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miércoles, 5 de noviembre de 2014

EL CUENTO DE HOY



El viejo camino de tierra (*)

Por Patricio Donato



      El sol de otoño brillaba débilmente sobre la Patagonia central. El viento era suave, apenas una brisa del sur que bajaba la temperatura, anunciando la posible llegada de mal tiempo. En un rincón remoto de la extensa meseta se hallaba un humilde caserío resguardado en una hondonada. En los alrededores la geografía era espartana, una planicie que se extendía hasta el horizonte con mínimas ondulaciones en el terreno arcilloso y reseco. Por doquier pululaban los rústicos arbustos típicos de la región: piquillines, jarillas, coirones, y algarrobos. La fauna silvestre, igual de rústica y opaca, se escondía en las irregularidades del terreno y las marañas de arbustos entrelazados.

      A un par de centenas de metros al sur del caserío había dos niños que jugaban en el medio del campo, correteando entre los arbustos y las irregularidades del terreno. Buscaban lagartijas, unos pequeños reptiles que se mimetizan con el suelo con tanta perfección que sorprenden al caminante con su repentino movimiento, que las hace salir disparadas en busca del resguardo de los matorrales espinosos. Los niños que vivían en aquel lugar tenían pocas diversiones a las que dedicarse, y una de las más comunes era la caza de lagartijas. En realidad era la única a la que se le podía llamar juego, a pesar de lo que significa cazar un animal, ya que las otras diversiones estaban asociadas a trabajos con una finalidad, como el arreo de ovejas o la búsqueda de frutos silvestres.

      Los niños estaban agazapados, en silencio, cuando un ruido lejano, grave pero muy débil, llamó su atención. No era el inconfundible ruido de los caballos, ni tampoco eran las ovejas, porque las pocas que aún quedaban estaban a buen resguardo en la zona de mallines al norte del caserío. Desde que las cosas fueron de mal en peor y no se supo nada más del resto del mundo, las ovejas se empezaron a cuidar como si de hermanos se tratase. El ruido, que lentamente crecía en intensidad, era sin lugar a dudas provocado por un automóvil. Pero los niños sabían que en el escuálido pueblo apenas quedaban dos o tres vehículos en condiciones de usarse, y todos ellos estaban bien resguardados, evitándose a toda costa su uso.

      La curiosidad pudo más que el temor, y los niños corrieron hasta una pequeña elevación del terreno a pocos metros de ellos. Al llegar arriba, se encontraron con el viejo camino de tierra que antaño era la vía de entrada al pueblo. Éste se hallaba salpicado de pequeños arbustos que reclamaban el terreno que injustamente el hombre les había arrebatado durante muchas décadas. Siguiendo la traza del olvidado camino, a lo lejos, se veía un reflejo cristalino que se movía, acompañado de una nube de polvo traslucida que señalaba el sentido del movimiento. Un leve estremecimiento, producto del miedo, dejó paralizados a los niños, cuando se dieron cuenta que lo que estaba circulando por ese camino era un automóvil y que, para colmo de males, venía hacia el pueblo. Ellos no recordaban lo que había pasado, pero en el pueblo siempre contaban que todo había desaparecido y que el camino de tierra jamás volvería a usarse. A excepción de las huellas que servían para comunicar a las familias que vivían internadas en las zonas más desoladas de la meseta, no había ninguna comunicación por tierra con ningún otro pueblo.

      Los niños se largaron a correr en dirección al caserío, impulsados por el miedo a lo desconocido. Se suponía que nadie podía venir de allá, ni del este, ni del oeste, ni el norte ni el sur. El mundo se limitaba a la meseta, con sus suaves lomadas, sus tristes mallines y lagunas secas, sus míseros arroyitos y la pobre gente que lo habitaba. Con suerte llegarían a unas trescientas o trescientas cincuenta almas, no más. Pobladores de campo, unos cuantos residentes estables del pueblo, y algún extranjero caído allí durante los tiempos de confusión que precedieron a la desaparición de todo. Pero ya habían pasado cuatro inviernos desde la llegada de la última persona. Era un hombre de ciudad, que decía ser médico, que llegó buscando amparo y contención. Él fue quien dijo que ya no quedaba nada allá, que todo había desaparecido. Los valientes, o locos, que salieron en busca del mundo regresaron diciendo que todo era polvo o directamente no regresaron.

