LA HOGUERA DE LOS CÁTAROS
Por Carlos Dante Ferrari (*)
Siempre te obsesionó el fuego. Todavía te
persigue el recuerdo de haberte quemado los dedos cuando eras un chico de seis
o siete años, mientras aprendías a encender los fósforos de una caja robada al
bolsillo de tu padre. Años después, ya en la adolescencia, vinieron otras rutinas
más osadas. Te gustaba ir a pescar al río o alejarte a pie entre los montes,
esas correrías que combinaban el deseo de una absoluta soledad con la
omnipotencia de gobernar tus acciones; la satisfacción de sentarte en algún
lugar tranquilo, cavar un hoyo pequeño en la tierra, juntar ramas secas y
encenderlas para disfrutar del poder hipnótico de las llamas; sentir las
vaharadas ardientes en las mejillas, el olor a la madera quemada, la vaga
sensación de estar repitiendo un rito antiquísimo. ¿Cuántas horas de tu vida
habrás dedicado a observar los leños ardiendo, esas orlas flameantes y enhiestas
que se diluían en el aire?
También tus noches han sido visitadas infinitas
veces por escenas flamígeras. Son pesadillas en las que el fuego comienza a rodearte
desde todos los flancos, a morderte la piel mientras corrés con desesperación,
buscando una salida siempre inhallable. Y enseguida el despertar con un grito,
el corazón desenfrenado, transpirando de terror y desconsuelo.
Claro que en esas alucinaciones tu padre no
es aquel oficinista que abandonó este mundo con una muerte súbita, dejándolos
en la pobreza; ni tu madre la fiel ama de casa que vivió para criarte y
protegerte hasta convertirse en una anciana desvalida. No. Es bien distinto el
mundo donde discurren tus sobresaltos oníricos; una existencia situada en un tiempo
y un paraje muy lejanos. Allí te espera una casa humilde, en una comunidad
pacífica, donde tus congéneres se sienten unidos por la Divina Palabra. Tampoco
allí tu nombre es Miguel. En esos viajes recurrentes a través del calendario, todos
te llaman Onfroy. Onfroy, venez faire
votre bénédiction, s'il vous plaît... Votre
consolament, veuillez, Onfroy… Dieu vous bénisse, mon pieux bienfaiteur…
¿Se trata de Onofre, el santo egipcio? No, claro
que no podría serlo nunca, en medio de semejante paisaje. Porque tu casa de
ensueños está enclavada entre montañas, tal vez al pie de los faldeos occitanos,
al sur del Languedoc, flanqueada por las cumbres de los Pirineos. Al menos eso
es lo que te figuraste cuando, abrumado por la reiteración de esas escenas tan vívidas,
hurgaste en los mapas, las fotos, las enciclopedias, buscando un sitio de
aquellas características. No, no te ves como San Onofre, Miguel. A pesar de las
llamas. A pesar de que allí, en las súplicas de la Fe, todos te llamen Onfroy…
Y luego, al despertar, todo eso te parece
tan absurdo… ¿Qué paralelismos podrían tener dos vidas tan disímiles? ¿En qué puede
parecerse un campesino antiguo, medio santulón, aparentemente venerado por su
entorno, con un paramédico municipal, un enfermero del dispensario, habitante
anónimo de una ciudad donde nadie se fija en el otro, donde la espiritualidad
ha pasado a ser una palabra en desuso y la solidaridad, una gota de agua en el
desierto? Solo un voluntarismo muy pródigo podría forzar la imaginación para
hallar una relación entre tu tarea de curar los cuerpos y la de un anciano
sanador de almas. Nada. Esos sueños no tienen el menor sentido. Eso sí: el
fuego nunca falta. Tus pesadillas siempre terminan al borde de la hoguera.
Y esta noche te has acostado con la leve
inquietud de que ese mal sueño puede asaltarte una vez más. Por eso tu
resistencia a dormir. Has elegido en cambio dejar el velador encendido, poner
un poco de música, disfrutar un cigarrillo y soñar, sí; pero despierto. Caer en
esa dulce estación entre el sopor y la vigilia, para pensar en cosas
agradables, en otros viajes más realistas, más placenteros, como el que planeás
hacer al Caribe desde hace más de tres años.
¡Es tan excitante imaginarse en una playa
tropical! Un sitio cálido, acogedor, con un morro que nazca desde los mismísimos
bancos arenosos y se alce desde allí a pique, en toda su imponencia, como si
quisiera alcanzar el cielo estrellado. Solo la arena suave bajo tu cuerpo en
reposo, frente a esa fogata que ahora, en tu ensoñación, has querido encender; no
por frío, sino simplemente para observar el juego del oleaje a través de aquellas
vaharadas ardientes. Agua y fuego, juego y llamas.
La playa y la fogata se entremezclan con visiones
intermitentes, fogonazos de otros parajes, y, de pronto, sin quererlo, estás
allí nuevamente, entre los fieles, orando al pie de la montaña. Sos uno más
entre muchos creyentes que persisten en sostener un dogma estigmatizado por la
Roma poderosa. Sin hacerle mal a nadie. Solo porque sienten la fe de otra
manera. Pero de nada ha servido predicar desde la humildad y el rechazo a toda
forma de violencia. Inútil ha sido explicarles que se solo se trata de otra
interpretación de los mismos textos sagrados. En esa escena borrosa e
inquietante, estás junto a los tuyos en medio de una turba. La ira se ha desatado
sobre los fieles cátaros y hoy, finalmente, está llegando la hora del escarmiento.
Allí vas avanzando ahora, al frente de tus congéneres, todos unidos, tomados
por los brazos. Caminan lentamente, codo a codo, palmo a palmo. Tus mejillas
perciben el ardor a medida que avanzan, el soplo quemante que arroja esa
hoguera cada vez más inmensa, más cercana, la que ha empezado a cobrar vida
ahora también en las ropas y en los cuerpos de los que te rodean, los que a
pesar de todo siguen caminando entre gemidos de dolor, empujados por la heroica
entereza de aceptar el sufrimiento. Esas llamas que abrasan tus pies y suben
por tus muslos, Onfroy. La que atenazan y queman tus brazos, Miguel, las que acaban
de despertarte en tu cuarto al borde del ahogo, en el dormitorio que acaba de
convertirse una capilla ardiente para tu nueva inmolación, esos ocho metros
cuadrados convertidos de pronto en un minúsculo infierno por la caída del
cigarrillo que se desprendió de tus dedos y cayó sobre la alfombra con la
fatalidad de un anatema bíblico; el rayo satánico que te ha arrojado al lago
con fuego y azufre del Apocalipsis, Miguel, Michel, aunque se diga que tu
nombre significa que Dios es justo. Son esas paradojas que nunca has terminado
de comprender, y mucho menos en este instante, en que el sueño y la realidad
vuelven a fundirse en un mismo suplicio. Pero es en vano que te preguntes qué
culpas, qué sentido tiene este tormento absurdo. En algún plano atemporal donde
los ciclos son eternos, una vez más las llamas se van adueñando de tus carnes
para fundirte con la nada.
Una vez más, sí. Perforando las barreras del espacio
y de los siglos, Miguel, esta noche,
finalmente, has vuelto a ser Onfroy, el cátaro en la hoguera.
(*) Este cuento integra el volumen titulado “Regiones
de la desmemoria” (Ed. Literasur, 112 páginas –Bs. As., 2013 – Impreso en Bibl. Agustín Alvarez – Trelew)
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