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miércoles, 22 de abril de 2015

LA NOTA DE HOY




LANA Y PETRÓLEO


Por Jorge Eduardo Lenard Vives




    Tiempo atrás, la lana y el petróleo eran símbolos de la Patagonia; tópicos ineludibles cuando se hablaba del sur. Nuevas actividades económicas llevaron a que, sin perder su importancia, las dos materias primas pasasen a un segundo plano desde el punto de vista alegórico. Como sucede con toda base de la riqueza de una zona, según lo muestran las letras universales, ambos recursos se reflejaron en las manifestaciones artísticas australes.

    La lana conforma un panorama dominado por la simbiosis de cuatro criaturas – ser humano, oveja, perro y caballo – cuya confluencia interactiva origina escenas muchas veces plasmadas por la Literatura regional. El petróleo, por su parte, muestra la relación primordial entre las personas y la tierra que conserva un tesoro, sólo liberado con esfuerzo por el trabajador que perfora el suelo buscándolo.

    La crianza del ovino se cita en muchas obras literarias sureñas. La novela “Lago Argentino” de Juan Goyanarte le dedica párrafos como éste; al parecer peyorativo, pero que es una alabanza a la humildad:

    La oveja se deja matar o se deja morir sin defenderse. Es bobalicona, la pobre, como todo animal que es excesivamente útil a los demás… Pero aquellas ovejas bobaliconas tenían sobre sus espaldas la vida de la estancia. Con sólo su velloncito que entregaban cada año a la tijera, se pagaban todos los gastos del establecimiento.

    También la poesía la adopta como fuente de inspiración. Así lo hace Luis Gasulla en “Oda a tres ovejeros muertos en la nieve”; del libro “Los frutos agrios”:

Eran tres jinetes distanciados y parcos:
venían del último puesto de la estancia La Estrella
arreando ovejas sobre la meseta alba de nieves tempranas.

    Raúl Entraigas habla de la oveja y su mundo en varias composiciones poéticas del volumen “Patagonia. Región de la Aurora”. Tal es el caso de los versos de “Ovejas”:

Ese blanco vellón que protege
contra el frío tajante que alela,
no es tan sólo abrigo
para las ovejas;
ese blanco vellón codiciado
es el pan de familias enteras…

    En “Soliloquio del ovejero”, Entraigas alude al paisaje humano que rodea la explotación lanera:

Aquí voy: arreando ovejas.
Treinta años van que mis perros
andan detrás de los piños
garroneando a los borregos…

   Pero en su libro se refiere, asimismo, al petróleo; como en el caso del poema “Kerosene”:

Era un día de bochorno
del mil novecientos siete.
Los Boers pedían agua 
y Dios les dio algo más fuerte…

    Y vuelve a tomar la cuestión en las estrofas de “Petróleo”:

Todo cambia, cuando brota, burbujeante,
con sus humos de magnífico señor;
el petróleo hace de un páramo un pujante
pueblo henchido de inquietudes y vigor.

    En el poemario “Remolinos”, el comodorense Mario Cabezas desarrolla una historia rimada del petróleo, llamada “La creación y el petróleo Patagónico”. Culmina en el “Nacimiento del petróleo”:

Patagonia misteriosa, subterránea,
el secreto de tu entraña sumergida
enterrado por edades siderales,
brillará como un relámpago de vida.

    Más adelante, en “Petrolero de turno”, alude al trabajador petrolero:

Los fantasmas galopantes de la pampa
Desparraman sus estrellas escarchadas
Y en el frío yacimiento de la estepa
Se adormecen tus angustias trasnochadas.

    Un escritor que logró expresar en forma certera la idiosincrasia del obrero del petróleo es Ángel Uranga; como se lee en “Viaje al pozo”, incluido en el tomo “Cuatro relatos patagónicos I”:

    El vehículo deja la ciudad adormecida y avanza por la cinta asfáltica que sube en ondulaciones hacia el oeste, buscando la meseta. Trepa hacia El Trébol y Pampa del Castillo, hacia El Tordillo o Cerro Dragón; parajes ocultos en el tejido laberíntico de marcas que cruzan y cicatrizan la amplia aridez patagónica.

