google5b980c9aeebc919d.html

martes, 9 de junio de 2015

EL POEMA DE HOY




POR LAS CALLES DE DESEADO


Por Mario dos Santos Lopes (*)




No sé qué extraño misterio
me tiene atado a tus calles,
no sé por qué me provocan
a caminarlas, y a amarte
aunque haga frío y la escarcha
me esté invitando a quedarme,
aunque haya pasado el tiempo
y el tiempo quiera matarme,
me gusta andarlas de día
como queriendo apurarme,
pero las amo de noche
porque saben ocultarme,
estas son las calles nuestras
las que mil secretos saben,
las que camino en silencio
Aunque a veces no te quiera
y muchas veces me canse.
Aunque nadie lo comprenda
y no sepa qué explicarles
siempre queda otra vueltita…
es tan lindo caminarte.
Aunque ya debo volver
a casa porque es muy tarde,
te seguiré recorriendo
con un andar incansable.
Habrá mil sitios hermosos
pero me gustan tus calles…





(*) Escritor de Puerto Deseado. Nació en Buenos Aires en 1959; veinte años después se radicó en Puerto Deseado, para ejercer como maestro de escuela primaria. En 1984 publicó su libro “Un vuelo de cien años”, sobre la historia local. Sus trabajos han sido incluidos en varias antologías y ha obtenido diversos reconocimientos. Es también autor de temas musicales y periodista. Desde 1988 dirige el semanario “El Orden” y desde 1985 conduce el programa radial “Deseado Revista”. Ha colaborado con diversas publicaciones, como “Cono Sur”, “El Patagónico”, “Esquiú”, “Tiempo Sur”, “Crónica” de Comodoro Rivadavia y otros medios periodísticos. Entre 1984 y 1987 fue Director de Cultura de Puerto Deseado; y en 1996 organizó la “Primera antología de escritores deseadenses”. El poema que se publica está incluido en la antología “Santa Cruz. Sus escritores de Fin de Siglo” (Subsecretaría de Cultura de la Provincia de Santa Cruz, Río Gallegos,2005)

Bookmark and Share
votar

viernes, 5 de junio de 2015

EL CUENTO DE HOY





        Tinieblas impenetrables
                                  
           Por Olga Starzak 




Siempre  estaba sola;  parecía ignorar al resto del grupo. Su mirada perdida hacia el inalcanzable cielo azul... los ojos  inmóviles como queriendo atrapar, en un intento, todo el misterio del universo. Quién sabe qué pensamientos ocupaban, ahora, su mente.  Aun conociéndola, como creía, no me animaba a presumir las razones que  hacían de esta mujer joven e inteligente una persona tan singular. No era casual que estuviera allí, yacente, en una jornada  programada para el descanso, pero no para la  impasibilidad.
 Todos teníamos alguna tarea asignada  y éstas habían sido detalladas, varios días antes, cuando el ascenso al Aconcagua era un sueño impostergable.
 De haber sido para ella la primera vez,  hubiese pensado que estaba sufriendo el Mal Agudo de Montaña o algo similar; dos razones me hacían descartar esta hipótesis: primero,  habíamos ascendido  hasta el Refugio “Las Leñas” en sólo siete horas y sin ninguna dificultad para aclimatarnos, segundo, para Luisina esto era sólo un juego.
 La observé durante largo tiempo hasta que la voz de Paulo atrajo mi atención.
-Agu, necesito de tu ayuda.
-¿Qué sucede? –pregunté. Ya sé, no me digas nada, otra vez problemas con tu mochila.
-Es el cierre. No puedo creer que vuelva a trabarse. Lo mandé a arreglar antes de la expedición.
No era nada importante y pronto resolvimos el problema. Admiraba a Paulo. Había estudiado geología y le encantaba reconocer que había perdido el tiempo. Su vocación era el alpinismo. Lo había practicado en varias partes del mundo y era la tercera vez que lo hacía en este lugar.  Era responsable, seguro y audaz; conocía, como ninguno de nosotros, las diferentes técnicas de escalada. Me gustaba, pero sabía cuales eran sus prioridades; él mismo me había comentado su decisión de interrumpir su matrimonio al no sentirse comprendido por su mujer. Las razones eran, a su entender, muy simples: su presente y futuro estaban  en las alturas; era aquel el único sitio donde se sentía completamente libre, donde se ponía en contacto con dimensiones insospechadas de su propio ser. No estaba dispuesto a cambiar esa vida. Y yo soñaba con dejar alguna vez el deporte  y dedicarme a cuidar niños.

