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miércoles, 22 de julio de 2020

LA NOTA DE HOY




SOBRE EL DEPORTE Y LOS LIBROS

Por Jorge Eduardo Lenard VIVES




Hace un tiempo, la escritora Olga Starzak publicó en estas páginas un artículo llamado “El fútbol como objeto de la creación literaria” (*); que hablaba sobre la relación entre ese deporte y la Literatura. Luego de dar diversos ejemplos de cómo las letras reflejan tal actividad lúdica, la autora concluía que “la Literatura abarca todos y cada uno de los temas de la vida; y el fútbol forma parte de ellos”. Si se generaliza ese concepto, puede decirse que el deporte, en todas sus variantes, es parte de la vida. Por ello, no es llamativo que muchos autores lo hayan tomado como tema para sus obras de ficción. Se aclara “de ficción”, porque –salvo unas excepciones que va a ser necesario citar más adelante- quedan fuera de esta nota los numerosos, numerosísimos, ensayos y otras muestras del género didáctico que tratan sobre el tema. 

En muchas narraciones cortas y largas de ficción de diferentes países se apela a una trama deportiva, en sus distintas variedades: “Muerte contrarreloj” de Jorge Zepeda Patterson (ciclismo), “Mi cuñadito” de Rubén Rodríguez Lamas (básquet), “El precio de la victoria” de Sara Brown (tenis), “Tenías que ser tú” de Susan Elizabeth Phillips (fútbol americano)… La lista sería interminable; incluyendo las obras de varios premios Nobel: el capítulo que Thomas Mann dedica al esquí en “La montaña mágica”, el cuento “El río de los dos corazones” y los párrafos de “Islas en el Golfo” que Ernest Hemingway escribe sobre la pesca, la novela “El miedo del portero ante el penalty” de Peter Handke. Las sensaciones de diverso tipo que el ejercicio físico recreativo despierta en el ser humano fueron objeto de atención por parte de los escritores.

¿Y en la Literatura Patagónica?

Sin dudas una de las primeras menciones debe ser a Osvaldo Soriano, quien recordando su juventud en Cipolletti, volcó en el volumen “Cuentos de los años felices” algunos relatos futboleros ambientados en la zona. Uno de ellos es “El hijo de Butch Cassidy”, que narra el mundial “realizado” en Barda del Medio en 1942; singular copa del mundo con particulares reglas, disputada por una insólita nómina de equipos. Esta pasión de unir el juego de la pelota y las letras, originó hace un par de años en Puerto Madryn un concurso literario de narrativa organizado por la “Liga de Fútbol Valorado”. Si bien en su primera edición la temática era sólo sobre el balompié, en la segunda ya se amplió su alcance a todas las disciplinas deportivas.

Al tener un alcance universal, no es ajena la región a la atracción por el fútbol; pero hay otros deportes con particular incidencia en la Patagonia. Verbigracia, la natación y el submarinismo. El cuento “Séptima dimensión” de Margarita Borsella, hace referencia a una entusiasta de la apnea que, al zambullirse en el mar para disfrutar la visita a un buque hundido, sufre un incidente y una extraña vivencia. Si bien no se encuentran demasiados antecedentes del tema en la zona, es oportuno hacer aquí una excepción a la norma impuesta en esta nota –“hablar sólo sobre obras de ficción”– y mencionar el libro “Buceando recuerdos” del madrynense Pancho Sanabria; una interesante evocación de la historia del buceo nacional.

Otro de esos deportes de arraigo patagónico es el esquí. Una de las pocas novelas que lo toma como parte de la trama es “Magia blanca”, de Eduardo Gudiño Kieffer. Pero no ocurre en la Patagonia, sino un poco más al norte; en las pistas de Las Leñas, en Mendoza. No hay muchos otros ejemplos de ficciones sobre el tema; pero sí de ensayos. Por eso, volviendo a apelar a la premisa de citarlos cuando se cree necesario, se menciona como ejemplo el libro “Historia del esquí en Bariloche”, de Schatz Bachmann; que describe el desarrollo de la afición en esa zona. La otra cara de las montañas, el andinismo –mientras en el esquí se disfruta descendiendo, en la escalada el placer es ascender– ya fue tratado en este blog tiempo atrás (**), por lo que no se volverá a mencionar la vasta bibliografía que habla sobre ese deporte. Sólo se hace referencia a un par de piezas de ficción halladas sobre el particular: los cuentos “Tinieblas impenetrables” de Olga Starzak y “Juntos” de Martha Perotto.