      Sortearon la tranquera que hace las veces de entrada al pueblo con la facilidad característica de los niños que se crían al aire libre, entre caídas y magullones. Gritaron con fuerza y muchas caras se asomaron a las sucias ventanas y surgieron de las desvencijadas puertas. Los mayores rodearon a los chicos y éstos les contaron lo que habían visto: un automóvil, polvo, el camino viejo. No hicieron más que terminar la historia cuando todos escucharon el ronco bramido de un motor a explosión, que delataba a un vehículo subiendo por la irregular trepada que llevaba al pueblo. Algunos hombres silenciosos entraron de nuevo en sus respectivas casas y salieron por atrás, armados con viejos fusiles y escopetas de caza. Las mujeres reunieron a los pocos chicos del pueblo y los escondieron en cobertizos y galpones. El resto de los hombres se dirigió a la tranquera de entrada, a la espera de lo que iba a pasar. Algunos de ellos, que vivían parte del año en puestos alejados una decena de kilómetros del pueblo, habían contado historias sobre encuentros con personas errantes llegadas de allá, de donde no quedaba nada, y decían que ya no eran hombres, sino pálidas imitaciones, dementes y enfermos. En esos casos los abandonaban cerca de alguna laguna y nunca más se sabía de ellos.

      Interminables segundos después apareció la fuente de ruido sobre la cuesta. Era una vieja y enorme camioneta blanca sobre la cual pesaban cientos de miles de kilómetros recorridos. El motor dejó de rezongar por la subida y la camioneta bajó lentamente la cuesta, deslizándose casi con fragilidad hasta detenerse a escasos centímetros del decrepito portal del pueblo. Los hombres pasaron al otro lado de la tranquera para averiguar quien había llegado. Examinada de cerca, la camioneta lucía destartalada por los cuatro costados, con trozos de chapa saliéndose y agujeros de óxido, y sus cuatro neumáticos apenas si estaban inflados. Nadie en el pueblo se hubiese animado a recorrer esas extensas soledades en tales condiciones.

      Los hombres se agruparon a ambos lados de la camioneta para ver su interior. Al volante se hallaba un joven de unos escasos treinta años, sucio y fatigado, de ojos cansados y gesto tranquilo. Era delgado, de tez morena, y estaba aferrado al volante con determinación, como si estuviese dispuesto a partir nuevamente. Su acompañante era una joven mujer de edad similar, de pelo rubio despeinado, con mirada somnolienta.

     —Buenas tardes —saludó el muchacho al volante
      —Buenas tardes  —respondió uno de los hombres del pueblo, de espesa barba, que parecía ser el líder.

      Todos se quedaron en silencio. Solo se escuchaba el ronquido sereno del motor de la camioneta y el ulular producido por la brisa del sur.

          —Nos alegramos de encontrar gente de nuevo, hace muchos meses que no vemos a nadie  —dijo el muchacho de la camioneta mientras trataba de esbozar algo parecido a una sonrisa.
—¿Podemos quedarnos con ustedes? —preguntó la chica, con un ligero temblor de voz.

      Otra vez quedaron todos en silencio. Casi cuatro años habían pasado desde el arribo de la última persona al pueblo, por lo que esta situación los tomaba desprevenidos. Ellos eran hospitalarios, pero con las cosas que habían sucedido no podían confiar fácilmente en nada ni nadie que viniese de allá lejos, por el camino de tierra.

—¿Dónde está el resto? ¿Cuántos quedan? —preguntó el líder.

      El muchacho y la chica se miraron en silencio, y ella empezó a sollozar.

—La última persona que vimos fue a su hermana —dijo el muchacho, señalando a su acompañante con la cabeza— hace unos tres meses, pero ahora ya no está, sólo somos nosotros dos… y esta vieja camioneta que se está quedando sin combustible .
—Aparte de ustedes… ¿Cuántos más quedan Allá? ¿Va a venir alguien a ayudarnos? —insistió el líder.