Nos habíamos propuesto continuar el viaje antes del mediodía. Allí dejaríamos una carpa armada y  un par de bolsos que no necesitaríamos; el clima se aventuraba  favorable  y no queríamos subir con mucha carga.  Juan Manuel, el veterano del grupo,  se disponía a preparar lo que sería nuestro primer almuerzo en la montaña. Él había comenzado a practicar alpinismo unos pocos años atrás. Tenía  cuarenta años y dos matrimonios. Era profesor de educación física. Sus dos hijos varones, dedicados al deporte en alta montaña, lo habían estimulado  para que concretara el anhelo largamente relegado.
Nos  ofrecimos como ayudantes de cocina y ante su negación nos sentamos a contemplar el panorama que se nos presentaba como una imagen paradisíaca. Aún podíamos apreciar la senda recorrida. A pocos metros y bordeando la quebrada admirábamos el río “De las vacas”. Nuestro refugio, para cualquiera que lo observara de un punto más o menos distante, se mimetizaba  con el paisaje y no era tan fácil, para un inexperto, acceder a él. Por momentos  el ambiente sería desolado y  los vientos soplarían sin tregua. Nos expondríamos a posibles aludes, caídas de piedras o bruscos cambios climáticos. Sin embargo,  ninguno de nosotros estaría allí si no  fuera precisamente por el desafío de esa  aventura  que  confería el Aconcagua.
Mientras reflexionábamos sobre los próximos pasos de nuestra travesía y la necesidad de  llegar antes del anochecer a  nuestro destino inmediato, el  refugio “Casa de Piedras” donde pasaríamos la noche, recordamos a  Luisina.
-¿Qué le pasa a esta chica? –pregunté.
-No se movió de ese lugar desde que llegamos, ni siquiera desplegó su bolsa.  Durante la escalada no dijo ni una sola palabra, pero no me sorprende. Sé el grado de concentración que asume frente a la ascensión, pero ahora comienzo a inquietarme –acotó Paulo.
-No te preocupes.
Minimicé la situación, entendiendo que el hecho poco tenía que ver con la actividad que habíamos emprendido.
Paulo opinaba que ella estaba manifestando síntomas de agotamiento;  y que su excesiva postración podían ser consecuencia de un entrenamiento insuficiente. Si esto era real,  la situación se complicaba. No  podría continuar el camino y tendría que esperarnos allí hasta nuestro regreso, no menos de cuatro o cinco días. Nos preguntábamos si estaría en condiciones de afrontarlo. Íbamos a averiguarlo.
 Nos acercamos a ella y confirmamos que dormía profundamente; debíamos despertarla y comprobar qué le sucedía. Alertamos a Juan Manuel de esta circunstancia y pronto preparó un jarro de té caliente muy azucarado para prevenir una posible deshidratación.
Luisina se despertó rápido y sin signos de malestar. Pidió disculpas por haberse dormido y sacando su máquina de la mochila,  que hasta entonces había sido  su almohada,  comenzó a tomar fotografías desde ángulos diversos. Decía que debía  dejar testimonio de  este  escenario de historias compartidas y de actos de coraje. Le otorgaba  a cada imagen un comentario propicio para el espectacular goce que el paisaje producía.
-¿Me  parece o es hora de comer? –se interesó.
Anonadados por su actitud y sin realizar comentarios, nos dirigimos  hasta el lugar donde el cocinero de turno ultimaba los  detalles del almuerzo. Disfrutamos de la comida en un clima muy ameno, mientras compartíamos anécdotas de otras escaladas.

Media hora después, con los arneses dispuestos en nuestras cinturas y las sogas aseguradas,  reiniciamos la escalada. Paulo en primera línea, lo seguía Luisina, detrás de ella iba  yo, y más abajo Juan Manuel. La pared presentaba todo tipo de dificultades y no era para nosotros una novedad. Yo sentía  cómo la emoción invadía  todo mi ser, la adrenalina corría deliberadamente por mi sangre. Cada momento era una  amenaza. El hielo a punto de desprenderse, la apretada  nieve que, ahora, se manifestaba cada vez más dura y resbaladiza, la roca  irregular  burlándose de nuestro calzado engrampado. Cada paso realizado era una meta lograda. Los pies  se pegaban al piso, por momentos en pendiente, muchos otros casi en vertical. Eran nuestra herramienta privilegiada. Nadie miraba  para atrás; no hablábamos, sólo en raras situaciones donde la peligrosidad del terreno obligaba a anticipar.