Las carreras de autos siempre tuvieron arraigo en las localidades del sur; con algunas manifestaciones clásicas como las competencias de “Ford T” del Valle del Chubut, los “hot rod” en Comodoro Rivadavia o el rally “Vuelta de la manzana” de Río Negro. Parte de esas expresiones fueron las legendarias pruebas de turismo carretera que se desarrollaban en la ruta varios años atrás; y que el escritor Jorge Honik nos recuerda en unos párrafos de su cuento “Gondwana”. Allí remeda las transmisiones radiales por medio de la cuales se seguían las vicisitudes del certamen:

Los fluidos radiales volvieron a encontrarse y estallar. Una voz se irguió sobre la otra hasta ahogarla. Por sobre el lento monólogo, Gambino, erizado por la excitación, gritó frenéticamente: “¡El número cincuenta y nueve ya pasa por el palco oficial! (¡Brrrmmmm!) … ¡El cincueeentaynueeeve! ¡D´Onofre, identifíquenos a ese coche por favor!

Y más adelante:

… aquí viene Antonio Díaz con alguna información. Adelante, Antonio.
-Sí… eeeh... gracias, Juvenale… Emm… sí… quería decirles que… mm… tenemos la confirmación del pasaje del número cincuenta y nueve… uhhh… no tengo aquí la identificación y le agradecería a D´Onofre que nos la diera… (desde una frecuencia de onda que transformaba la voz humana en una ininteligible ronquera electrónica, llegó la voz de D´Onofre supuestamente proporcionando la requerida información) …gracias…. uhhh… D´Onofre… Repito entonces… el cincuenta y nueve acaba de pasar por… Laguna Blanca, hace aproximadamente cuatrooo… cuatro minutos.
- Gracias Díaz.
- De nada… mm… Juvenale.

Después de realizar este rápido e incompleto recorrido por el tema, se podría afirmar que no es raro que el deporte se refleje en la Literatura. Extraño sería que no lo hiciese, en especial en su faz “activa”. Pues el deporte tiene dos faces: una contemplativa, en la cual el simpatizante lo ve como espectador – que da pie a la aparición del “profesionalismo” -; y otra activa, donde es el mismo aficionado quien lo practica. Esta última faceta es muy acorde a la experiencia literaria; pues del hecho en sí surgen las emociones íntimas que generan una sensación de gozo inmanente a la condición humana. Una cosa es verlo; y otra sentir la euforia de driblear la pelota entre un par de rivales y embocarla con un tiro certero en un ángulo inalcanzable del arco, de escuchar el sonido de las tablas deslizarse sobre la nieve obedeciendo al antojo del esquiador al menor cambio de peso, de esquivar el tackle de un contrario y arrojarse con la guinda bajo el cuerpo justo en medio de la “hache”, de sumergirse en el reino silencioso del agua clara y ver el magnífico espectáculo de lo subacuático donde cada rasgo adquiere otra dimensión, de cruzar la meta después de correr varios kilómetros con el cuerpo casi exánime pero el alma llena por haber vencido las propias flaquezas, de experimentar el gozo de hacer cumbre luego de haber superado en la roca unos cuantos pasajes de distinto grado de dificultad…

¡Claro que esas son sensaciones para ser llevadas a la Literatura!




(*) “El fútbol como objeto de la creación literaria”. Olga Starzak. Literasur, 10/07/2010.
(**) “La Literatura de montaña”. Jorge Vives. Literasur, 21/07/2015.

martes, 14 de julio de 2020

EL POEMA DE HOY



        ROMANCE DEL TAMARISCO



     Por Raúl A. Entraigas (*)




A fuerza de estar con gauchos,

se ha hecho gaucho el tamarisco.


Con su tenue verde mate,

tusado como cerquillo, 

es el seto primoroso 

de la estancia de los ricos;

y crinudo y ramilargo 

junto al humilde ranchito, 

refugio de aves caseras 

y adorno agreste y sencillo.


