JUNTOS
Por
Martha Perotto
(*)
Ella fue a reconocer el cuerpo. En la sala del pequeño
hospital, se veían, sobre una camilla, dos bultos cubiertos por un lienzo
blanco. Sintió frío, un frío intenso que le llegó a los huesos.
Los amigos que hicieron el rescate se
llevaron sus pertenencias.
***
El clavo siguiente iba a ser más difícil que el anterior. La
posición era terriblemente incómoda. Se sentía el “hombre mosca” adherido a un
techo de piedra y hielo.
Finalmente logró un buen enganche y sacó la piqueta del
cinturón. Lo martilleó un poco de costado, pero quedó firme. Lo probó. Sería el
punto de apoyo más importante para el tramo final. Con un gesto indicó a su
compañero que podía avanzar.
***
¿La tormenta? La tormenta es una contingencia en la montaña.
Habían vivido muchas veces el camino de las cimas. Ella miró por la ventana y
no pudo divisar el pico. El cerro estaba cubierto de nubes densas. El viento
era muy fuerte y caía aguanieve.
“¡Morir de frío! Dicen que llega un momento en el que el
cuerpo pierde sensibilidad y entre en un sueño cada vez más profundo que
termina en la muerte”. Revolvió pensativa el hielo en el vaso y al tomar
conciencia de su frialdad tuvo que dejarlo sobre la mesa.
Los amigos la acompañaban en la espera. Nada podía hacerse hasta
que cesara el temporal.
Se acercó al fuego encendido y deseó poder transmitir a la
pequeña carpa lejana su sensación de calor. Más, deseo estar ahí para compartir
la misma suerte.
***
¿La tormenta? La tormenta es una contingencia en la montaña.
La avalancha fue lo que los separó del resto del grupo, quedaron él y Francisco
en una situación comprometida. Francisco estaba malherido. Aferró la carpa a
una saliente y quedó suspendida sobre el abismo, golpeada por la fuerza del
viento y la nieve.
Por la mañana, Francisco había muerto y él comprendió que
pronto lo seguiría. Comenzó a dominarlo la desesperación y se sintió al borde
de la locura.
Debía darse coraje de algún modo. Tomó la cámara filmadora
que lo acompañaba siempre en su mochila y decidió filmarse a sí mismo en el
momento final.
***
Él había sido muy sincero cuando le propuso matrimonio y,
mientras hablaba, se recortaba nítida, detrás de él, la silueta del cerro bajo
la última luz de la tarde. Esa era la imagen del matrimonio, él y la montaña.
Había aceptado esas condiciones que significaron años sin
verano, viajes del hemisferio norte al hemisferio sur para seguir el camino de
la nieve. Ese duro mundo fue convirtiéndose también en el de ella. Se hizo
común alternar situaciones extremas con la vida lujosa de los centros
deportivos.
Vivían entre la gente de la alta sociedad, la atendían, pero
no formaban parte de su clan. Los poderosos sólo les daban las posibilidades
económicas, ésas que les permitían hacer lo que realmente disfrutaban,
Todas las actividades del grupo implicaban riesgos. Jugaban
en los filos montañosos con la divisoria entre la vida y la muerte. La
prudencia y la planificación metódica acompañaban esos ejercicios. El
atropellado, el que no tenía coraje de arriesgar, debía irse. Se fue formando
así un grupo interesante.
Poco a poco, no fue el esquí sino la escalada la actividad
más importante a la que se volcaron todas las posibilidades económicas y los
esfuerzos. Así, volvieron los veranos, sólo que juntos a las moles más imponentes
del planeta. De cada ventana de los hogares temporarios se veía un cerro. Cada
trasfondo de una fotografía era montañoso.
***
“La montaña cobra sus vidas, pero el nuestro no es un
desafío estéril. Es siempre un vencerse a sí mismo llegar a los propios
límites. No lo hacemos por conseguir un nuevo récord. Mirar el mundo desde la
cima más alta es entrar a formar parte de una confraternidad de iniciados”,
decía siempre.
***
Lo enterraron en el cementerio de la montaña, la que
finalmente lo había conseguido para sí; descansaba en su seno, no en el de
ella.
Entró, luego del entierro, en una preocupante apatía. Nada
la distraía de sus pensamientos. No quitaba los ojos del cerro.
Los amigos decidieron, no sin temor, que ella tenía derecho
a ver el video que grabara su esposo. Se lo entregaron.
***
La imagen no era demasiado clara y se mantenía fija. El
único cambio que se percibía en ella era el de un leve movimiento de los labios
en un rostro de barba escarchada, pero la voz se oía nítida.
“Amor: No sé si esta decisión se va a transformar para vos
en una tortura: voy a filmar mi muerte. No lo hago con ánimo morboso sino que
para mí es el único modo de sentirme cerca. ¿Ves? Te hablo y me serena. Hace un
momento temblaba de miedo, no de frío; ahora sé que de algún modo estás
conmigo, siento tu presencia, hasta el calor de la chimenea junto a la que
seguro debes encontrarte en este momento.
Estoy suspendido sobre la nada, colgando de la pared y con
la carpa apenas apoyada en una saliente. Francisco ha muerto y yo soy el que
sigue, una avalancha nos separó de los demás, no sé qué habrá sido de ellos.
Estoy rezando, después de tantos años estoy rezando.
Al irte transmitiendo este mensaje me invade una gran paz.
No es una entrega animal frente a lo inevitable. Es una paz que hace que mi
cuerpo parezca flotar, que hace que me sienta más allá del bien y el mal, del
dolor y del goce, del terror, de la soledad. ¿Estaré por conocer el último de
los secretos de la vida? No le temo, me siento lúcido para descifrarlo, sereno
para enfrentarlo. Te amo”.
Y luego, nada. No más sonido, solo una imagen fija en la que
era imposible señalar el momento de cruce hacia otra frontera.
(*) Escritora rionegrina. Este
relato fue tomado de si libro “Cuentos para un invierno largo” (Imprenta de la
loma, El Bolsón, 2da edición, 2006).