      Nuevamente el silencio. Una fuerte ráfaga de viento frío sopló desde el sur, y algunos se dieron vuelta a mirar el horizonte, donde unas incipientes nubes negras anunciaban una posible tormenta.

—Nadie… no queda más nadie. Nosotros dos somos los últimos. Nadie más va a venir— dijo el muchacho.

     Se examinaron y desafiaron mutuamente con la mirada, y el muchacho volvió a recalcar su afirmación:

—Nunca más… nadie vendrá, nunca más.

     Los hombres se retiraron y debatieron rápidamente, con pocas palabras y gestos severos. Al final de la improvisada deliberación, el líder se dirigió hacia los dos jóvenes, y esbozando una sonrisa franca les dijo:
—Sean bienvenidos, pueden quedarse en nuestro pueblo.

      Los jóvenes respiraron aliviados, y todo el cansancio y dolor de sus rostros se esfumó, dando lugar a un alivio que no han podido sentir en los últimos meses. Alguien abrió la tranquera y les hizo señas para que pasen. El muchacho se aprestó para entrar la camioneta, pero antes le preguntó al líder:

—Una pregunta más… ¿Cómo se llama este pueblo?

     El líder miró en dirección al triste caserío y en un par de segundos pasaron muchas imágenes por su mente: el trabajo duro del campo, la pobreza, las carencias, la gente que llegó de afuera, y la ominosa situación en la que vivían desde hace cuatro años. Se le hizo un nudo en la garganta cuando recordó que había mandado a sus dos hijos a estudiar a la ciudad, para que pudiesen tener un futuro mejor al de un puestero rural como él. Nunca más había sabido de ellos, desde que el resto del mundo se apagó con un silencio sepulcral, un silencio para el cual todavía no había podido encontrar respuesta.

     Un trueno apagado se escuchó a lo lejos. El hombre de espesa barba sacudió la cabeza, volvió a mirar al muchacho, y aclarándose la voz le respondió:

     —Hace muchos años tuvo un nombre, pero ese nombre era para el mundo de aquel entonces. Desde hace cuatro años, en vista de lo que ha pasado, hemos decidido rebautizarlo. Simplemente lo llamamos “Mundo”, porque es el único mundo que aún existe.




(*) Este cuento ha sido  publicado en la antología del "1º Concurso de Relato Corto, Temática Libre" del portal Zonaereader.
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sábado, 1 de noviembre de 2014

EL POEMA DE HOY



                                    RAMADALES


                    Por Silvia Sánchez (*)




       Hoy me crecen ramas.

       Desde los poros abiertos
       surgen insistentes
       lentas
       fuertes
       tersas.
       Ramadales verdecidos
       que me escogen como humus
       protuberante.
       Y me comen
       las raíces
       como esporas.
       Sorben de mi jarro
       contenido de nutrientes.

       Me asoman selvas
       deshabitadas de pájaros
       entre los pliegues
       de mi piel arena
       y bosques de coníferas
       en las vertientes.
       Hoy vierto líquidos
       por las fauces
       y los sexos.

       Hoy he verdecido
       con ganas de que me habiten.





   (*) Escritora de General Roca. Su blog http://sanchezsilvia.blogspot.com.ar/



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miércoles, 29 de octubre de 2014

EL CUENTO DE HOY


Cuento ganador de la competencia N° 19 del Eisteddfod del Chubut 2014.




Pedro Piedra

Por Alejandra Vilela (*)




   “Pedr Roberts, tienes dos minutos para presentarte limpio y peinado para ir a la capilla” dijo en tono bajo y severo la madre de Pedro. 

   “Se hace tarde”, acotó su Nain con un dejo de dulzura.