    Héctor Roldán, en su cuento “Un cálido círculo de tierra” del libro “El espectro de las cosas”, evoca uno de los terribles accidentes que los operarios pueden sufrir en el yacimiento:

     El pozo había estallado repentinamente. Una violenta carcajada de fuego que se alzó del agujero de la tierra y trepó por los tiros de la perforación, entre los hierros de la pluma, floreciendo bajo el cielo encapotado de la Patagonia, derritiendo los copos de nieve, transformándolos en una suave garúa que se evaporaba en la piel del incendio. Una flor de fuego única y fatal.

     Esta breve nota no podría reunir todas las obras que tocaron estos dos temas; sólo busca recordarlos como ítems de peso en la Literatura patagónica. Al analizar la inclusión de regionalismos en las expresiones culturales de una zona, es habitual recordar la manida frase de Borges sobre el Corán y los camellos. Resulta válido traerla a colación ahora, pero invirtiendo su sentido: difícilmente un texto sureño, al menos unos años atrás, hubiera obviado mencionar la lana y el petróleo como sello de autenticidad.

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domingo, 19 de abril de 2015

EL CUENTO DE HOY




Encuentro Subterráneo


Por Olga Starzak





El encuentro estaba previsto para el atardecer de ese mismo día. Lo había esperado con ansias; mis años juveniles habían pasado pronto y la perspectiva de la soledad me atrapaba en pensamientos ateridos de nostalgia. Imaginaba cientos de noches de invierno en espera de amaneceres que me devolverían a la vida de los otros; la mía transcurría impávida, aguardando el milagro del amor. Provenía de una familia con estructuras del siglo pasado, que no me habían permitido ver con buenos ojos el futuro de una mujer sola. 30 años eran bien pocos para el siglo en que vivía, pero bastantes para una muchacha que todavía no había sentido más que cariño  hacia los hombres que la rodeaban.
Por intermedio de una comunidad cibernética de hombres y mujeres solos, conocí a Diego. “Humus” se hacía llamar en la pantalla; y me costó esa vida de ensueño darme cuenta del porqué.
El encuentro se concertó por mensaje de voz. Su voz era suplicante… Creí, de veras,  en su dificultad de venir por mí. Fue determinante en sus expresiones: necesitaba verme y su dirección era Francisco de Asís al 2998. No era difícil llegar: la línea 77 me dejaría en la terminal de trenes. Una sola era la que tenía destino al barrio que habitaba. Terminaba su recorrido justo en la calle en que él vivía. No había forma de equivocarse, dijo.
Y no me equivoqué.
Ni siquiera sé cómo llegué a ese particular andén; no tenía más que un metro de ancho y la máquina que me transportaría contaba con  tres vagones de dimensiones limitadas, donde solo era posible ubicarse sentada o de rodillas. Subí en el último vagón que, a modo de batea, me permitía ver lo que pasaba  alrededor. Pero todo lo que allí  pasaba era oscuridad. Es que las vías iban descendiendo por un estrecho túnel, adentrándose cada vez más al interior de la tierra.

El aire comenzó a hacerse denso.
Poco después, entre callecitas de piedras, el carro comenzó a  lentificar su marcha y paró. Descendí sin saber adónde iba. Los letreros me señalaron una calle que no era la que buscaba; las opciones eran dos y pronto, a la derecha,  apareció la señalización esperada.