A veces, los salitrales 

del ancho campo argentino, 

dejan yermas las llanuras

como páramos malditos; 

pero si llega a enraizarse 

nuestro arbusto campesino 

¡el páramo es un vergel, 

el desierto está vencido!


Cuando el viento patagónico 

desata su paroxismo;

¿quién protege a nuestras flores

de sus furias y silbidos?

El único buen baluarte,

el único fiel amigo 

es el modesto ramaje

de nuestro arbusto patricio, 

que las abraza en sus frondas

como una madre a sus hijos...


Ni grados ni paralelos

reconoce el tamarisco: 

tanto acompaña al labriego

que escribe el canto del trigo

con los surcos del arado.

Allá, en la patria del frío,

se acoquina tras el rancho

del ovejero fueguino 

para tenderle sus ramas

cómo quien tiende un abrigo...


A fuerza de estar con gauchos,

se ha hecho gaucho el tamarisco, 

y hoy es más criollo 

que todos los árboles argentinos.


En él templó la calandria 

los preludios de sus trinos 

y en él dejó de recuerdo

todo el calor de su nido.

Y diz que ese canto nuestro 

tajante como un gemido, 

profundo como un misterio, 

sagrado como un bautizo, 

consagrólo para siempre

como criollo al tamarisco.


Desde entonces diz que gime 

cuando gime el campesino 

bajo el látigo “e’la seca”

o al azote de un granizo.


Baila al compás del pampero

y tiembla yerto de frío, 

cuando la escarcha les corta

los pies a sus paisanitos...

Llora junto a las bordonas

y plañe tristes y estilos

cuando el viento le prodiga

sus furias y despotismos;

¡si está curtido a lo criollo, 

por la lucha contra el sino!


¡A fuerza de estar con gauchos

se ha hecho gaucho el tamarisco

y hoy es más criollo 

que todos los árboles argentinos!





(*) Escritor rionegrino (San Javier, 1901 – Buenos Aires, 1977).




miércoles, 1 de julio de 2020

LOS MICROPOEMAS DE HOY





CUATRO MICROPOEMAS DEL LIBRO “GORRIONES DE LA NOCHE”

Por Jorge Curinao (*)


Mi tristeza viene de los puentes, no de la noche.


Casi no he conocido a mi padre, pero siempre lo he extrañado. Su ausencia es un niño sin alas: dibuja un pájaro.


De noche, el viento se detiene. Un perro que ladra inventa el desierto.


El viento es nuestro amor eterno: existe para que los álamos no se olviden de cantar.



(*) Escritor de Río Gallegos. Micropoemas tomados de su libro “Gorriones de la Noche” (Trelew, Remitente Patagonia, 2020).

miércoles, 24 de junio de 2020

EL CUENTO DE HOY




LA PLUMA DE PAVO REAL

Por Jorge Rubén Sánchez (*)



