Cuento ganador de la competencia N° 19 del
Eisteddfod del Chubut 2014.
Pedro Piedra
Por Alejandra
Vilela (*)
“Pedr Roberts, tienes dos minutos para
presentarte limpio y peinado para ir a la capilla” dijo en tono bajo y severo
la madre de Pedro.
“Se hace tarde”, acotó su Nain con un dejo de
dulzura.
Pedr se miraba preocupado en el espejo del
baño. No acertaba a acomodar su flequillo de forma convincente para parecer
adulto. Sus pantalones le quedaban cortos y casi no cerraban en la cintura, clara
evidencia de su crecimiento, pero su rostro seguía con esa indignante “piel de
duraznito” que tanto parecía agradar a Nain Hannah. Debía apurarse si aspiraba a obtener un buen
asiento en la capilla. Trofana, la hija del reverendo, seguramente estaría sentada
en la primera fila, junto a su hermana Morfydd. Si no llegaba temprano, no
lograría encontrar un sitio desde donde mirarla durante la clase dominical sin
que su madre lo advirtiera.
Trofana concurría al Ysgol Ganolfadd y
Wladfa, como él, pero era un año mayor y raramente le dirigía la palabra. O la
mirada. Ni siquiera sus silencios le estaban dirigidos. Sólo lo ignoraba,
mientras él hacía esfuerzos sobrehumanos por llamar su atención. Todas las
noches ensayaba una frase para impresionarla, pero al día siguiente, cuando
Trofana entraba con su vestido blanco con cuello de encaje y sus medias negras,
él, Pedr Roberts, se transformaba en una piedra blanca, igual a las de la
fachada de su casa. Sus cuerdas vocales se fosilizaban, no encontraba los
sonidos en su garganta. Sabía la frase, pero era absolutamente incapaz de
emitirla. En esos momentos Christmas Roberts siempre advertía su desazón y le
gritaba “Pedro Piedra” burlándose de su nombre bíblico, de su frase atorada en
la garganta, de su gesto pétreo, de su silencio pertinaz.
Pedr suspiró, abandonó el flequillo a su
libre albedrío y decidió dejar de auto-compadecerse. Apresuró el paso para
alcanzar a Nain que ya iba camino al puente sobre el río Camwy. Su madre lo miró de reojo,
desaprobando el peinado, pero Nain Hannah le guiñó imperceptiblemente un ojo.
Su Nain siempre le daba valor. Ella lo veía bueno, educado, gentil y hasta
hermoso. Claro que era su abuela…
Entró en la capilla del brazo de Nain,
erguido para maximizar su escasa estatura. Nain, como si leyera su pensamiento (¿lo
leería?), se ubicó sin titubear detrás de Trofana. Pedr se deslizó por el largo
banco lustroso. Una nueva capilla estaba a punto de inaugurarse, pero él
prefería la capilla Bethel vieja. Era más pequeña y la feligresía tendía a
apiñarse en el escaso espacio disponible. Pedr soñaba con que algún día, aunque
fuese por azar, quedase al lado de Trofana y pudiese arrimarse a ella lo
suficiente para aspirar su aroma. Christmas decía que olía a jazmines, pero él
nunca había visto u olido un jazmín. Daba igual, seguramente Christmas mentía
para molestarlo. Nain decía que
Christmas lo hostigaba por envidia. Envidiaba su hermosa Casa de Piedra y sus
orejas “normales”. Sonrió pensando en las pantallas que emergían airosas como
asas del cráneo de Christmas. Su madre percibió su distracción e inmediatamente
le aplicó un codazo, reclamando silencio, atención y devoción con la mirada.
El reverendo John Caerenig Evans seguía con
su letanía interminable de palabras. Ese zumbido monótono le daba la
oportunidad de practicar la frase que le diría a Trofana a la salida de la
clase dominical. La invitaría a ver la obra del túnel del ferrocarril. Con su Nain
claro, de otro modo el reverendo no le permitiría ir. Había escuchado decir a
Trofana que quería ir a ver el túnel, pero que su padre no la autorizaba a ir
sola. Su hermana no estaba interesada en acompañarla y su madre no tenía las
piernas buenas para la caminata. Pero
Nain lo ayudaría, estaba seguro.
Esperó con paciencia a que terminara la
clase dominical. Respiró hondo. Juntó valor. Exhaló el aire. Nain siempre decía
que la respiración profunda ayudaba a tranquilizar el espíritu. No estaba del
todo seguro de que el miedo visceral que sentía fuese “intranquilidad de
espíritu”, pero no se le ocurría ninguna otra cosa para hacer. Inhalaba, retenía el aire repitiendo su frase
“Trofana Evans, ¿quieres acompañarnos a Nain Hannah y a mí a ver la obra del
túnel ferroviario?”, exhalaba. Esto no estaba bien. Debía ser capaz de respirar
y hablar al mismo tiempo, sino no llegaría al final de la frase sin sonar como
un fuelle viejo.
Otra vez.
Inhalar, Trofana
Evans… exhalar. Inhalar. Quieres
acompañarnos. Exhalar.
Era ridículo respirar tan
seguido.
Otra vez.
Inhalar. Trofana
Evans, quieres acompañarnos. Exhalar. Ya iba mejor. Definitivamente.
El reverendo estaba terminando con el
martirio dominical. Él, en su profundo interior, aún no había decidido si debía
creer en dios o no. Un obrero francés
que trabajaba en el túnel le había dicho que un viejo matemático de su país decía
que era más conveniente
creer que no creer, porque si uno creía y se equivocaba, no pasaba nada,
mientras que si no creía y se equivocaba, te condenabas por toda la
eternidad. Ese inquietante pensamiento, rayano en la herejía, lo hacía prestar atención
a las palabras del Reverendo. Por un rato al menos. Su mente divagaba por estos pensamientos
prohibidos cuando empezó el movimiento. La gente comenzaba a caminar. Sólo
debía levantarse, hablar y respirar al
mismo tiempo. Tres cosas sencillas que hacía a diario. Podía hacerlo.
Trofana y Morfydd se levantaron de su
asiento. Este era el momento clave. Tenía que hacerlo antes de que salieran de
su alcance y se perdieran en la feligresía.
Respiró hondo y logró decir en voz alta:
“Trofana Evans”… (Estaba hablando!!! ¡Lo
estaba haciendo!) Su garganta había funcionado y Trofana lo había oído decir su
nombre.
Trofana y Morfydd se dieron vuelta y lo
miraron. Pedr, embriagado de éxito se levantó de golpe.
En el mismo instante en que retomaba la frase, escuchó el sonido de su pantalón
que se descosía en la retaguardia. Quedó petrificado, como su nombre, como su
casa, como siempre. Sus mejillas ardían de horror. Estaba seguro de que todos
estaban mirando sus calzones. Incapaz de pensar o moverse cedió al empujón de
su madre, que lo sentó de un golpe mientras se escuchaba en el fondo de la
capilla a Christmas Roberts gritando, burlón,
“Pedro Piedra….Pedro Piedra”.
(*) Alejandra Vilela vive en una chacra en Treorci llamada Bod Amlwg, y según sus propias palabras, "... su casa no está llena de cuartillas manuscritas de cuentos inconclusos (ni terminados). No escribe nunca. Sólo para el Eisteddfod (y sobran los dedos de un ave para contar sus participaciones anteriores)". Es bióloga de profesión, corre maratones sin apuro y dice ser lectora compulsiva, tanto así como para subir al Aconcagua cargando en la mochila un libro electrónico.
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