No se siente el frío de la montaña; se huele a aire puro. El silencio en la inmensidad profundiza el misterio. Los colores se intensifican;  se  percibe el horizonte que vamos dejando atrás. El alma queda al descubierto y  es imposible hacer algo por evitarlo. Por eso sabía que la mujer caminando adelante escondía  una preocupación que la sentenciaba.
De los tres era yo quien más conocía a Luisina. Ambas vivíamos en Rosario y durante muchos fines de semana nos encontrábamos entrenando en palestra en el Club del Campo. Tenía unos veintitrés años. Era del sur del país y estaba realizando, sin demasiada convicción, la carrera de psicología. Alguna vez me comentó que, debido a su inconstancia,  su familia se sentía defraudada. Recordaba, con tristeza, el motivo de la primera visita, después de años, realizada a su casa: su madre había muerto y llegó minutos antes del entierro. Años después volvió ante similares circunstancias: su única hermana había sufrido un accidente automovilístico. Contaba  que, en ambas ocasiones y durante los días previos a esos acontecimientos, sensaciones inusitadas y pensamientos adversos se apropiaban  de su mente. Sentía  profunda tristeza y una  angustia fuerte e inexplicable que -tiempo después entendió-  anunciaban la tragedia.

 Cerca de las ocho de la noche, con la incipiente luz de la luna llena que se nos regalaba, armamos nuestro refugio en “La Casa de Piedras”. Una amplia y confortable carpa nos albergaría a todos. Luisina era  la encargada de armarla y disponer las mochilas con toda  la ropa y artículos imprescindibles para una larga noche que se exponía demasiado fría y con unos imprevistos nubarrones sobre el firmamento, único testigo de nuestros actos. Paulo y yo debíamos recomponer los equipos;  Juan Manuel prepararía la cena, esta vez nada elaborado, unas latas de jardinera con atún, té de frutas para beber y de postre almendras y pasas de uva.
 De no presentarse inconvenientes,  al día siguiente llegaríamos  a la cima.
Mientras realizábamos nuestras respectivas actividades intercambiábamos ideas. Otra vez  me llamó la atención la conducta de nuestra compañera. Se mantenía callada, su rostro preocupado, el entrecejo oprimido, absorta la mirada...  Realizó su trabajo con desmedido esfuerzo utilizando tres veces más del tiempo que la tarea requería.  Estaba ensimismada en sus pensamientos y anteponía una barrera difícil de traspasar. Era una joven con mucha sensibilidad. Utilizaba con frecuencia métodos de control mental, creía en el destino del hombre y en  la inmensa capacidad del ser humano para anticipar situaciones o dominar circunstancias diversas,  y entrenaba en técnicas de relajación y traspaso de energía. Respetábamos sus creencias, muchas de las cuales,   compartíamos.

Por muchos intentos que realizara no lograría saber lo que le sucedía.
Fue Juan Manuel quien indagó:
-¿Te sentís bien? ¿Cómo está tu cabeza?,  ¿hay mareos?
-Despreocupate. Está todo okey. –respondió continuando lentamente con el piso de la carpa. -Si en verdad algo me pasa,  les aseguro que hasta yo misma lo desconozco.
Allí cesó la conversación sobre el tema. Nos dispusimos a  comer y luego a descansar. Al día siguiente nos esperaba una larga  y riesgosa jornada. El pico más alto del Aconcagua sería nuestro; sentiríamos apropiarnos de cada espacio, besaríamos su tierra, nos deleitaríamos ante su presencia. El Centinela de Piedra, tal como era conocido en el mundo entero,  sería testigo de nuestras emociones.

Paulo y Juan Manuel se durmieron al instante; yo también estaba realmente cansada. Luisina tenía encendida su tenue luz de noche y la escuché susurrar. Me di cuenta que oraba. Entre sus manos descansaba un librito; pronto comprendí que se trataba de una Biblia. Quise entablar una conversación más íntima,  pero la evité con el único objetivo de no molestar a los demás. No sé en qué momento me dormí y qué habrá pasado luego con ella.