El primo Luisito era un poco miedoso. Típico muchacho de ciudad, fantasioso, un tanto agrandado, enamorado de los fierros, las máquinas y las armas: un típico varón, en suma. Todos los veranos viajaba al sur, a la finca de sus parientes en el vallecito de El Hoyo, en la comarca de Epuyén y pasaba dos meses de estadía feliz. Cada jomada era una aventura y los únicos momentos que odiaba eran aquellos en que sus primas lo acorralaban con preguntas sobre la vida en la ciudad: la moda, las diversiones, los adelantos, los chismes sobre artistas... como si él viniera de otro mundo. El momento más esperado y temido era la sobremesa de la cena. A la luz vacilante del farol de querosén, las chicas contaban sus historias del lugar, todas escalofriantes. Él se hacía el corajudo y las escuchaba una y otra vez, exigía precisiones, obligando a las primas a cambiar datos, agregar personajes y exagerar los detalles siniestros. Entre todas esas historias sobresalía la del jinete sin cabeza que en las noches de luna llena (o sin luna, eso iba cambiando) aparecía de golpe, con un perrito lanudo, para sorprender y perseguir a los desprevenidos que anduvieran en la ruta a medianoche.
Ese cuento se hizo cada vez más detallado y morboso y al final, siempre salía de abajo de la alcantarilla que estaba justo en la alameda grande, frente al esquinero más alejado de la chacra. Un poco por curiosidad, otro poco por orgullo machista, a Luisito se le metió en la sesera que debía conocer al misterioso jinete. Por entonces, y mediante la alquimia literaria de las chicas, el decapitado tenía nombre: era el viejo Guerrero, que vagaba por este mundo buscando a su matador, para vengarse... o simplemente para recuperar su cabeza.
Y una noche, después de mucho pensarlo, Luis decidió quedarse despierto. Cruzaría el campo hasta el alambrado del fondo y acecharía al fantasma para tirotearlo con la pistola que había robado del armero del tío.
Las primas estaban seguras de que no se animaría a salir, así que se fueron a descansar. Antes, le exigieron que para demostrar su coraje tendría que ir hasta la alcantarilla de hormigón, meterse debajo y clavar en el barro una prueba: una hermosa pluma de pavo real que ellas le dieron.
Luisito no se iba a echar atrás. El peso del arma en la cintura lo llenaba de una irreal confianza. Se acostó vestido, esperando que llegara la medianoche.
A la una de la madrugada saltó de la cama, bajó por las escaleras sin hacer ruido y en el patio acalló a los perros adormilados. No quiso compañía. Confiaba más en un arma que en un perro... La claridad de la luna era suficiente para iluminar el paisaje y él conocía los senderos de memoria. Llegó hasta el alambrado en unos minutos y se apostó un rato, para recuperar el aliento y trazar un plan. Iba bien abrigado con un sacón oscuro y la excitación lo mantenía calentito.
La noche estaba silenciosa. Una horrible sensación de soledad lo abrumó y lo obligó a ponerse en movimiento: tomó coraje, cruzó los alambres y al trote se acercó a la mole compacta y sombría de los álamos. La alcantarilla era una estructura clara que se destacaba nítidamente, un pequeño puente que permitía el paso sobre el arroyo que desagotaba el agua de la chacra en el río Epuyén. En esa época estaba casi seco, por lo que bajó al cauce barroso y buscó los pilotes de la obra. Con mano tembleque sacó de un bolsillo del sacón la pluma de pavo real y la plantó en la orilla.
Fue en ese preciso momento en que le pareció oír una risita. Aturdido, tomó conciencia de que nunca había considerado la posibilidad de que pasara algo. Instintivamente, se arrojó al suelo y se quedó escuchando. Las risas se repitieron, sonidos entrecortados que la brisa nocturna traía en ramalazos. A medida que el miedo le crecía adentro, se arrastró sobre los codos y se asomó al borde del canal, siempre mirando en la dirección de los ruidos. A unos doscientos metros vio un bulto blanco, ancho, con aspecto levemente humano y con dos cabezas.
Dio un respingo y al mismo tiempo el bulto se detuvo y se escurrió detrás de unas mosquetas. Pensó que allí estaba acorralado, que debía llegar al abrigo de los sauces, al otro lado de la ruta. Se asomó nuevamente y el bulto blanco también, para volver rápidamente a las sombras. Escuchó chillidos sofocados y en el colmo del espanto, sacó la pistola del cinto y se puso a gritar, apuntando en esa dirección. Del otro lado también hubo alaridos y por unos momentos reinó una confusión descomunal.
El fantasma cruzó raudo y se refugió en unos troncos caídos: avanzaba hacia él. Su terror pudo más y salió del abrigo del canal, se plantó en la calle y mientras chillaba, manipuló el arma. Histérico, sus propios gritos le impedían oír las otras voces que lo llamaban.
Entonces, en un mismo instante, como movimientos sincronizados de una escena mayor, ocurrieron tres cosas: Luisito toqueteó con desesperación la pistola y el cargador cayó al suelo; la figura espectral se convirtió en las dos maestras de la escuelita que gritaban aterradas, abrazadas y con sus guardapolvos brillando bajo la luz de la luna. Y debajo del puente, una mano traslúcida se apropió de la pluma de pavo real.




