áspero papel- siento en las palmas, y recuerdo mi pelo ondeado. En un acto
reflejo trato de abarcarlo con ambas manos; me sorprendo, cortos mechones
cubren mi cabeza. No puedo comprobar que sigan siendo negros, como creo que
debieran ser...
Noto que los labios están ajados, y por primera vez en estos...
¿minutos, horas, días...? Siento la imperiosa necesidad de humedecer la lengua.
Trato de levantar mi cuerpo, ese menudo cuerpo que no sé cuándo ha
adquirido formas adultas; no logro incorporarme en un primer intento; supera mis fuerzas a pesar de la fragilidad
guardada en mis recuerdos. Lo hago rodar por la costa inclinada que me llevará
a la orilla del mar. Se me eriza la piel al contacto con el agua. Busco beberla
con afán. Me contraigo ante el gusto tan salobre, pero no lo rechazo.
Estoy vestida con una falda blanca de largo irregular, acomodada en la
cadera. Cubre mi pecho el sostén de un traje de baño, también blanco. Mis pies
están descalzos. Por su tersura parece que nunca hubiesen caminado por el terreno pedregoso de esta playa.
Trato inútilmente de recordar.
¡Paula! Sí, me llamo Paula. Evoco mi nombre para escucharme. La primera
vez se escurrió un hilo de voz, entrecortado, pero pronto adquirió un
tono grave y más nítido. ¿Era esta mi voz?
No lo sé.
Camino hasta los médanos desérticos. Y allí vuelvo a recostarme.
El sol se apiada de mí y al fugarse en el crepúsculo me proporciona una
penumbra arrobadora. La sensación de paz me entrega al sosiego.
-Paula, Paula... ¿dónde estás?
-¡No lo sé! –grito. Y es mi propia voz la que me despierta.
Estoy tendida en el mismísimo lugar donde –quién sabe cuánto tiempo
antes- el sueño me venció.
Mientras camino hacia la costa en el intento de mojar otra vez mis
labios, una luz a la derecha me detiene. Parece suspendida en el aire. Es
intensa; la imagino como el foco de un
viejo faro. Me devuelve una esperanza. Es allí donde pronto dirigiré mis
pasos, apenas la claridad del día vuelva a acompañarme.
Un montículo de arena hace las
veces de almohada; con las nalgas improviso un espacio que se amolde a las
curvas de mi cuerpo. Con la pollera cubro el pecho protegiéndolo del aire que
ahora percibo más fresco.
En el horizonte, la luna se muestra con todo su esplendor; y es en las
formas que dibujan su interior donde descubro un indicio más de una existencia
que procuro develar; de una vida que no es esta.
Aún abrumada, y con la mirada fija en aquella luz, recuerdo una igual
que –quién sabe cuándo- me sedujo, obnubilándome.
Al amanecer comienzo a transitar con lentitud hacia el rumbo elegido.
Hoy hay nubes encapotando la atmósfera. No sé cuánto es el tiempo que llevo
caminando pero no siento signos de cansancio.
A medida que voy avanzando, las partículas de arena dejan lugar a
piedras de diferentes tamaños, todas
redondeadas. Formas rocosas
comienzan a dificultar mi paso y poco después el terreno emprende una bajada.
Sigo ese camino sin sendero con la certeza de que es aquel y no otro el que
debo andar. Desaparece de mi vista el océano; veo una pendiente que se extiende
hundiéndose en la superficie como si una fuerza descomunal hubiese tirado de
ella desde la profundidad de la tierra.
La soledad aprieta mi garganta. Poco después descubro el devastador
panorama que mi memoria se niega a descifrar. Primero son restos de materiales
corroídos, muros que otros muros han derribado, escombros y más escombros. A
veces tapados de arena y otras al descubierto desde sus raíces. Pero siempre
muestras cadavéricas de un paraje donde la vida fue protagonista. Restos arquitectónicos
de una vida sin vida.
A
lo lejos diviso una esfera de color dorado; me llama la atención porque allí
todo se ha teñido de gris. Y entre peñascos y alambres, entre moles de
cemento y enrejados de hierro, me acerco lo suficiente como para ver la cúpula.
¿Es ésta la cúpula de aquel santuario donde pasaba mis horas vespertinas? Una
cruz reposa sobre ella y a sus costados, los altos muros de mármol se mantienen
intactos. ¡Sí, lo es!
Mi vida en esta dimensión es ahora nítida.
Más tarde, aún conmovida, camino hacia el sitio donde presumo que
moraba.
Olas delirantes, olas asesinas.
Imagino
que todo sucedió en un tiempo lejano; este cataclismo necesitó de muchos años
de intenso viento, de tempestades, de otras olas igualmente aniquilantes.
Lentamente me alejo. Mis pasos me devuelven a la cima del médano. La
luz es ahora intensa. Se aproxima. Puedo observar ahora su forma ovalada.
Está
cada vez más cerca.
Me
enceguece.
Me
envuelve aquel mismo sopor.