Imprevistamente un fuerte viento  comenzó a sacudir nuestra carpa. Luisina nos despertó. Era necesario ajustar los tirantes y  agregar un sobretecho. Con esfuerzo intentamos hacerlo. Al abrir el cierre comprobamos que nos azotaba una tormenta; estábamos en medio de una gran nube de nieve; el viento era tan intenso que no  podíamos mantenernos  parados. Nos reequipamos con la ropa adecuada para estos avatares y decidimos esperar dentro de la carpa. La aseguramos y -hasta cuando aguantara-  nos quedaríamos allí.

-Tengo que salir y proteger el techo –anunció Luisina,  esta vez inquieta por los acontecimientos.
-Ni se te ocurra –le dijo Juan Manuel,  advirtiendo que estaba a punto de fracasar su primer intento de arribo a la cumbre.
-No se desesperen, esto ya va a pasar –tranquilizó Paulo. E invitó a tomar mate con algunas galletas. Aportaría los chocolates y las barras de cereal. -Agua no nos faltará; y aun cuando tengamos que quedarnos todo el día acá,  el refugio es lo suficientemente seguro para albergarnos. Apenas aminore el temporal volveremos a reforzar la carpa y sólo nos quedará esperar que el tiempo se apiade de nosotros. ¿Se olvidaron que estamos a tres mil doscientos  metros sobre el nivel del mar? ¿Qué esperaban?, ¿un sol radiante?

  La suerte nos ayudó; el agua de uno de los termos estaba bastante caliente como para disfrutar de los mates que Juan Manuel cebaría. El era el más inexperto del grupo y quería saber las posibles adversidades que podían presentarse.
Ninguno de nosotros contó todas las que conocíamos.

El viento pegaba cada vez más fuerte, el lateral izquierdo de la carpa había comenzado a rajarse y se movía de una manera impresionante. Entre todos la volvimos a sujetar; nos tranquilizaba saber que el piso estaba muy bien anclado. La nube que ahora nos tapaba destilaba nieve dura; se sentían los golpes sobre la lona. sabíamos que si intentábamos salir,  ni siquiera sería posible respirar. Calculábamos que el viento corría a más de ciento veinte kilómetros y la temperatura era inferior a doce grados bajo cero. La única posibilidad era esperar que amainara la tempestad. Para entonces habíamos comprendido que nos quedaríamos sin lograr nuestro objetivo: la bandera argentina de este lado sur de la montaña no flamearía ante  nosotros; quién sabe si aún se mantenía en pie la inmensa cruz que allá arriba nos esperaba.

Fuera de control y con evidentes signos de miedo, Luisina continuaba insistiendo en salir, mientras  cubría su rostro con un par de  pasamontañas, se ponía  las gafas,  los guantes y adhería grampas a su calzado.
-Estás loca –le dije. -Vos sabes mejor que yo de qué se trata esto. Dejate de hacer boludeces y no hagas más difíciles  las cosas. Si sos tan inmadura como para no bancártela te hubieras dedicado a otra cosa –Traté  de provocarla.

Utilizando toda la fuerza de sus manos, abrió el cierre de la carpa, e impetuosamente,  salió.
- Ayúdenme, hijos de puta.
Se escuchó un bramido y, de pronto, un grito desgarrador se perdió en la madrugada de aquel día.

La calma que devino poco más tarde nos encontró reuniendo nuestras pertenencias para iniciar el descenso más lastimoso que hubiéramos imaginado jamás.



Bookmark and Share
votar

martes, 2 de junio de 2015

EL POEMA DE HOY




Tardes de ritmo lento

Por Carlos Ruiz




Ritmo lento el de mi pueblo
Avenida Tello a la hora de la siesta.
Todavía hay ripio
y los rosales del Bulevar se opacan con el polvo constante
hasta que una tormenta los lava y vuelven a brillar.

Ritmo lento el de mi pueblo
Y junto al río nos sentamos con el tarrito de lombrices
la línea con tanza nueva y los anzuelos azulados recién comprados.

Ritmo lento el de mi pueblo
El corchito se mueve, señal que un pejerrey se ha enganchado
Una trucha sería mejor para premiar la competencia de los pescadores.

Tarde veraniega y somnolienta
Las risas de mis amigos rompen la quietud de las torcazas.
A ellas también les gusta el ritmo lento de mi pueblo
Como a nosotros.