(*) Escritor rionegrino. Hijo de una familia bolsonense, nació en 1953 en Neuquén y volvió a radicarse en El Bolsón en 1961. Es docente. Estudioso del folklore regional, escribe tanto poesía como narrativa. Este cuento se tomó de su libro “Al sur del paralelo 40” (El Bolsón, editorial Los salvajes, 2000). Dicho libro obtuvo el primer premio en el Concurso Literario “Arte-Vida” 2000.

jueves, 18 de junio de 2020

EL CUENTO DE HOY




EL MANTÓN DE MANILA

Por Mónica Avendaño





Se acababa de estrenar el siglo veintiuno. Marlene, joven abuela, recibía cada fin de semana a sus nietos. Eran los días más esperados por los niños. Ella participaba de sus juegos como un chico más. En su casa podían cantar, disfrazarse, interpretar los personajes de los cuentos que su yaya narraba como nadie. Ana, la única niña, de cinco años,  y la mayor de los nietos, amaba una historia en especial.
-Abu, ahora contanos la de las hermanas españolas. Dale, dale, abuela -gritaba Ana y se imponía a los demás.  
Marlene claudicaba porque también para ella era especial. Y empezaba con la narración: “En una aldea de España vivían papá Isidro, mamá Antonia y tres hijos, Ernesto, Isabel y Matilde, mellizas que se querían mucho y habían jurado que nada las iba a separar. Era una familia que había logrado sobrevivir a la Gran Guerra…”.  Acá siempre tenía que ampliar, a pedido de los varones; luego seguía: “Todos, a pesar de la humildad y escasez de la época, vivían felices. Las mellizas, desde que nacieron, fueron muy mimadas por Isidro. Sentía una devoción especial por sus hijas, y quería para ellas un devenir mejor. Incluso las imaginaba desposadas por hombres probos…”
 –¿Qué quiere decir devenir? ¿Qué quiere decir probo? –la interrumpían.
Marlene siempre incorporaba alguna palabra nueva. Seguramente su condición de Profesora de Letras no la abandonaba ni en los juegos. Daba la explicación y proseguía: “Por eso guardó cada moneda que pudo, pensando cómo hacer realidad el deseo. Cuando estaban por cumplir dieciséis años, decidió que era hora de ver los ahorros. Calculó las monedas y se iluminó pensando que le alcanzaría para un atavío que destacara la belleza de sus hijas”.  Aquí se detenía porque otra palabra originaba la pregunta de Ana:
-¿Y atavío qué es, qué es? 
Después de responder, proseguía: “…Una mañana fue al Monasterio a hacer el encargo, y contó con la complicidad de Antonia para que nadie se enterara. El día del cumpleaños entregó al azar un paquete a cada una; sus hijas desataron los moños bajo la mirada amorosa de sus padres. El lienzo que los envolvía se deslizó y los ojos de ellas brillaron hasta las lágrimas”.
Ana parecía transformarse y vivir el momento con tal emoción que también lloraba. Mientras, Marlene seguía con el relato: “Dos bellos mantones de manila, bordados con hilos de seda, aparecieron en sus manos; el de Isabel era negro con un gran pavo real, y el de Matilde verde con rosas en múltiples matices. Ambos remataban en largos flecos. Para esa época era una prenda que solo lucían las señoritas pudientes, no niñas aldeanas como ellas. Era una labor realizada por las monjas de clausura, las Carmelitas Descalzas, con una perfección superlativa. La combinación de tonalidades y el brillo de sus hilos hacían del bordado una obra de arte”.
A esa altura los varones ya no querían seguir y se iban a compartir algún juego, pero Ana no dejaba que Marlene interrumpiera la historia:
–Contame ahora de tu abuela, cuándo conoció a tu abuelo. Porque yo sé que era tu abuela -decía Ana con actitud de triunfadora. 