Caminé sin prisa buscando los números en sus edificaciones. Con precaución por el escenario inusual, pero con renovada alegría ante la perspectiva del encuentro. A diferencia de lo habitual, los números de las viviendas no se sucedían por veredas pares o impares: es que había solo una vereda. Y la numeración era vertiginosa: del 1002 al 2004, del 3303 a 3909, 5110 al 5990…, y entonces me detuve. Retrocedí hasta la primera cuadra dispuesta a preguntar. En lo alto de una casa de varios escalones, un muchachito  estuvo dispuesto a asesorarme. Con voz de niño a pesar de su apariencia casi adulta, me contestó que el 2998 era el habitáculo contiguo al suyo. Que golpease con fuerza: su dueño debía estar esperándome. No me pareció demasiada creíble su información, tal vez por su aspecto: estaba como de guardia en la puerta de su morada, no se movió ni un ápice al contestarme. Sus brazos y piernas al descubierto exhibían innumerables tatuajes de imágenes siniestras, su rostro  estaba atravesado por piercing de grueso calibre. Su tez, nívea, contrastaba con el azabache de los cabellos. Y la indumentaria mostraba los colores más variados y furiosos. Le agradecí y me detuve en la altura buscada; mas nadie acudió. Ya temerosa, emprendí el retroceso.

Era un barrio de callecitas angostas y edificaciones altas. Cada una de los pasajes terminaba pronto y solo era posible el regreso, por el mismo lugar. Como un árbol de gran tronco desde donde nacen innumerables ramas. La luz estaba dada por faros que, ubicados en los balcones de las casas, no conocían de días y de noches. Parecían estar siempre prendidos.
Frustrada por el desencuentro inicié, sumida en la confusión, la partida. Afanosamente caminé en busca del tren que me devolvería a mi sitio: la superficie de la tierra.
Mas no llegó.
Una calle aledaña me transportó a un mundo vitalicio. En sus laterales, bultos de gritos acudían a mi paso.  Voces de niños, llantos de hombres y gemidos de dolor eran ahora los protagonistas de mi andar desesperado.

Era evidente que había equivocado mi camino: no podía estar allí el hombre que días antes, con voz trémula, y deseoso de conocerme, había invocado –en pos de una vida juntos- las palabras más tiernas y las ansias más profundas de un futuro  promisorio.
Así fui espectadora de un escenario siniestro, de dimensiones tan limitadas como los senderos circundantes pero, para colmo, techados de gruesos vidrios, circundados de paredes de espejos que multiplicaban el horror. Desde el fondo avanzaba, con paso lento y andar cansino, la figura de un hombre incompleto. Es que su cuello era el límite superior: un espectro sin cabeza que emanaba  una energía descomunal quemando todo cuanto rozaba al pasar. A medida que fui acercándome al sitio que ocupaba, como por fuerza endemoniada, comenzó a destilar fuertes bocanadas de humo por su cuello circuncidado. “Humus…” me dictó mi consciencia, y poco después, desde el tronco del hombre sin cabeza, comenzó a desarrollarse el rostro del hombre buscado.
Me desvanecí. Quién sabe por cuánto tiempo.

El tren acudía una vez al día, y a mi despertar ya había pasado. Debía encontrar una forma de protegerme hasta el siguiente día. Para entonces no sabía que nadie que hubiese ingresado allí, al submundo de la locura, podría salir con vida. No sería yo la excepción. Ya había visto demasiado.

Presa del pánico y con la imagen de Humus sin poder borrar de mi mente, conduje mis pasos por una cuesta por donde se respiraba olor a mar. Fue una verdadera sorpresa reparar en ella. Una tenue brisa  fue refrescando mi cuerpo, y el tormento del encierro cobró nuevas perspectivas. Si encontraba allí un lugar seguro donde hacer una tregua entre mi vida y esta pesadilla, pronto estaría a salvo.
Mas tampoco eso me había sido destinado.

Cuando, después de subir un interminable  sendero de acantilados que alcanzaban importante altura y hacían cada vez más lejano el sitio urbanizado, logré divisar el azul del mar y el rumor de sus olas, ya había notado que estaba siendo perseguida. Pero la luz natural me indicó también que había ascendido hacia la superficie de la tierra.
Mi única salida para escapar de la muerte que ya se olía era tratar de hacerme a la mar, y conseguir ser más fuerte que mi victimario. Así, tal vez, burlar al destino, y retroceder a nado (única manera que estimaba posible ya que no divisaba tierra en ninguno de los horizontes) hasta abordar el tren que me alejara de mi destierro.
         Vivir un mundo fantasmagórico en el interior del planeta era demasiado para mis jóvenes años y ese  intento de escapar de la soledad.