Bookmark and Share
votar

jueves, 28 de mayo de 2015

EL CUENTO DE HOY




LA TRANSFIGURACIÓN DE MAURO

Por Carlos Dante Ferrari



        A los 52 años, Mauro llevaba una vida tranquila. Criado en un pueblo chico, había disfrutado de una infancia feliz. Siempre fue un buen alumno; en especial, le gustaban los idiomas. Aprendió el inglés y después, en el bachillerato, algo de francés. Le quedó como asignatura pendiente el italiano, un idioma que amaba por haberlo oído hablar a su padre, oriundo de Sorrento. Giácomo Benatti falleció repentinamente, víctima de un ataque cardíaco, cuando Mauro tenía ocho años. Esa pérdida lo marcó mucho, pero se sobrepuso gracias a su madre, que lo instó a progresar y a no dejarse vencer por las dificultades.

        Empezó a trabajar apenas terminó el colegio secundario para ayudar a la economía hogareña. Se empleó como dependiente en un comercio de ramos generales, donde fue haciendo carrera con rapidez; los dueños apreciaban su buena disposición y una notable capacidad organizativa. En pocos años llegó a tener funciones gerenciales, con un sueldo razonable que le permitía ahorrar. Pronto pudo comprar un terreno y su primer automóvil.

       Roxana apareció en su vida cuando él ya tenía 28 años y ella, 25. Se enamoraron a primera vista. El matrimonio llegó después de un breve noviazgo. La recién casada no tuvo inconvenientes en aceptar que su suegra, ya mayor y bastante enferma, viviera con ellos. Se mudaron al hogar paterno mientras construían su primera vivienda en el lote. Tres años más tarde, cuando la casa estuvo edificada, habían ocurrido dos acontecimientos recientes: la muerte de doña Laura y el nacimiento del primero de los hijos, Esteban. Alexia vino al mundo dos años después, complaciendo el deseo de la madre de tener una hija. A esa altura Mauro ya estaba habilitado y al frente del almacén de ramos generales, que por entonces era uno de los comercios más tradicionales de la ciudad.

        La vida familiar transcurría sin sobresaltos. Los hijos crecieron, terminaron sus estudios secundarios y decidieron seguir carreras universitarias en Buenos Aires. Sus padres estaban dispuestos a complacerlos, pese al dolor que significaba verlos partir. Primero se fue Esteban; quería ser arquitecto y mostraba tener todas las condiciones para esa profesión. Dos años más tarde le siguió Alexia, con clara vocación por la abogacía. Los hermanos compartían un pequeño departamento alquilado en el barrio de San Telmo y cursaban estudios en la universidad estatal.

        Cierto día los hijos recibieron una mala noticia: Mauro había tenido un fuerte desvanecimiento y estaba internado en terapia intensiva, en estado de coma.

       Apenas regresaron a la casa familiar, la madre les dijo que estaba esperando los resultados de los primeros estudios; entre ellos, una resonancia magnética y una tomografía. El neurólogo los citó dos días más tarde. Habían detectado la presencia de un tumor de casi cinco centímetros de diámetro; estaba localizado entre el hipocampo y el cerebelo. Las imágenes con contraste indicaban una textura homogénea, compatible con un aparente faringioma, aunque su localización era bastante atípica. “Si el diagnóstico se confirmara, probablemente se trate de un tumor benigno”, agregó el médico, con el propósito de tranquilizarlos.

   Desesperada, Roxana le preguntó qué medidas pensaba tomar. “Por el momento quiero esperar el resultado de otros estudios y análisis, señora. Les pido que tengan un poco de paciencia; de aquí al miércoles decidiremos con el equipo los pasos a seguir.  En estos casos es importante ver cómo evoluciona el cuadro. Para su tranquilidad, desde el punto de visto cardiológico su marido está muy bien. Lo tenemos bajo control y en lo inmediato no corre mayores riesgos”.

    Alexia y Esteban lograron asimilar con rapidez la situación y apoyaron las palabras del profesional, instando a la madre a aceptar la propuesta médica. “Esperemos hasta el miércoles, mamá, como dice el doctor; faltan apenas dos días”. Los tres se retiraron bastante acongojados, aferrándose a la posibilidad de que se confirmara el diagnóstico de un tumor benigno. Por el momento, esa era la única luz alentadora que podían vislumbrar al fondo del túnel.

      Para sorpresa de todos, Mauro despertó día lunes por la tarde. Se lo veía muy bien, notablemente animado. La mañana siguiente lo pasaron a una habitación común. La única novedad era que ahora el paciente se expresaba únicamente en idioma italiano. Al principio la familia llegó a suponer que era tan solo una imitación, un cocoliche inventado, pero uno de los clínicos conocía la lengua toscana, y después de escucharlo un buen rato les aseguró que lo hablaba con toda fluidez.