Marlene reanudaba: “Las jovencitas lucieron por primera vez el regalo en oportunidad de la fiesta mayor del lugar, Día del Sagrado Corazón de Jesús.  Se veían radiantes, participaban de los juegos con inocencia y libre albedrío, siempre bajo la mirada atenta de Isidro y su hermano mayor.  Mauricio, un joven cortés, logró adelantarse a los demás quedando en la ronda al lado de Matilde. Desde aquel instante quedó perdidamente enamorado y no la pudo sacar del corazón. Encontraba siempre alguna excusa para ir a ver a Ernesto, con quien entabló una gran amistad. Al tiempo se animó y pidió su mano. Don Isidro, que había advertido las intenciones de Mauricio, se dedicó a conocer un poco más del pretendiente. Así pudo saber que era honrado, muy trabajador y por sobre todo, respetuoso de la mujer; esas virtudes, tan preciadas, hicieron que aprobara la relación. Al poco tiempo contrajeron matrimonio. Matilde entró a la iglesia del brazo de su papá; ella llevaba una falda ancha y una blusa con volados confeccionadas por Antonia. El mantón de manila se lucía en todo su esplendor, enmarcando el rostro sonrosado de Matilde; caía desde la peineta que era la misma que había usado la mamá para su boda…”.  
Ana asumía el papel de Matilde. Con una pollera y un pañuelo de Marlene, caminaba entonando la marcha nupcial 
–Otro día me contás con detalle la fiesta.  Ahora quiero la parte donde se separa de Isabel.
La abuela accedía a su pedido y continuaba: “A pesar de que ya no vivían juntas, las hermanas buscaban la manera de verse diariamente, pero un día Matilde dio la noticia menos esperada: con Mauricio habían decidido irse a América, como tantos otros europeos. Uno de ellos, su hermano Ernesto, hacía un año que vivía en la Argentina, un país en donde todo estaba por hacerse y había oportunidades para personas con voluntad y ganas de trabajar. Esta vez aceptarlo fue más difícil para  Isidro y  Antonia. No podían imaginar la vida lejos de su hija. Los argumentos con los que en su momento justificaron la ida de su hijo, ahora se ponían en contra. La despedida de la joven fue muy desgarradora; dejaba todo lo conocido, donde se sentía segura y protegida, pero especialmente se alejaba de sus afectos: de sus padres, de sus amigas, y de su hermana querida, a la que había jurado no dejarla jamás. Hubo promesas de regreso, cuando el trabajo en la América de los sueños diera sus frutos. Sabían que era casi un imposible, pero simularon y quisieron creer que iban a volver a verse. Esa esperanza hacía menos dolorosa la separación. El último abrazo fue entre Isabel y Matilde; se desearon cosas bellas, lo mejor para cada una. Ambas querían dar fortaleza a sus padres y sobre todo cumplir con el deseo de papá Isidro: “un futuro promisorio para ellas”. Los mantones de manila eran la prueba palpable, representaban esa aspiración; Matilde llevaba el suyo atesorado y protegido en una esquina de su baúl…”
En este punto de la narración, Marlene decía: 
-Listo Ana, ya es tarde, mañana seguimos. Mejor contamos alguna historia que quieran tu hermano y primos.
-Está bien, pero a ellos les gusta la parte cuando van en el barco y en el tren –decía Ana porque no permitía que se apartaran de su relato preferido.  -A mí, la parte cuando tienen tantos hijos y les enseñan a hacer muchas cosas. También cuando extrañaba mucho, ¿cómo decís vos?, ¿esa palabra que me enseñaste?
 -“Morriña” -respondía Marlene.
 -Sí, eso, “morriña”-repetía Ana excitada y continuaba. -Y esa parte que siempre nos contás, cuando decís que tu abuelita sin que nadie la viera, sacaba el chal y se envolvía en él, y se abrazaba…y sentía que abrazaba a su hermana. Y la parte que se enferma y no puede cumplir la promesa de volver a ver a Isabel, ¡esa que me hace llorar!. ¡Ah! y la pelea de todos los hijos por quedarse con el mantón, y cómo fue pasando de mano en mano…
Mientras hablaba de esta manera, Ana se envolvía en una manta interpretando a su figura favorita.
Así, entre juegos y relatos, los nietos fueron creciendo. En la actualidad, los dos varones menores están finalizando la escuela secundaria, y los otros dos cursando la universidad. Ana es la única que ya se ha recibido; es profesora de historia y museóloga. 
Marlene se jubiló en su cargo de docente en la Universidad. Su espíritu alegre e inquieto sigue intacto. Se levanta sin responsabilidades de horarios, anda por la casa en ropa de dormir, siempre dispuesta a gozar la jornada. 
Una mañana suena su celular.  Es su nieta Anita.
