Encuentro
Subterráneo
Por Olga
Starzak
El encuentro estaba previsto para el atardecer de ese mismo día. Lo
había esperado con ansias; mis años juveniles habían pasado pronto y la
perspectiva de la soledad me atrapaba en pensamientos ateridos de nostalgia. Imaginaba
cientos de noches de invierno en espera de amaneceres que me devolverían a la
vida de los otros; la mía transcurría impávida, aguardando el milagro del amor.
Provenía de una familia con estructuras del siglo pasado, que no me habían permitido
ver con buenos ojos el futuro de una mujer sola. 30 años eran bien pocos para
el siglo en que vivía, pero bastantes para una muchacha que todavía no había
sentido más que cariño hacia los hombres
que la rodeaban.
Por intermedio de una comunidad cibernética de hombres y mujeres solos,
conocí a Diego. “Humus” se hacía llamar en la pantalla; y me costó esa vida de
ensueño darme cuenta del porqué.
El encuentro se concertó por mensaje de voz. Su voz era suplicante…
Creí, de veras, en su dificultad de
venir por mí. Fue determinante en sus expresiones: necesitaba verme y su
dirección era Francisco de Asís al 2998. No era difícil llegar: la línea 77 me
dejaría en la terminal de trenes. Una sola era la que tenía destino al barrio
que habitaba. Terminaba su recorrido justo en la calle en que él vivía. No
había forma de equivocarse, dijo.
Y no me equivoqué.
Ni siquiera sé cómo llegué a ese particular andén; no tenía más que un
metro de ancho y la máquina que me transportaría contaba con tres vagones de dimensiones limitadas, donde solo
era posible ubicarse sentada o de rodillas. Subí en el último vagón que, a modo
de batea, me permitía ver lo que pasaba
alrededor. Pero todo lo que allí pasaba
era oscuridad. Es que las vías iban descendiendo por un estrecho túnel,
adentrándose cada vez más al interior de la tierra.
El aire comenzó a hacerse denso.
Poco después, entre callecitas de piedras, el carro comenzó a lentificar su marcha y paró. Descendí sin
saber adónde iba. Los letreros me señalaron una calle que no era la que
buscaba; las opciones eran dos y pronto, a la derecha, apareció la señalización esperada.
Caminé sin prisa buscando los números en sus edificaciones. Con
precaución por el escenario inusual, pero con renovada alegría ante la
perspectiva del encuentro. A diferencia de lo habitual, los números de las
viviendas no se sucedían por veredas pares o impares: es que había solo una
vereda. Y la numeración era vertiginosa: del 1002 al 2004, del 3303 a 3909, 5110 al 5990…,
y entonces me detuve. Retrocedí hasta la primera cuadra dispuesta a preguntar.
En lo alto de una casa de varios escalones, un muchachito estuvo dispuesto a asesorarme. Con voz de
niño a pesar de su apariencia casi adulta, me contestó que el 2998 era el
habitáculo contiguo al suyo. Que golpease con fuerza: su dueño debía estar esperándome.
No me pareció demasiada creíble su información, tal vez por su aspecto: estaba
como de guardia en la puerta de su morada, no se movió ni un ápice al
contestarme. Sus brazos y piernas al descubierto exhibían innumerables tatuajes
de imágenes siniestras, su rostro estaba
atravesado por piercing de grueso
calibre. Su tez, nívea, contrastaba con el azabache de los cabellos. Y la
indumentaria mostraba los colores más variados y furiosos. Le agradecí y me
detuve en la altura buscada; mas nadie acudió. Ya temerosa, emprendí el
retroceso.
Era un barrio de callecitas angostas y edificaciones altas. Cada una de los
pasajes terminaba pronto y solo era posible el regreso, por el mismo lugar.
Como un árbol de gran tronco desde donde nacen innumerables ramas. La luz
estaba dada por faros que, ubicados en los balcones de las casas, no conocían
de días y de noches. Parecían estar siempre prendidos.
Frustrada por el desencuentro inicié, sumida en la confusión, la
partida. Afanosamente caminé en busca del tren que me devolvería a mi sitio: la
superficie de la tierra.
Mas no llegó.
Una calle aledaña me transportó a un mundo vitalicio. En sus laterales,
bultos de gritos acudían a mi paso. Voces de niños, llantos de hombres y gemidos
de dolor eran ahora los protagonistas de mi andar desesperado.
Era evidente que había equivocado mi camino: no podía estar allí el
hombre que días antes, con voz trémula, y deseoso de conocerme, había invocado
–en pos de una vida juntos- las palabras más tiernas y las ansias más profundas
de un futuro promisorio.
Así fui espectadora de un escenario siniestro, de dimensiones tan
limitadas como los senderos circundantes pero, para colmo, techados de gruesos
vidrios, circundados de paredes de espejos que multiplicaban el horror. Desde
el fondo avanzaba, con paso lento y andar cansino, la figura de un hombre
incompleto. Es que su cuello era el límite superior: un espectro sin cabeza que
emanaba una energía descomunal quemando
todo cuanto rozaba al pasar. A medida que fui acercándome al sitio que ocupaba,
como por fuerza endemoniada, comenzó a destilar fuertes bocanadas de humo por
su cuello circuncidado. “Humus…” me dictó mi consciencia, y poco después, desde
el tronco del hombre sin cabeza, comenzó a desarrollarse el rostro del hombre
buscado.