      “¿Y qué es lo que dice, de qué habla?”, preguntó Roxana, angustiada.

      “De nada en particular” –les contestó el médico–, “frases simples, generalidades. Se manifiesta contento por sentirse muy bien, pregunta cuándo podrá volver a su casa, dice que tiene ganas de comer una buena pasta; cosas por el estilo”.

     Por si esto fuera poco, también había cambiado mucho su personalidad. De ser un hombre poco locuaz, ahora Mauro hablaba hasta por los codos, reía y hasta cantaba antiguas canzonetas.

     Un psicólogo convocado al efecto arriesgó la posibilidad de que se tratara de una grabación mental precoz de palabras y canciones oídas al padre cuando era muy chico. “No olvidemos que el tumor está presionando áreas vinculadas a la memoria” –les dijo–. “Tal vez eso le ha despertado ahora recuerdos sepultados en el inconsciente”.

    Esteban y Alexia también estaban desconcertados aunque, tal vez por su juventud, no tomaban esta situación tan a la tremenda como Roxana. Los divertía ver a su padre tan alegre, dicharachero, cargado de buenas energías. No entendían muy bien lo que decía, pero captaban el sentido general de sus frases y lograban comunicarse con él. Mauro, por su parte, comprendía todo lo que se le preguntaba en castellano, aunque sus respuestas siempre eran en el idioma peninsular.

      El panorama se complicó cuando la familia tuvo una nueva reunión con el neurocirujano. El médico parecía bastante desorientado en cuanto al camino a seguir. Era estimulante comprobar –dijo que la protuberancia no daba signos de seguir creciendo. Sin embargo, al propio tiempo admitió que la presencia de ese cuerpo extraño en el cerebro había alterado la conducta del paciente en forma profunda; de no adoptarse alguna medida, sería poco probable que volviera a su estado anterior. “Es muy importante evaluar alternativas”, –les hizo notar el doctor Laveira–. “Tengan en cuenta que la extirpación constituye una cirugía del alto riesgo”.

    Aquí fue donde la reacción de Roxana introdujo un factor inquietante: ella quería a su marido, no a ese hombre desconocido que parecía haberse introducido de pronto en él como un impostor. Primero fue una leve protesta, pero luego, al ver que el médico no parecía tener intenciones de hacer algo concreto, su reclamo se volvió enérgico. Lloró, gritó y exigió que “le devolvieran a su esposo”.

     Los hijos estaban desconcertados. ¡Su padre se veía tan feliz, tan saludable!

     De pronto Alexia tuvo una idea que logró descomprimir la presión del momento.

    –Doctor: ¿usted considera que es urgente tomar una decisión, o podríamos esperar unos días más para ver cómo evoluciona mi papá?

    –La verdad es que mientras su padre no vuelva a tener otro episodio de pérdida del conocimiento, no advierto ninguna necesidad de hacer algo inmediato. Es más, dudo que el coma se repita; pienso que fue una reacción defensiva inicial del organismo, pero ahora lo veo compensado, con los parámetros fisiológicos normales. En fin, señora –agregó, dirigiéndose a Roxana–, creo que podemos mantenerlo internado y en observación por lo menos otra semana más.

       La mujer aceptó a regañadientes. Los hijos, en cambio, suspiraron aliviados.

      Durante los días siguientes Mauro se veía cada vez más fortalecido, y por la misma razón, empezaba a volverse impaciente. Quería volver a su casa; estaba cansado del sanatorio y del pollo con puré de zapallo. Él quería devorar una buona pasta. Roxana se exasperaba. Los hijos trataban de calmarlo, le hacían bromas, le pedían que entonara alguna de esas cancioncillas divertidas, y él finalmente obedecía de buen talante. En su fuero íntimo, Alexia se decía a sí misma que nunca había disfrutado tanto la compañía de su padre.

     Finalmente un par de episodios se concatenaron para desatar la furia de la esposa.

     El primero fue un viernes al atardecer. Mauro hablaba animadamente sobre algún episodio de pesca que parecía recordar de su juventud. Lo extraño es que él jamás había salido a pescar. De repente Esteban, intrigado, decidió hacerle una pregunta:

    –Eh, papá, ¿y cuál es tu nombre, eh?