-Hola, mi querida. ¿Qué pasa? -dice con una voz que denota un poco de angustia por el horario poco común en que la está llamando.
-¡Abuela! ¡No pasa nada! -le reprocha su nieta con amor. -Quiero preguntarte si hoy, después de trabajar, puedo ir a almorzar a tu casa; tengo algo que contarte.
-Por supuesto, mi niña, no tengo ningún compromiso -miente. -Sabés que nada me gusta más que me visites.
-Salgo a las 14 hs. Esperame con algo rico.
Después de cortar la llamada, Marlene hace un mensaje al grupo de las cuatro amigas para decirles que no almorzará con ellas, pero que se encuentra bien. Prepara milanesas de peceto, las preferidas de su nieta; hace un flan casero, bate crema y se fija si tiene dulce de leche. Ambas son muy golosas. Todo está listo para cuando llegue su nieta.
-¡Hola abuelita! -la saluda agachándose para darle un beso, porque es bastante más alta que Marlene.
Almuerzan hablando de la actualidad, de moda y del trabajo de Anita, su pasión.
-Ahora decime la verdadera razón por la que viniste –le recuerda en un momento Marlene un poco ansiosa. -¿Qué es lo que me querés contar?
Anita gira el rostro hacia su abuela, en una actitud que muestra la importancia de lo que va a decir:
- ¿Te acordás que Juan, mi novio, tramitó una beca para hacer un posgrado en Madrid? ¡Le salió!
-¡Eso es maravilloso! -exclama Marlene. -¿Cuánto tiempo dura la especialidad?
- Un año, y comienza en la primera semana de abril.
-¡No falta nada! Entiendo que te sientas azorada. Vas a tener que hacer algún viajecito –dice con picardía.
-Me voy con él, ¡nos casamos!
La emoción en el rostro de Marlene es instantánea.
-¡Cómo te voy a extrañar! ¡Va a ser un año muy largo!, pero si es tu felicidad, contás con todo mi apoyo. Juan me conquistó, lo quiero mucho, y te consiente más que yo y eso ya es mucho decir –se ríe.
-El 26 de marzo es la fecha, ya la reservamos en el registro; el 28 viajamos. También nos vamos a casar por Iglesia, los papás de Juan son muy devotos.
-¡No lo puedo creer! –exclama Marlene levantándose y abrazando a su nieta.
-Abuela, ¿recordás lo que nos prometimos?
-Claro, mi amor, ¿cómo olvidarlo?
En ese momento la imaginación de ambas se traslada a la historia familiar de las dos hermanas. 
La boda se celebra con una ceremonia íntima al mediodía, Ana es una novia distinta, lleva un vestido sencillo, rosa pálido, y sobre sus hombros el mantón de manila (el mismo que fue de su tatarabuela y está perfectamente conservado). Un rayo de luz, que llega de una de las ventanitas de lo alto de la iglesia, la ilumina en forma directa convirtiéndola en una imagen etérea, a tal punto que los hilos de seda parecen pequeñas estrellas que brillan sobre ella. Todos los presentes quedan obnubilados con tanta belleza.
Un asado en el quincho reúne a la familia y amigos más cercanos, una mesa con distintos dulces rodea un pequeño pastel de bodas. Hay algarabía, bromas y alguna que otra lágrima, aunque todos coinciden que el año va a pasar rápido, y que es una oportunidad para los dos.
Anita y Juan llegan el jueves 29 a Madrid; el lunes siguiente comienza el dictado del posgrado. Se instalan enseguida en el monoambiente que reservaron muy cerca de la universidad. Luego se dirigen a alquilar un vehículo ante la insistencia de Ana.
-¿Estás segura de que querés ir sola? ¿Por qué no esperás al fin de semana y vamos juntos?
-No, estoy segura, es una promesa, tengo la necesidad de hacerlo; ¡creo que me voy a volver loca si no lo hago ya! No voy a poder pensar en nada que no sea cumplir con mi juramento.
-Son 250 km. Es mucho para que lo hagas sola.
-Las carreteras acá son muy buenas. Sabés que me encanta manejar y soy prudente. Prometo que me voy a ir comunicando.
Juan sabe que nada ni nadie la haría cambiar de idea. Conoce esa testarudez heredada de su abuela, y la ama así.
El lunes se levantan muy temprano, es una jornada con mucha expectativa para ambos. Se despiden augurándose éxitos el uno al otro. Juan parte caminando. Ana se sube al auto y pone el GPS. 