Me desvanecí. Quién sabe por cuánto tiempo.
El tren acudía una vez al día, y a mi despertar ya había pasado. Debía
encontrar una forma de protegerme hasta el siguiente día. Para entonces no
sabía que nadie que hubiese ingresado allí, al submundo de la locura, podría
salir con vida. No sería yo la excepción. Ya había visto demasiado.
Presa del pánico y con la imagen de Humus
sin poder borrar de mi mente, conduje mis pasos por una cuesta por donde se
respiraba olor a mar. Fue una verdadera sorpresa reparar en ella. Una tenue
brisa fue refrescando mi cuerpo, y el
tormento del encierro cobró nuevas perspectivas. Si encontraba allí un lugar
seguro donde hacer una tregua entre mi vida y esta pesadilla, pronto estaría a
salvo.
Mas tampoco eso me había sido destinado.
Cuando, después de subir un interminable sendero de acantilados que alcanzaban
importante altura y hacían cada vez más lejano el sitio urbanizado, logré
divisar el azul del mar y el rumor de sus olas, ya había notado que estaba
siendo perseguida. Pero la luz natural me indicó también que había ascendido
hacia la superficie de la tierra.
Mi única salida para escapar de la muerte que ya se olía era tratar de
hacerme a la mar, y conseguir ser más fuerte que mi victimario. Así, tal vez,
burlar al destino, y retroceder a nado (única manera que estimaba posible ya
que no divisaba tierra en ninguno de los horizontes) hasta abordar el tren que
me alejara de mi destierro.
Vivir un mundo fantasmagórico en el
interior del planeta era demasiado para mis jóvenes años y ese intento de escapar de la soledad.
El hombre que me seguía tenía una
máscara cubriendo su rostro. No había expresividad en los rasgos allí marcados,
sí la inercia y la frialdad de la nada. Me seguía a paso lento pero seguro y
cuando en sus manos detecté el arma con la que me cazaría, no dudé cuál sería
mi final. Un rastrillo con asa pequeña y
ocho protuberantes dientes era el arma que, incrustada en mi nuca, paralizaría
mi sentir hasta que, absuelta del horror, me declamara figura fantasmal
habitante del suburbio subterráneo, donde quizás Humus alentara esperanzas de poseerme.
No estaba dispuesta a tan cruel final.
E inicié el desafío de la escapatoria.
Era
buena en el arte de nadar y este era el momento de poner a prueba toda mi
resistencia.
No había orilla que me permitiera hacerme a la mar; sí unas rocas que me
conducirían a ese océano desconocido; para ello debía sortear una suerte de
dificultades. Eso intenté. Trepé por enlomadas, clavé mis manos y pies en sus
superficies puntiagudas, resbalé en otras, me cubrió una y diez veces el oleaje,
y cuando pude mirar hacia atrás vi que el hombre de la máscara se había
detenido. Pensando que estaba al alcance
de ser blanco de sus objetivos, me tiré al agua. Y observé la acción más esperanzadora: emprendía
la retirada.
Lo que no pude ver desde allí es que había dejado a mi merced,
procurando a mi regreso una batalla sin ventajas, el arma que lo acompañaba.
Trepé las ondulaciones rocosas con más cansancio por el miedo que agobiaba que por el estado físico que había
comenzando a ser neutral. Tendría que desandar el camino transitado, contar con
la ausencia del enmascarado y hacerme de un escondite seguro. Si es que lo
había. Supuse que el día estaría acortándose y a primera hora de la mañana terrenal, podría subir al
tren de la vida.
Para ello debía, nuevamente, penetrar en ese suburbio subterráneo y la
sola idea me espantaba. Cuando pasó un tiempo prudencial y sentí que la
ausencia de mi perseguidor era real, me animé. Fue cuando avizoré el rastrillo
apoyado sobre una piedra, justo en el medio del pasadizo que debía atravesar
para iniciar la bajada por la senda del horror.
Era evidente que la herramienta estaba puesta para ser vista. Y pensé
que si se esperaba de mí que lo tomase, lo más probable es que encerrara en sí
mismo, una trampa.
Y sin tocarlo siquiera, continué.
Corrí cuanto pude. Era fácil hacerlo debido a la regularidad de la
pendiente. Aún así, al primer descanso que hice, escuché un andar presuroso. Apenas
se presentó una calle aledaña, me sumergí en ella buscando inocentemente,
engañar al atacante.
No había reparado hasta entonces
que a ambos lados del pasillo que recorría se elevaban, cada vez más alto, las paredes
de roca que venían escoltándome. Poco era lo que podía ver: el camino se
develaba a medida que iba avanzado. Al mismo momento que se estrechó tanto como
para impedir mi paso, sentí en la nuca el aliento del enmascarado. Y uno a uno
pegarse a mi espalda los dientes del arma.
Y con mi propio grito desgarrador, me desperté sabiendo que ahora era
una más en el mundo subterráneo.
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