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martes, 22 de marzo de 2016

EL CUENTO DE HOY




JUNTOS

Por Martha Perotto (*)



Ella fue a reconocer el cuerpo. En la sala del pequeño hospital, se veían, sobre una camilla, dos bultos cubiertos por un lienzo blanco. Sintió frío, un frío intenso que le llegó a los huesos.
         Los amigos que hicieron el rescate se llevaron sus pertenencias.

***

El clavo siguiente iba a ser más difícil que el anterior. La posición era terriblemente incómoda. Se sentía el “hombre mosca” adherido a un techo de piedra y hielo.
Finalmente logró un buen enganche y sacó la piqueta del cinturón. Lo martilleó un poco de costado, pero quedó firme. Lo probó. Sería el punto de apoyo más importante para el tramo final. Con un gesto indicó a su compañero que podía avanzar.

***

¿La tormenta? La tormenta es una contingencia en la montaña. Habían vivido muchas veces el camino de las cimas. Ella miró por la ventana y no pudo divisar el pico. El cerro estaba cubierto de nubes densas. El viento era muy fuerte y caía aguanieve.
“¡Morir de frío! Dicen que llega un momento en el que el cuerpo pierde sensibilidad y entre en un sueño cada vez más profundo que termina en la muerte”. Revolvió pensativa el hielo en el vaso y al tomar conciencia de su frialdad tuvo que dejarlo sobre la mesa.
Los amigos la acompañaban en la espera. Nada podía hacerse hasta que cesara el temporal.
Se acercó al fuego encendido y deseó poder transmitir a la pequeña carpa lejana su sensación de calor. Más, deseo estar ahí para compartir la misma suerte.

***

¿La tormenta? La tormenta es una contingencia en la montaña. La avalancha fue lo que los separó del resto del grupo, quedaron él y Francisco en una situación comprometida. Francisco estaba malherido. Aferró la carpa a una saliente y quedó suspendida sobre el abismo, golpeada por la fuerza del viento y la nieve.
Por la mañana, Francisco había muerto y él comprendió que pronto lo seguiría. Comenzó a dominarlo la desesperación y se sintió al borde de la locura.
Debía darse coraje de algún modo. Tomó la cámara filmadora que lo acompañaba siempre en su mochila y decidió filmarse a sí mismo en el momento final.

***

Él había sido muy sincero cuando le propuso matrimonio y, mientras hablaba, se recortaba nítida, detrás de él, la silueta del cerro bajo la última luz de la tarde. Esa era la imagen del matrimonio, él y la montaña.
Había aceptado esas condiciones que significaron años sin verano, viajes del hemisferio norte al hemisferio sur para seguir el camino de la nieve. Ese duro mundo fue convirtiéndose también en el de ella. Se hizo común alternar situaciones extremas con la vida lujosa de los centros deportivos.
Vivían entre la gente de la alta sociedad, la atendían, pero no formaban parte de su clan. Los poderosos sólo les daban las posibilidades económicas, ésas que les permitían hacer lo que realmente disfrutaban,
Todas las actividades del grupo implicaban riesgos. Jugaban en los filos montañosos con la divisoria entre la vida y la muerte. La prudencia y la planificación metódica acompañaban esos ejercicios. El atropellado, el que no tenía coraje de arriesgar, debía irse. Se fue formando así un grupo interesante.
Poco a poco, no fue el esquí sino la escalada la actividad más importante a la que se volcaron todas las posibilidades económicas y los esfuerzos. Así, volvieron los veranos, sólo que juntos a las moles más imponentes del planeta. De cada ventana de los hogares temporarios se veía un cerro. Cada trasfondo de una fotografía era montañoso.

***

“La montaña cobra sus vidas, pero el nuestro no es un desafío estéril. Es siempre un vencerse a sí mismo llegar a los propios límites. No lo hacemos por conseguir un nuevo récord. Mirar el mundo desde la cima más alta es entrar a formar parte de una confraternidad de iniciados”, decía siempre.

***

Lo enterraron en el cementerio de la montaña, la que finalmente lo había conseguido para sí; descansaba en su seno, no en el de ella.
Entró, luego del entierro, en una preocupante apatía. Nada la distraía de sus pensamientos. No quitaba los ojos del cerro.
Los amigos decidieron, no sin temor, que ella tenía derecho a ver el video que grabara su esposo. Se lo entregaron.

***

La imagen no era demasiado clara y se mantenía fija. El único cambio que se percibía en ella era el de un leve movimiento de los labios en un rostro de barba escarchada, pero la voz se oía nítida.
“Amor: No sé si esta decisión se va a transformar para vos en una tortura: voy a filmar mi muerte. No lo hago con ánimo morboso sino que para mí es el único modo de sentirme cerca. ¿Ves? Te hablo y me serena. Hace un momento temblaba de miedo, no de frío; ahora sé que de algún modo estás conmigo, siento tu presencia, hasta el calor de la chimenea junto a la que seguro debes encontrarte en este momento.
Estoy suspendido sobre la nada, colgando de la pared y con la carpa apenas apoyada en una saliente. Francisco ha muerto y yo soy el que sigue, una avalancha nos separó de los demás, no sé qué habrá sido de ellos. Estoy rezando, después de tantos años estoy rezando.
Al irte transmitiendo este mensaje me invade una gran paz. No es una entrega animal frente a lo inevitable. Es una paz que hace que mi cuerpo parezca flotar, que hace que me sienta más allá del bien y el mal, del dolor y del goce, del terror, de la soledad. ¿Estaré por conocer el último de los secretos de la vida? No le temo, me siento lúcido para descifrarlo, sereno para enfrentarlo. Te amo”.
Y luego, nada. No más sonido, solo una imagen fija en la que era imposible señalar el momento de cruce hacia otra frontera.



(*) Escritora rionegrina. Este relato fue tomado de si libro “Cuentos para un invierno largo” (Imprenta de la loma, El Bolsón, 2da edición, 2006).



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