    El hombre lo miró con sorpresa y protestó:

      –¿Ma qual'è il problema con te? ¡Ciccio, Ciccio è il mio nome, figlio! ¡Cosa succede! ¿Oppure hai dimenticato?

     ¡Chicho! Aquel hombre tan juicioso al que Esteban había tenido durante años por su padre, ahora venía a ser el desconocido e inefable Chicho. Ni más ni menos.

     Con ingenuidad imprudente, el hijo tuvo la mala idea de contárselo a su madre y a Alexia, que habían salido a comprar galletitas y gaseosas, apenas volvieron. Roxana no lo toleró.

     ¡Basta ya, se terminó! ¡Esto es demasiado! ¿Quién es este impostor que ha usurpado el cerebro de mi marido? ¡Quiero hablar con el doctor Laveira! ¡Que lo operen ya mismo, que me devuelvan a mi Mauro!

    Y prorrumpió a llorar con desesperación. No había manera de consolarla.

    El segundo suceso ocurrió a la madrugada del día siguiente. Mauro se levantó para ir al baño; tal vez por un leve mareo, resbaló contra el lavabo y se lastimó la frente. Era una herida sin importancia, aunque sangró bastante. La enfermera dio el aviso, llamaron a la familia y cuando llegaron, lo encontraron tranquilo en la cama, con la cabeza vendada. Chicho los saludó festivamente en italiano.

      Roxana y sus hijos se reunieron con Laveira ese mismo día por la tarde. La mujer estaba dispuesta a emplear todos los argumentos necesarios para poner término a esa situación. Le hizo notar que el señor de la habitación 319 ya no se reconocía a sí mismo, que decía llamarse “Chicho” y que evidentemente su tumor estaba empeorando, prueba de lo cual era la peligrosa caída que había tenido en el baño. Cuando notó que persistía cierta vacilación en el neurólogo, mencionó la posibilidad de hacer un planteo “institucional”. Entonces Laveira cedió.

     Está bien, señora. Lo operaremos. Pero eso sí: necesitaré que firme un consentimiento informado.

     Desde ya, cuente con eso –contestó Roxana, girando el rostro hacia sus hijos en forma desafiante. Ambos bajaron la mirada.

                                                                          ***


      La operación se realizó cuatro días después y duró casi cinco horas. Cuando el doctor Laveira salió del quirófano, agotado, le dijo a la familia que creía haber extirpado el tumor completo. Ahora era necesario “esperar la respuesta orgánica del paciente”. Lo tendrían en terapia durante varios días, hasta que recobrara el conocimiento.

     Y el que regresó a la realidad era Mauro. Un Mauro débil, prematuramente envejecido, con ciertas dificultades en su oralidad y un visible deterioro de la memoria. El resultado de la biopsia indicó que el tumor era benigno y no existían riesgos de que volviera a atacar.

     La recuperación fue muy lenta. Durante casi dos meses estuvo en silla de ruedas, hasta que al fin pudo empezar a caminar, ayudado por un bastón.

     Roxana y los hijos evitaban referirse al pasado. Algo parecía haberse roto entre ellos.

     Un día Alexia le preguntó a su madre si le parecía bien que volviera a Buenos Aires. “Estoy a tiempo para anotarme a cursar dos materias, mami”, le dijo a modo de excusa. Lo cierto era que quería irse cuanto antes de aquella casa. Recibió el consentimiento con alivio. Pocos días después la siguió Esteban.

      Roxana quedó sola con su amado esposo. Todas las mañanas lo ayudaba a levantarse, le preparaba el desayuno, prendía la radio, escuchaban las noticias y abría las cortinas de par en par, tratando de que volviera a entrar la alegría a su casa. Pero Mauro había cambiado. Si antes era parco, reservado, ahora ya ni siquiera hablaba. Se limitaba a responder brevemente a las preguntas o a los cuidados de su mujer: “sí”, “no”, “gracias”, “bueno”. Eso era todo.

     Una madrugada Roxana lo oyó farfullar algo. Mauro estaba soñando. Le tocó el hombro para ver si se despertaba, pero no. De pronto creyó escuchar alguna palabra en italiano.

    ¿Chicho? –preguntó. Su voz era casi un grito.

    ¡Chicho! –insistió. ¿Sos vos, Chicho?

    ¿Eh, qué..? ¿Te pasa algo, Roxana?

    Mauro se dio vuelta. Su rostro parecía conservar un rayo de alegría que, en la leve penumbra del dormitorio, se diluía poco a poco.