   Pedr se miraba preocupado en el espejo del baño. No acertaba a acomodar su flequillo de forma convincente para parecer adulto. Sus pantalones le quedaban cortos y casi no cerraban en la cintura, clara evidencia de su crecimiento, pero su rostro seguía con esa indignante “piel de duraznito” que tanto parecía agradar a Nain Hannah.  Debía apurarse si aspiraba a obtener un buen asiento en la capilla. Trofana, la hija del reverendo, seguramente estaría sentada en la primera fila, junto a su hermana Morfydd. Si no llegaba temprano, no lograría encontrar un sitio desde donde mirarla durante la clase dominical sin que su madre lo advirtiera.

   Trofana concurría al Ysgol Ganolfadd y Wladfa, como él, pero era un año mayor y raramente le dirigía la palabra. O la mirada. Ni siquiera sus silencios le estaban dirigidos. Sólo lo ignoraba, mientras él hacía esfuerzos sobrehumanos por llamar su atención. Todas las noches ensayaba una frase para impresionarla, pero al día siguiente, cuando Trofana entraba con su vestido blanco con cuello de encaje y sus medias negras, él, Pedr Roberts, se transformaba en una piedra blanca, igual a las de la fachada de su casa. Sus cuerdas vocales se fosilizaban, no encontraba los sonidos en su garganta. Sabía la frase, pero era absolutamente incapaz de emitirla. En esos momentos Christmas Roberts siempre advertía su desazón y le gritaba “Pedro Piedra” burlándose de su nombre bíblico, de su frase atorada en la garganta, de su gesto pétreo, de su silencio pertinaz.

    Pedr suspiró, abandonó el flequillo a su libre albedrío y decidió dejar de auto-compadecerse. Apresuró el paso para alcanzar a Nain que ya iba camino al puente sobre el río Camwy. Su madre lo miró de reojo, desaprobando el peinado, pero Nain Hannah le guiñó imperceptiblemente un ojo. Su Nain siempre le daba valor. Ella lo veía bueno, educado, gentil y hasta hermoso. Claro que era su abuela…

   Entró en la capilla del brazo de Nain, erguido para maximizar su escasa estatura. Nain, como si leyera su pensamiento (¿lo leería?), se ubicó sin titubear detrás de Trofana. Pedr se deslizó por el largo banco lustroso. Una nueva capilla estaba a punto de inaugurarse, pero él prefería la capilla Bethel vieja. Era más pequeña y la feligresía tendía a apiñarse en el escaso espacio disponible. Pedr soñaba con que algún día, aunque fuese por azar, quedase al lado de Trofana y pudiese arrimarse a ella lo suficiente para aspirar su aroma. Christmas decía que olía a jazmines, pero él nunca había visto u olido un jazmín. Daba igual, seguramente Christmas mentía para molestarlo.  Nain decía que Christmas lo hostigaba por envidia. Envidiaba su hermosa Casa de Piedra y sus orejas “normales”. Sonrió pensando en las pantallas que emergían airosas como asas del cráneo de Christmas. Su madre percibió su distracción e inmediatamente le aplicó un codazo, reclamando silencio, atención y devoción con la mirada.

   El reverendo John Caerenig Evans seguía con su letanía interminable de palabras. Ese zumbido monótono le daba la oportunidad de practicar la frase que le diría a Trofana a la salida de la clase dominical. La invitaría a ver la obra del túnel del ferrocarril. Con su Nain claro, de otro modo el reverendo no le permitiría ir. Había escuchado decir a Trofana que quería ir a ver el túnel, pero que su padre no la autorizaba a ir sola. Su hermana no estaba interesada en acompañarla y su madre no tenía las piernas buenas para la caminata.  Pero Nain lo ayudaría, estaba seguro.



   Esperó con paciencia a que terminara la clase dominical. Respiró hondo. Juntó valor. Exhaló el aire. Nain siempre decía que la respiración profunda ayudaba a tranquilizar el espíritu. No estaba del todo seguro de que el miedo visceral que sentía fuese “intranquilidad de espíritu”, pero no se le ocurría ninguna otra cosa para hacer.  Inhalaba, retenía el aire repitiendo su frase “Trofana Evans, ¿quieres acompañarnos a Nain Hannah y a mí a ver la obra del túnel ferroviario?”, exhalaba. Esto no estaba bien. Debía ser capaz de respirar y hablar al mismo tiempo, sino no llegaría al final de la frase sin sonar como un fuelle viejo.

