DON FRANCISCO
Por Camila Raquel
Aloyz de Simonato
Don Francisco, cariñosamente “Don Pancho”
para nosotros, era, mirando desde atrás, un verdadero gaucho acriollado. De
estatura mediana, enjuto, enhiesto, enfundado en típicas bombachas amplias,
oscuras, de botones desprendidos sobre huesudos tobillos, alpargatas
“bigotudas”, ancha faja alrededor de la angosta cintura, facón de plata cruzado
y camisa amplia. Un gaucho baqueano sin duda; pero al darse vuelta, su alargado
rostro era, inconfundiblemente, de campesino español.
Sus facciones cinceladas por al clima
patagónico, parecían talladas sobre añejo tronco. El viento huracanado, la
arena, el sol y el frío, habían marcado imborrables surcos sobre su cara. Sus
ojos pequeños de un azul verdoso, de mirada brillante, tierna y triste, estaban
protegidos por la sombra de su tiesa y sucia boina.
Parco, pero cortés, Don Pancho solía
sentarse en un rincón de la cocina sobre un antiguo arcón “traído de laz
Ezpañaz”; sobre la abovedada tapa, a guisa de almohadón, tenía un mullido
cojinillo de carnero.
Hospitalario, nos ofrecía un “amargo” y
tortas fritas.
Jamás nos atrevimos a preguntarle que
había dentro del baúl, pero imaginábamos extraños tesoros: doblones de plata,
una mantilla o peinetón de maja, caras de un desdichado amor… nuestras mentes
infantiles levantaban vuelo como gaviotas que planean entre corriente y
corriente.
Una vez, tímidamente le preguntamos porque
había venido aquí, a la Patagonia. Mirando el horizonte por encima de nuestras
cabezas, dijo que “a buscar trabajo, paz y soledad”.
Tenía Don Pancho la habilidad de hacerse
entender por los animales, a los que cuidaba y quería como si fuesen niños. Su
yegua “La Tostada”, junto con “Viruta”, su perro ovejero, a un simple silbido
traían las gallinas y aves desde el cerro al corral, en el atardecer.
—Falta “La Copetuda”, Viruta— le oí decir
una tarde. —Vete pronto o se la comerá algún zorrino o zorro, ya. —Y Viruta
salió hocico al suelo y cola en lo alto.
Cuando recorría los potreros, mientras limpiaba
los bebederos, silbaba a su yegua y a su perro; al rato éstos volvían arreando
alguna oveja extraviada.
Un día se fue Don Pancho a los campos de
donde no se vuelve. Viruta aulló toda la noche, y a la madrugada había
desaparecido. “La Tostada” no quiso probar más ni una brizna de alfalfa, ni se
dejó poner el morrillo con avena que tanto le gustaba; vagó incierta y triste y
al poco tiempo la encontramos muerta cerca de la laguna Salada.
Cuando, con todo respeto, abrimos el viejo
arcón, allí sólo habían: tres pañuelos de hilo con sus iniciales primorosamente
bordadas, dos pares de medias negras, una camisa blanca y un par nuevo de
alpargatas. En un rincón, dentro de un sobre amarillento, encontramos unas
fotos cuyas imágenes se habían desvanecido. Ese fue el tesoro material que legó
Don Pancho; pero en las noches calmas, cuando la luna pinta de plata los
coirones y las matas, allí en lontananza lo veo: erguido, “Viruta” atento a sus
pies, y su mano cariñosa peinando la crin de “La Tostada”.
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