         El hombre que me seguía tenía una máscara cubriendo su rostro. No había expresividad en los rasgos allí marcados, sí la inercia y la frialdad de la nada. Me seguía a paso lento pero seguro y cuando en sus manos detecté el arma con la que me cazaría, no dudé cuál sería mi final.  Un rastrillo con asa pequeña y ocho protuberantes dientes era el arma que, incrustada en mi nuca, paralizaría mi sentir hasta que, absuelta del horror, me declamara figura fantasmal habitante del suburbio subterráneo, donde quizás Humus alentara esperanzas de poseerme.
         No estaba dispuesta a tan cruel final. E inicié el desafío de la escapatoria.
Era buena en el arte de nadar y este era el momento de poner a prueba toda mi resistencia.
No había orilla que me permitiera hacerme a la mar; sí unas rocas que me conducirían a ese océano desconocido; para ello debía sortear una suerte de dificultades. Eso intenté. Trepé por enlomadas, clavé mis manos y pies en sus superficies puntiagudas, resbalé en otras, me cubrió una y diez veces el oleaje, y cuando pude mirar hacia atrás vi que el hombre de la máscara se había detenido.  Pensando que estaba al alcance de ser blanco de sus objetivos, me tiré al agua.  Y observé la acción más esperanzadora: emprendía la retirada.
Lo que no pude ver desde allí es que había dejado a mi merced, procurando a mi regreso una batalla sin ventajas, el arma que lo acompañaba.  

Trepé las ondulaciones rocosas con más cansancio por el miedo que  agobiaba que por el estado físico que había comenzando a ser neutral. Tendría que desandar el camino transitado, contar con la ausencia del enmascarado y hacerme de un escondite seguro. Si es que lo había. Supuse que el día estaría acortándose y a primera  hora de la mañana terrenal, podría subir al tren de la vida.
Para ello debía, nuevamente, penetrar en ese suburbio subterráneo y la sola idea me espantaba. Cuando pasó un tiempo prudencial y sentí que la ausencia de mi perseguidor era real, me animé. Fue cuando avizoré el rastrillo apoyado sobre una piedra, justo en el medio del pasadizo que debía atravesar para iniciar la bajada por la senda del horror.
Era evidente que la herramienta estaba puesta para ser vista. Y pensé que si se esperaba de mí que lo tomase, lo más probable es que encerrara en sí mismo, una trampa.
Y sin tocarlo siquiera, continué.
Corrí cuanto pude. Era fácil hacerlo debido a la regularidad de la pendiente. Aún así, al primer descanso que hice, escuché un andar presuroso. Apenas se presentó una calle aledaña, me sumergí en ella buscando inocentemente, engañar al atacante.
 No había reparado hasta entonces que a ambos lados del pasillo que recorría se elevaban, cada vez más alto, las paredes de roca que venían escoltándome. Poco era lo que podía ver: el camino se develaba a medida que iba avanzado. Al mismo momento que se estrechó tanto como para impedir mi paso, sentí en la nuca el aliento del enmascarado. Y uno a uno pegarse a mi espalda los dientes del arma.
Y con mi propio grito desgarrador, me desperté sabiendo que ahora era una más en el mundo subterráneo.







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jueves, 16 de abril de 2015

EL CUENTO DE HOY




EL MANUSCRITO OCULTO


Por Fernando Nelson (*)



En mayo de 1992 descubrimos con Carlos Napal unos cuantos papeles escritos y bien escondidos en el cuadro que restaurábamos; telefoneamos en el acto a su propietaria, la señora Bertrand. Ella se mostró sorprendida, y no demoró en llegar a nuestro atelier. Tomó el manuscrito entre sus manos, y refirió que había comprado la pintura en Bordeaux, en su último viaje.