   Otra vez.

   Inhalar, Trofana Evans… exhalar. Inhalar. Quieres acompañarnos. Exhalar.
Era ridículo respirar tan seguido.

   Otra vez.

   Inhalar. Trofana Evans, quieres acompañarnos. Exhalar. Ya iba mejor. Definitivamente.

   El reverendo estaba terminando con el martirio dominical. Él, en su profundo interior, aún no había decidido si debía creer en dios  o no. Un obrero francés que trabajaba en el túnel le había dicho que un viejo matemático de su país decía que era más conveniente creer que no creer, porque si uno creía y se equivocaba, no pasaba nada, mientras que si no creía y se equivocaba, te condenabas por toda la eternidad.  Ese inquietante pensamiento, rayano en la herejía, lo hacía prestar atención a las palabras del Reverendo. Por un rato al menos.  Su mente divagaba por estos pensamientos prohibidos cuando empezó el movimiento. La gente comenzaba a caminar. Sólo debía levantarse,  hablar y respirar al mismo tiempo. Tres cosas sencillas que hacía a diario. Podía hacerlo.

   Trofana y Morfydd se levantaron de su asiento. Este era el momento clave. Tenía que hacerlo antes de que salieran de su alcance y se perdieran en la feligresía.

   Respiró hondo y logró decir en voz alta: “Trofana Evans”…  (Estaba hablando!!! ¡Lo estaba haciendo!) Su garganta había funcionado y Trofana lo había oído decir su nombre.

   Trofana y Morfydd se dieron vuelta y lo miraron. Pedr, embriagado de éxito se levantó de golpe. En el mismo instante en que retomaba la frase, escuchó el sonido de su pantalón que se descosía en la retaguardia. Quedó petrificado, como su nombre, como su casa, como siempre. Sus mejillas ardían de horror. Estaba seguro de que todos estaban mirando sus calzones. Incapaz de pensar o moverse cedió al empujón de su madre, que lo sentó de un golpe mientras se escuchaba en el fondo de la capilla a Christmas Roberts gritando, burlón, “Pedro Piedra….Pedro Piedra”.





(*) Alejandra Vilela vive en una chacra en Treorci llamada Bod Amlwg, y según sus propias palabras, "... su casa no está llena de cuartillas manuscritas de cuentos inconclusos (ni terminados). No escribe nunca. Sólo para el Eisteddfod (y sobran los dedos de un ave para contar sus participaciones anteriores)". Es bióloga de profesión, corre maratones sin apuro y dice ser lectora compulsiva, tanto así como para subir al Aconcagua cargando en la mochila un libro electrónico.



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lunes, 27 de octubre de 2014

LOS POEMAS DE HOY

POEMAS GANADORES DEL EISTEDDFOD DEL CHUBUT 2014





MEDALLA DE PLATA "ASOCIACIÓN SAN DAVID"




Patio de lilas




Patiecito soleado perfumado de lilas,

en el patio del aljibe y a la sombra del parral.

Las madreselvas trepan buscando los jazmines

La hamaca del abuelo se mueve sin cesar.

El perro se entretiene jugando con el gato,

mi hermano en el ciruelo aprisionó un gorrión.

En la cocina a leñas la vieja cocinera

batiendo el chocolate entona una canción.

Hoy es mi cumpleaños, la casa está de fiesta,

alegres cortinados de rojo bermellón,

adornan las ventanas de nuestra galería.

Remolinos de acacias la brisa levantó.

Las sombras se derraman sobre el patio dormido,

se apagaron las luces del viejo caserón,

a lo lejos se escucha el canto de algún grillo…

Un rayito de luna se trepó a mi balcón.


