LA
CASA
Por
David Aracena (*)
La idea de la casa
comenzó un domingo por la mañana.
— Está haciendo frío— dijo ella.
Después miró el mar. Las paredes lisas,
despintadas de la casa.
El hombre acercó un tronco de molle al hogar. El fuego, ardía confiado
en la mañana gris, entre el hilo delgado del horizonte, el lento chillido de
las gaviotas que parecían rebotar en la superficie blanda de los médanos, en la
espada aguda de los olivillos.
Trató de recordar la historia que iba apareciendo en la memoria con ese
aire que tienen los rostros; vistos desde un tren. Precisó el color de la cal,
y las paredes recién levantadas. El orgullo de su padre.
Pero todo eso estaba
lejos. Había que construir una casa nueva.
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Por la mañana, bien temprano había venido el carpintero. Flaco,
demasiado flaco, indefinido como una hilacha, con sus herramientas y una caja
larga. Después supo que contenía un violín.
Supo también que el carpintero se llamaba Juan. Nada más que Juan.
Pocos sabían —el mismo
Juan, casi no lo tenía en cuenta, solo de tarde en tarde, en
forma confusa, aparecía la noche, los aplausos, los curiosos en torno suyo, el
arco bajando, con ese movimiento lento de los juncos, sobre las cuerdas tensas,
(sí, sí! era como tocar la lluvia, el lomo de las olas, un pequeño pájaro
golpeando el mar. Esto era todo, pero quizás no. No lo sabía bien.)— que a
veces preguntaban con un poco de timidez al principio, por el carpintero, para
los sábados, y lo buscaban a lomo de caballo, en el sulky chico.
Y Juan desaparecía como una sombra.
Alguna vez había contado en el boliche, los días que había vivido en la
cordillera. Cuando cae la nieve, el canto del gallo se escucha más lejos. El
olor de la madera en los aserraderos se incorpora a la sangre, de la misma
manera que la tiza se pega en las manos frente al pizarrón. Después, la madera
bajo el cepillo, las virutas hurgando el aire.
Podía traer el cepillo de pa, su rostro feliz. Lo miraba a veces en el
brillo de la tabla, que era pulido como el agua cuando está quieta y hay un
buen sol.
Un día dejó de hacer muebles y se vino cerca del mar. Y ahora está ahí,
midiendo la luz entre el ruido del taladro, los clavos, las virutas que parecen
langostas saltonas.
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La casa crecía. Se escuchaba el mar, batiendo la restinga, el viento del
sur, sobre todo de noche. Por la mañana, las gaviotas copiaban un cielo bajo.
Resonaban los golpes en el campo. Altos, como si fueran banderas.
Juan, seguía amontonando clavos y cola. Las ventanas que daban al cielo
eran lo más importante. Los pisos y las paredes podían pasar, pero las
ventanas, no.
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A veces, Juan dejaba las
herramientas y tocaba el violín. Los chicos, primero, y luego los grandes, se
acercaban confiados y se iban despacio, escuchando las notas, bailando a veces,
cuando la tarde se demoraba con un lento ruido de jume, cayendo en granos
redondos y verdes.
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Las ovejas pastaban en la
península, indiferentes a la vida y a la muerte, al crecimiento de las mareas.
(Ahora estoy sentado. El faro de
Punta Norte volverá a prenderse a la noche. Es posible que los hijos vayan el
domingo, a ese sitio crecido en el acantilado, al aire salado de las olas, al
chasquido del agua. Es posible que la casa una vez terminada tenga luces para
verla de lejos. Pero Juan no tiene hijos. No hay que dejar que las palabras nos
cansen las manos, sabía decir su padre, que siempre estaba renaciendo de la
herrumbre y el polvo).
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Un buen día, el constructor habló
con el hombre, con don Mariano, el dueño de casa.
Planteó las dificultades. Se dio el veredicto. La casa seguiría construyéndose y volvieron a escucharse
los golpes, pero Juan se estaba quedando sordo. Cuando tocaba el violín, la luz
no se quedaba en la carpintería.
Juan, miraba el rostro de los que
llegaban a la ventana buscando aprobación, pero todos se iban sin hablar.
