LA ALTERNATIVA
Por Fernando Nelson (*)
Por Fernando Nelson (*)
Federico Guiguet debió morir, inadvertidamente, el 12 de
septiembre de 1956 en el Hospital de Clínicas, a consecuencia de una
peritonitis.
Pero algún mecanismo del destino falló porque el hombre
soportó la fiebre atroz y pudo, al cabo de varios días de pesadilla, recuperar
su alicaída salud. Dado de alta, vagó por la ciudad antes de volver a su
tierra. Quería saborear el simple pero impensado hecho de saberse aún con vida.
Finalmente inició su largo viaje en tren, un viaje cansador que lo dejó en el
corazón de la Patagonia. En la estación ventosa y olvidada estaba aún su
carretón y su caballo. Federico Guiguet pagó al hombre que los había cuidado y
enfiló con ansiedad hacia su campo.
En el camino pensó. Pensó sin olvidar ni un solo día de
agonizante fiebre. Atrás quedaba la ciudad infame con su hospital de las noches
de insomnio y de labios resecos.
Tres días viajó, y tres noches, y en la culminación del
tercer día avistó los límites de su campo. Cuando pudo distinguir el techo de
su estancia presintió que ya no se repetiría la abominable experiencia y ahora,
sólo el recuerdo de su esposa muerta podía entristecerlo.
Apenas llegado mató de un tiro a su caballo, y silenciando
el eco del estampido letal, el hombre percibió (saboreó) la total soledad y
recién entonces entró en la casa.
Los días pasaron y transcurrieron los meses y en su
voluntario aislamiento trabajó la tierra, caminó los senderos y leyó cada uno
de los libros que pudo hallar. Alguna vez notó que releía, y también que muchas
veces había sembrado y cosechado.
De a poco la meditación ocupó sus horas y reparó entonces en
detalles que antes había ignorado: su barba y su pelo que no crecían desde la
operación, ni sus uñas… Pensativo se dirigió al espejo y se observó
detenidamente. En los varios años que calculaba transcurridos, su cuerpo y su
rostro en nada habían cambiado.
En un principio, la expectativa por su inmutabilidad
despertó su imaginación. Luego, la idea de verse excluido de los planes de Dios
cruzó por su mente, y cuando nuevos pormenores convirtieron la suposición en
certeza, el hombre comenzó a inquietarse.
Pensó, entonces, en la repetición futura de cada acto. Pensó
en cada libro que debía irremediablemente volver a leer. Pensó en la
continuidad cíclica de los días y las noches, de las siembras y las cosechas,
las que se convertirían en una sucesión infinita de actos no compartidos.
Pensó, ostensiblemente nervioso, en la prolongación eterna de esa soledad que
ya no soportaba, y del recuerdo tristísimo de su amada, la difunta. Por último
pensó, y tembló al hacerlo, en su caballo muerto; sin él, el escape de esa
soledad era sencillamente inconcebible. No sin horror aceptó la amarga verdad y
con ella la única, la ineludible alternativa.
(*) Escritor chubutense,
actualmente radicado en Puán (Buenos Aires). Este cuento fue tomado de su libro
“El Retorno” (Editorial El Regional, Rawson, 1984).
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