Conocedora del arte y de lo antiguo, solicitó con urgencia un asiento para iniciar allí mismo la traducción. Aseguró que en la Alianza Francesa quedarían impresionados con el hallazgo.

Era una mujer de unos cuarenta y cinco años, bien parecida, delgada, de estatura media, de pelo castaño corto, y de movimientos vivaces. Su rostro, anguloso y con incipientes arrugas, parecía iluminado por la noticia que acabábamos de darle. La mirada franca de sus ojos grises y su voz algo grave infundían tranquilidad a quien la contemplaba. Traía puesta una blusa blanca, y tanto su pollera ajustada al cuerpo como sus aros de pasta tenían el color de sus ojos.

Apenas se acomodó en la silla, su voz emocionada y trémula inundó nuestro ámbito de trabajo, su voz que penetraba hasta los últimos rincones, y que nosotros escuchábamos guardando un silencio sacramental. Se detuvo un par de veces porque el francés antiguo – comentó - le exigía concentración.

Yo tuve la prudencia de grabar lo que pronunció aquella tarde, y es lo que transcribo:

Queridos amigos: es imprescindible mandarles a la brevedad este aviso, pues quienes nos han secuestrado parece que no advirtieron aún que mantenemos esta correspondencia clandestina. Hemos procurado por todos los medios eludir su persecución, pero ha sido en vano. Nos fueron apresando cual animales del monte, y una vez atados, notamos bien pronto que ellos actúan tan insensible e impunemente como habíamos oído. Es verdad, por otro lado, que se amparan en el pretexto absurdo de que obran por la voluntad de su dios, y han pretendido, desde el comienzo, que abjuráramos de nuestras ideas y creencias. Respondiendo a su estilo inhumano, nos han transportado al sótano que mantienen en secreto. Con ese fin nos vendaron los ojos y nos hicieron dar vueltas en carros para desorientarnos; creemos que las vueltas eran en círculos, y terminaron bajándonos a pocos metros de donde salimos, es decir, frente a la puerta disimulada que ellos hicieron en la propia Eglise de la Magdeleine. Lo supimos debido al mareo y al repique de las campanas.

Una vez en el interior nos quitaron las vendas, y hemos quedado sorprendidos por el tamaño desmesurado de estos túneles, y por la prolija crueldad con que han equipado las diversas habitaciones, desde las que usan para ejecutar los tormentos, hasta las últimas, a las que haremos referencia más adelante.

Las cámaras de las torturas son numerosas, en razón de la cantidad de hombres y de mujeres que ingresan aquí a diario. A tal punto es así, que han terminado trayendo refuerzos de otros lados, y hemos oído que las fronteras quedaron desprotegidas para que este santuario de la maldad funcione.

No queremos aquí redactar un listado de los diversos e increíbles tormentos: ya tendrán informes de los más usados, y además, cada día aparecen con renovados suplicios, y se jactan del ingenio con que fabrican las máquinas más atroces, dándonos a entender que su dios los premiará por ese afán, lo que les puede dar a ustedes una idea del estado mental que los caracteriza. Pero no quisiéramos demorarnos en esto. Lo que sí es preciso que sepan, es que pueden seguir usando el mismo puerto para embarcar a los que no han sido apresados.

Los carceleros —cuyos jefes no conocemos— ignoran que existe una vasta red de personas que se ocupa de ir despoblando ciudades y campos, hasta que un día ya no tendrán a quien detener. En ese momento (aquí todos pensamos igual) comenzarán a volverse unos contra otros, porque ya no cabe dudas de que martirizar a alguien se ha convertido en el único y gran motivo que justifica sus vidas. Es la gran esperanza que tenemos para que muchos puedan salvarse, aunque nosotros no podremos verlos, ya que estamos en las cámaras finales, de las que nadie ha podido escapar. "




(*) Escritor chubutense, radicado en Puán, provincia de Buenos Aires. Este cuento pertenece a su libro “Carta encontrada en Plaza Irlanda”, Ediciones de las Tres Lagunas, Junín, 2011.