     No, no me pasa nada, querido. Se ve que soñabas. Dormí, dormí.

    Y conteniendo la respiración, Roxana hundió la cabeza bajo la frazada, para que él no la viera llorar.        
                                                            
Bookmark and Share
votar

lunes, 25 de mayo de 2015

EL POEMA DE HOY




MADRIGAL DE LA NIEVE OSCURA


                               Por Aníbal Albornoz Ávila (*)




En la casa del minero muerto
su ropa huérfana tiene un silencio de maderas.
En los pliegues de una camisa,
la luz, en su porfía, desabriga
para siempre una llaga
de alma rota;
y desde su bufanda, de gris viejo,
cuelga una melancolía de lana
sin aliento.
(La ropa siempre es un desconsuelo en la casa
de un hombre que ya no llegará con sus pasos).
En una puerta, al fondo del silencio,
en donde los zapatos aún tienen su nieve,
y los abrigos del perchero
cobijan desamparos,
un recuerdo, como una palabra efímera,
despierta en una foto:
¡Una fiesta y corderos entre el fuego,
y árboles y mineros y tréboles
y diciembre, de algún año!
Nada más que eso. Nada más.
Y la inclemencia.
Sobre las ventanas de la intemperie nevada,
el viento bestial tiene el instinto del fuego
cuando va hacia su ceniza,
y poco a poco,
aquí y allá,
muere entre la noche y los techos,
como un blanco animal que abarca
el cielo.
En la casa, en una habitación trémula,
un pañuelo es un adiós en un bolsillo,
y una lámpara añeja bosteza
una oscuridad irremediable entre una cama
y el espeso maderal de los postigos.
La angustia del metal de un caño, como un deudo
de las cosas, deja oír en el silencio
la obstinación abismal
de una gota de agua
cayendo y
cayendo en la cocina;
agua que será de ahí en más una lágrima
insistente en el litoral de los sollozos.
Hasta que un día de cualquier tiempo,
alguien, en esa casa, nombrará
al hombre muerto,
y, desde entonces, incesante,
como un credo, el recuerdo habitará
la nostalgia para siempre.
En los pueblos de la cuenca, por los deshojados
pañuelos de los vientos,
llora la noche conmovida.
Nada más que eso. Nada más.
Y la tristeza.




(*) Escritor de 28 de Noviembre. Aunque nació en Aimogasta (La Rioja) en 1958, es parte de una familia de pioneros de la localidad donde reside. Autor de los libros “Aguacero del Triste”, “Pájaros con Ojos de Vidala” (poesía),” Aguas de Lavar Almas”, “El Carpintero de Hiroshima”, “Las Amanecidas del Fiordo Caupolicán y Óleo de una flor torrentosa”, “Las Probanzas de los sueños rústicos”, "El Maridaje del Pujllay” y el “Cantoral calchaquí sobre lo divino y lo humano”. Cofundó el Taller Literario Umbral, mientras estudiaba letras en Catamarca, e integró el Grupo de Arte La Payana. Dirigió el elenco estable de la Unidad Académica Río Turbio de la Universidad Nacional de la Patagonia Austral. Creó, con letras suyas, canciones con músicos como Raúl Carnota, Eduardo Guajardo, Ramón Navarro (h), Rubén Cruz, Mario Díaz y otros. Estas obras han sido grabadas, entre otros intérpretes, por Juan Iñaki, Eduardo Guajardo, Laura Albarracín, Sylvia Zabzuck y Grupo vocal Aguablanca.
Sus poemas se incluyeron en varias antologías, como “Esta que canto es América” (latinoamericana); “Antología de poetas argentinos” (de la Biblioteca Nacional) y otras provinciales. Publicó relatos y artículos de crítica literaria en diarios y revistas nacionales y extranjeras.
Entre otras distinciones recibió el primer premio del “13º Concurso Nacional de Obras de Teatro” del Instituto Nacional del Teatro dio a conocer la nómina de ganadores, dos veces el premio Bernardo Canal Feijoó, el Premio Nacional Cultura-Nación, el Premio Municipal de Literatura, finalista del premio internacional Casa de las Américas, dos veces reconocido por el Fondo Nacional de las Arte; y otras distinciones internacionales, regionales.
“Madrigal de la noche oscura” fue publicado en “Crónica Literaria”; se agradece al Sr Marcelino Alvarado habernos permitido conocer esta obra y subirla a Literasur.


Bookmark and Share
votar