Conduce con tranquilidad, admirada de lo fácil que es manejar en esa autopista, donde la señalización no da lugar al error. Para en distintas estaciones para hacerle mensajes a Juan, no quiere sumar más angustia al nerviosismo que tiene en su primer día de cursado.
En tres horas llega a destino. Estaciona en un costado al ingreso de la calle principal y se pregunta: ¿Y ahora por dónde empiezo?.  Mira hacia el frente y ve una tienda con un cartel rimbombante y antiguo "Reina Madre”. Se baja del vehículo y cruza la calle bajo la mirada curiosa de los aldeanos. Ingresa al comercio y de inmediato se acercan a ella para preguntarle con amabilidad qué desea. A su requisitoria, las tres mujeres que hay allí comienzan a hablar a la vez hasta que, la que parece dueña del local, se impone con su voz fuerte y chillona.
–Ve por esta calle en sentido de los vehículos –le indica señalando hacia afuera-. Camina dos cuadras, luego dobla a la derecha, haz unos treinta metros y encontrarás allí un almacén “El Torero”. Al lado verás un local pequeño, de paredes pintadas con los colores de nuestra bandera que vende artesanías (por si te interesa llevar algún recuerdito); te va a atender Maribel, mi sobrina. Ella sabe todo sobre la historia del lugar y alrededores.
Anita agradece la información sonriente, y con un “éxito guapa” la despiden. Le resulta fácil llegar a la dirección. Al ingresar, el tintineo de la campana colgada en la puerta advierte de su presencia. Se asoma una joven de cabello castaño y ondulado que le cae sobre los hombros, y que es tan alta como ella. Su sonrisa y su aspecto le  gustan. Viste unos jeans gastados y una remera con estampa que dice “Sin música no hay vida”.  
Ana se presenta, le dice cómo llegó hasta allí y que su deseo es conocer el Monasterio del lugar, averiguar sobre sus tatarabuelos, visitar su tumba y, de existir, conocer la casa donde vivieron. Maribel le comenta que muchos llegan en búsqueda de sus orígenes, ya que no fueron pocos los jóvenes españoles que habían elegido emigrar antes, durante y después de la Gran guerra, con preferencia a América del Sur. Por ello investigó y armó una base de datos que abarca antiguas aldeas y pueblos de alrededor. La invita a pasar a la habitación de la que había salido para recibirla. Anita la sigue y, no bien traspasa la puerta, queda estática observando la pared de atrás del escritorio, donde era evidente que estaba trabajando la joven en una notebook, rodeada de papeles.
Maribel repara en la mirada intensa de Ana hacia el objeto que cubre gran parte de la pared. Acostumbrada a dar explicaciones, comienza a contar con un dulce mohín.
-A todos les llama la atención mi cuadro. Es un símbolo familiar. Fue pasando de generación en generación, como un amuleto de buenos augurios en la vida. Era de mi tatarabuela. Yo llevo su nombre, me llaman por mi apodo, pero mis documentos dicen María Isabel.
Un mantón de Manila negro, doblado de manera que mostrara el pavo real de múltiples colores bordado en una esquina, cuelga en la pared dentro de un finísimo marco de madera y resguardado por vidrio.
El rostro de Anita se transforma por la emoción y un brillo en sus ojos descubre que está a punto de llorar y, para el asombro de Maribel, saca de su morral una bolsa de tela negra de algodón muy delicada. De allí extrae el mantón de manila verde bordado en hilos de seda de distintos colores, mientras dice con voz temblorosa:
– Me llaman Anita, que es mi primer nombre, pero mis documentos dicen Ana Matilde; también llevo el nombre de mi tatarabuela. 
A esa altura ruedan lágrimas en los rostros de las dos jóvenes. María Isabel da el primer paso y extiende la mano a Ana Matilde. Se funden en un abrazo eterno. Ambas conocen la historia de papá Isidro y sus hijas amadas. No necesitan contarse nada, no hay palabras para transmitir lo que sienten. Sortearon un siglo y un océano de por medio, son otra Isabel, otra Matilde, pero llevan el mismo ADN. Son la prueba de que los deseos realizados con fuerza, con fe, con amor, se hacen realidad, rompiendo la barrera del tiempo.