Las ventanas ya no tuvieron
preferencia alguna.
Cuando la casa se terminó la
gente tuvo que opinar que era algo nunca visto.
Pero cara, ¿no?
— Pero linda, ¿no?
El mismo Juan casi no lo tenía en
cuenta. Sólo de tarde, cuando las palabras tienen más memoria de lo que han
vivido, algún vecino decía:
— Hay una diferencia de nivel en el techo, el salón grande.
— ¿El que tiene ventanales amplios?
— Sí, el que da al mar, y al cielo.
— Y mira al faro.
Se picó la pared. Se trabajó de
nuevo. Y se recomenzaba. Don Mariano, el dueño de la casa, seguía con su fe
limpia como la madera recién cepillada, porque le gusta recordar el color de la
costa, los pies en la restinga, el lomo rosado de los cangrejos "en el mar
siempre sin cesar empezando" de Valery, o acaso el de Milhoz, donde los
muertos están borrachos de lluvia, pero vivos, resplandecientes como el dorso
de los peces de mediodía.
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Los defectos de la casa, crecían
más rápido que los trabajos de reparación. A veces, se colocaban cinco
ladrillos, diez, y se caían veinte.
Juan estaba sordo como una tapia.
De cuando en cuando volvía a su violín y ensayaba unas notas. Entraba al viejo
olor del bosque, a los altos pinos de la cordillera, cuando el sol corría
arroyo abajo como una liebre blanca.
(Ahora está comenzando a crecer
una melodía, estoy seguro de eso. El cepillo canta como un gallo y lo escucho
saliendo de la nieve, alejando el viento del sur, sobre las olas, cerca de los
médanos polvorientos. La gente vuelve a crecer y sobre todo los niños a mi alrededor.
La muerte no existe).
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Cuando no quedaron más que los
cimientos, don Mariano, comenzó a formular nuevos proyectos. La casa se
levantaría de todas maneras.
Cuando Juan tocaba el violín, la
luz comenzaba a inundar la habitación como antes.
La casa se terminaría.
Afuera, las ovejas parían. El
pasto y el verano, también.
Y el mar.
(*) Escritor de Comodoro Rivadavia. Nacido en 1914
en San Luis, llegó al Chubut en
1919. Vivió en varios lugares de la provincia antes de radicarse en Comodoro
Rivadavia hacia los años ‘60. Escribió en el diario “El Patagónico” durante
casi veinte años; dónde publicó la columna diaria “Las
Palabras y los Días”, que firmaba con el nombre de “Juan de Punta Borjas”.
También usó el seudónimo ”Marinero de Aljibe”. Sus textos se difundieron
durante muchos años en diarios, revistas y antologías. En 1986, a instancias de
sus amigos, publicó “Papá botas altas”. En 2009, se editó una selección de las columnas que publicó entre 1967 y 1986
en El Patagónico, que también se llamó
“Las palabras y los días”. Se casó con la poeta Anita Pescha. Murió en Comodoro
Rivadavia el 10 de febrero de 1987 Es, sin dudas, uno de los principales
escritores patagónicos. Obtuvo numerosos reconocimientos, como el primer premio
de poesía de la Biblioteca Avellaneda de Comodoro Rivadavia, el primer premio
de cuentos en el primer concurso patagónico de cuentos de la Dirección de
Cultura del Chubut, el primer premio de poesía en el Concurso del
Cincuentenario de Comodoro Rivadavia, primer premio en teatro, con Anita
Aracena, de la Dirección de Cultura del Chubut, segundo premio en ensayo de la
Dirección de Cultura del Chubut, segundo premio en ensayo en la “Semana del
Arte” de Rawson, menciones especiales en el concurso Isernia de Poesía, premio
F. Colombo de Buenos Aires, premio Meridiano Artístico de Rosario, primer y
tercer premio en el concurso de “Vosotras”, diploma de honor de Unesco filial
Brasil y primer premio del Concurso Patagónico de Poesía de 1967. El presente
cuento fue tomado de su libro “Papa botas altas” (Gprocultura, Comodoro
Rivadavia, 1986).
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