EL MILAGRO DEL RIEGO
Por Jorge Eduardo Lenard Vives
Muchos de los colonos galeses que llegaron
al Valle del Chubut en 1865 no eran eruditos en la ciencia de la agricultura.
Para colmo venían de un país de clima húmedo, en el cual la abundancia de
lluvias permitía el cultivo al secano. La pertinaz falta de precipitaciones
pluviales sorprendió a los chacareros, cuyas cosechas fracasaban año tras año.
Hasta que por fin, de la mano de Rachel Evans y de su marido Aaron Jenkins,
llegó el milagro del agua. Como dijera un poco inspirado poeta:
Milagro del
agua. ¿Cómo sucedió? Y veían
el agua
alegre cantar en las zanjas.
¿Cómo
sucedió? Y tomaron la azada
e hicieron
canales y abrieron la tierra para regar sus plantas.
La figura de este matrimonio de labradores
que abrió el camino para que el valle tornase de estéril baldío en oasis feraz,
fue objeto de la atención de varios escritores. Por ejemplo, de Oscar Camilo
Vives; quien en su cuento “Una tierra ancha y buena” detalla así el momento
álgido:
Bajo
la tarde que cae tibia, la luz solar se cierne sobre el valle revistiéndolo de
una encalmada calidez. En un súbito impulso toma la pala y sale resuelta. El
suelo arenoso de la orilla del río cede fácilmente al mordisco del afilado
acero y poco a poco consigue excavar una somera zanja hasta el borde del
terreno sembrado. Y entonces, de pronto, el agua, liberada, corre viva, ancha,
rueda palpitante por la pendiente; se divide en arroyuelos alegres que
arremolinados reptan juguetones… La mujer permanece callada ante el milagro que
ha generado. Ahora todo estará bien. Esta será a tierra buena y ancha de la
promesa y de sus esperanzas.
También Alejandra Vilela en su excelente
relato “Rachel corazón de viento (Año del Señor de 1867)”, describe la ocasión
crucial, en forma distinta pero igualmente emotiva:
Cuando
llegó hasta el lote sembrado se dio vuelta y vio a Rachel alisando las paredes
de la zanja. Sonrió ante la manía de prolijidad de su esposa. Fue a buscarla,
le dio la mano y caminaron juntos hacia el río. Allí le dio la pala a ella para
que cortara la pequeña compuerta de tierra. Había sido su idea, ella merecía el
honor de dejar entrar el agua. Apenas clavó la pala comenzó a entrar el agua,
que avanzaba lenta camino al trigal... Este año, la familia Jenkins-Evans
tendría trigo. En este año, el valle del Río Chubut vería su primera cosecha.
En este año del Señor de 1867, Rachel Evans había descubierto el riego.
Cuando comenzó la colonización del Valle
del Río Negro, pobladores galeses del Chubut migraron hacia aquella zona; y se
destacaron en la construcción de los canales que permitieron la irrigación.
Esto está muy bien narrado por Dora Noemí Martínez de Gorla en su libro “La
colonización del riego en las zonas tributarias de los ríos Negro, Neuquén,
Limay y Colorado”, que señala la importancia de las obras hechas por los
chubutenses del siguiente modo:
Esto
era una prueba, una vez más, de la confianza que la Nación había depositado en
los desolados territorios patagónicos. Y junto a la acción del gobierno estaba
la pujanza del trabajo pionero, encarnado en esta oportunidad por el ingeniero
Owen y sus galeses, quienes se perpetuarían en la historia de la Isla Grande de
Choele Choel, como los grandes constructores de canales, cuyas obras fueron las
únicas, que por muchos años sirvieron a la irrigación de las parcelas agrícolas…
La epopeya del riego en los valles
rionegrinos entusiasmó a Vicente Blasco Ibañez. En 1911, el escritor español
invirtió su capital en una empresa colonizadora que dio lugar a la localidad de
Cervantes. La aventura quedó reflejada en su obra “La tierra de todos”; cuyo
argumento gira en torno al tema de esta nota. A modo de ejemplo se citan
algunos párrafos:
Al
fin el gobierno había reanudado los trabajos. El río era vencido poco a poco,
aceptando el obstáculo del dique y los canales de Robledo y Watson se empapaban
con las primeras aguas, dejando correr por su lecho fangoso el riego
vivificante… El milagro del agua realizaba un sinnúmero de milagros
secundarios. Acudían a la muerta población hombres de todos los países,
deseosos de roturar un suelo que podía después ser suyo. Una costra de verde
tierno y luminoso iba cubriendo los campos antes polvorientos. Los matorrales
secos y punzantes cedían el sitio los árboles jóvenes. Nutridos por la savia de
una tierra dormida durante miles de años, y refrescados incesantemente por el
agua que corría á sus pies, realizaban en el corto plazo de varias semanas
prodigiosos estiramientos.
Tampoco el poeta Raúl Entraigas escapó al
influjo del maravilloso ingenio que permite trocar el desierto en campos
fértiles. Así lo señala en “El poema del Río Negro”:
El agua
fecunda
se volcó
sobre el duro terreno
y se alzó, a
su conjuro, la chacra,
cornucopia
de tiempos modernos.
Claro está que para los colonos de las
tierras a orillas de los ríos patagónicos, el agua fue una bendición. Pero en
otras oportunidades se trocó en pérdidas y tristezas, como consecuencia de las
periódicas inundaciones que los castigaban hasta que fueron realizadas las
obras hidráulicas necesarias para domeñarlos. Pero esa es otra historia, que
merece ser contada a su debido tiempo.