Edith Albaini




CORONA DE PLATA "MUNICIPIO DE TRELEW"




Escribir nuestros nombres



Escribir un poema

en el medio del odio

es como hacer un hijo

a la intemperie

contra todos los aires

de tormenta

contra el triunfo preciso

de ese odio triunfante

Escribir un poema de amores

pájaros en su vuelo

viento de panaderos

es ganar a la muerte

la victoria del día

cotidiano

Escribir un poema

lleno de nombres tibios

que suenen como el pan

Ana, María, Libertad

Que suenen como el agua

Juan o Manuel, Leonardo

Que suenen como los sueños

Ángela, Macarena

Que suenen a Victoria,

Guido querido.

Escribir tras las piedras

con la mano que queda

enjugando la última lágrima

escribir el suspiro

escribir la memoria

escribir la palabra

escribir, todavía, por la sangre del nombre

-por la ausencia del nombre-

como si fuera un parto

como si fuera un pacto

sin silencios.



Viviana Ayilef







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sábado, 25 de octubre de 2014

EL ADIÓS A UNA AMIGA



CARMEN LARRABURU





   Hoy amanecí, debido a una publicación en la red social, con la presunción de que algo terrible podía haberle pasado a Carmen Larraburu. De inmediato busqué, inquieta y movida por el afecto, una información fidedigna. Los medios a nuestro alcance, hoy, nos ofrecen la inmediatez de la información que, a veces nos negamos a creer.

   Carmen nos había dejado... Nos había dejado sin huellas de su partida. Tal vez en un acto tan sublime como realista, ella había previsto que quienes la queríamos, no nos viésemos sumidos en la angustia, la tristeza o la desolación de saberla herida, a punto de abandonar su manto corporal y volar al espacio que ella, ya en su imaginación, ya conocía.

   Nos habíamos contactado a partir de su deseo de mejorar su escritura. Pensaba que yo podía ayudarla en algunos aspectos técnicos. Después de encontrarnos personalmente y quedar ligadas ambas en el respeto y la admiración profunda, comenzamos a intercambiar correos con frecuencia. En cada entrega literaria que Carmen depositaba en mi buzón, me dejaba absorta; enfrascada en el mundo de magia y fantasía que recreaba con absoluta espontaneidad; y me lo entregaba en series, con personajes que tenían tanta vida como la vida que ella misma valoraba. Los colores y las formas que deslizaba a través de sus pinceles, ahora se sumergían entre las letras del teclado de su ordenador. Entonces yo, acostumbrada a la lectura, descubrí que el arte y la sensibilidad, la creación y la ternura, el ingenio y la imaginación (virtudes todas de no tantos) atravesaban el mundo espiritual y la vida misma de esta artista que, hasta entonces, sólo conocía a través de su actividad plástica. 

   Iniciamos así una relación frontal, de compartir nuestras experiencias artísticas pero, especialmente, de conocernos como mujeres, de confiar la una en la otra, de sentirnos identificadas a través de afectos comunes, de compartir proyectos... 

   Cada tanto, a media mañana en mi oficina, me anunciaban la visita de Carmen Larraburu. Y nada más traspasar el corto pasillo, sobrevenía la charla amena, la risa franca, una tarjeta con su última muestra o exposición, aquella que vendría, aquí, en playa, en el interior de la Provincia, o en México. Un regalo de Navidad, Las fotos de su nieta, la que la acompañaría en sus viajes; el recuerdo de sus adoradas hijas, la presencia (siempre) de su compañero. Otros nietos, más amigos, afectos de ayer y de siempre... 

   El mundo del arte se colaba entre las venas de esta mujer que de pronto mostraba su veta más aventurera y de allí se inmiscuía la más conservadora. Que podía hacernos reír con una ocurrencia sorpresiva o dejarnos sobrevolar, al instante, con el fantasma de una realidad cruda. Y sin embargo hacerlo desde la sonrisa y la resignación, desde la actitud inteligente y la experiencia de vida...

   La mujer de ojos grandes y mirada apacible partió tempranamente, dejándonos su legado artístico y su extraordinaria personalidad. Sin embargo -quienes tuvimos el privilegio de conocerla- lucharemos por mantener intacto el recuerdo de su sonrisa, de su voz, y su inexplicable capacidad de hacer de lo más difícil un acto de amor. 

    A su familia y afectos más cercanos, todo nuestro cariño.



Olga Starzak 





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