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domingo, 12 de abril de 2015

PRIMER FESTIVAL LITERARIO ARGENTINO GALÉS


PRIMER FESTIVAL LITERARIO ARGENTINO-GALÉS

GAIMAN, 17 y 18 de ABRIL DE 2015




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miércoles, 8 de abril de 2015

EL RELATO DE HOY






DON FRANCISCO


Por Camila Raquel Aloyz de Simonato




     Don Francisco, cariñosamente “Don Pancho” para nosotros, era, mirando desde atrás, un verdadero gaucho acriollado. De estatura mediana, enjuto, enhiesto, enfundado en típicas bombachas amplias, oscuras, de botones desprendidos sobre huesudos tobillos, alpargatas “bigotudas”, ancha faja alrededor de la angosta cintura, facón de plata cruzado y camisa amplia. Un gaucho baqueano sin duda; pero al darse vuelta, su alargado rostro era, inconfundiblemente, de campesino español.

     Sus facciones cinceladas por al clima patagónico, parecían talladas sobre añejo tronco. El viento huracanado, la arena, el sol y el frío, habían marcado imborrables surcos sobre su cara. Sus ojos pequeños de un azul verdoso, de mirada brillante, tierna y triste, estaban protegidos por la sombra de su tiesa y sucia boina.

     Parco, pero cortés, Don Pancho solía sentarse en un rincón de la cocina sobre un antiguo arcón “traído de laz Ezpañaz”; sobre la abovedada tapa, a guisa de almohadón, tenía un mullido cojinillo de carnero.

     Hospitalario, nos ofrecía un “amargo” y tortas fritas.

     Jamás nos atrevimos a preguntarle que había dentro del baúl, pero imaginábamos extraños tesoros: doblones de plata, una mantilla o peinetón de maja, caras de un desdichado amor… nuestras mentes infantiles levantaban vuelo como gaviotas que planean entre corriente y corriente.

     Una vez, tímidamente le preguntamos porque había venido aquí, a la Patagonia. Mirando el horizonte por encima de nuestras cabezas, dijo que “a buscar trabajo, paz y soledad”.

     Tenía Don Pancho la habilidad de hacerse entender por los animales, a los que cuidaba y quería como si fuesen niños. Su yegua “La Tostada”, junto con “Viruta”, su perro ovejero, a un simple silbido traían las gallinas y aves desde el cerro al corral, en el atardecer.

     —Falta “La Copetuda”, Viruta— le oí decir una tarde. —Vete pronto o se la comerá algún zorrino o zorro, ya. —Y Viruta salió hocico al suelo y cola en lo alto.

     Cuando recorría los potreros, mientras limpiaba los bebederos, silbaba a su yegua y a su perro; al rato éstos volvían arreando alguna oveja extraviada.

     Un día se fue Don Pancho a los campos de donde no se vuelve. Viruta aulló toda la noche, y a la madrugada había desaparecido. “La Tostada” no quiso probar más ni una brizna de alfalfa, ni se dejó poner el morrillo con avena que tanto le gustaba; vagó incierta y triste y al poco tiempo la encontramos muerta cerca de la laguna Salada.

     Cuando, con todo respeto, abrimos el viejo arcón, allí sólo habían: tres pañuelos de hilo con sus iniciales primorosamente bordadas, dos pares de medias negras, una camisa blanca y un par nuevo de alpargatas. En un rincón, dentro de un sobre amarillento, encontramos unas fotos cuyas imágenes se habían desvanecido. Ese fue el tesoro material que legó Don Pancho; pero en las noches calmas, cuando la luna pinta de plata los coirones y las matas, allí en lontananza lo veo: erguido, “Viruta” atento a sus pies, y su mano cariñosa peinando la crin de “La Tostada”.





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