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lunes, 31 de agosto de 2015

OBRAS DE AUTORES PATAGÓNICOS



      
“EL SECRETO SUMERGIDO”, de Cristian Perfumo (*)



       En un planeta donde ya han sido recorridos prácticamente todos los rincones, un espacio permanece en buena medida inexplorado: la interioridad de los mares. Claro está que ese ámbito representa ni más ni menos que las dos terceras partes de nuestro globo terráqueo. Sus profundidades atesoran innumerables secretos, no sólo relativos a la fauna y a la flora, sino también a la arqueología. No olvidemos que durante el período de las primeras grandes exploraciones, cuando el hombre comenzaba a surcar los océanos en condiciones frágiles e inseguras, muchas naves nunca regresaron a destino y aún reposan los lechos oceánicos.

      Una de ellas fue la goleta inglesa HMS “Swift”. Botada en 1763 a orillas del Támesis, era una corbeta de guerra de 28 metros de eslora, dotada con 14 cañones de 6 libras y 12 pedreros de 1/2 libra. Siete años más tarde, a fines del verano austral de 1770, la nave partió desde Puerto Egmont (Islas Malvinas) en misión exploratoria hacia la costa continental argentina. La excursión tendría un desgraciado final: al ingresar en la ría de Puerto Deseado, la “Swift” encalló y se hundió para siempre. Era el 13 de marzo de 1770. Salvo tres integrantes, la mayoría de la tripulación logró sobrevivir, siendo rescatados un mes más tarde por otra nave británica apostada en las Malvinas.

     Conocedores de esta historia, algunos deseadenses emprendedores crearon en 1981 la "Subcomisión de Búsqueda y Rescate de la Corbeta Swift", dependiente del club náutico "Capitán Oneto", de Puerto Deseado. Después de muchas inmersiones, la iniciativa tuvo feliz coronación: en 1982 el pecio fue hallado. Desde entonces un equipo de arqueólogos trabaja en la recuperación de material y se han ido rescatando muchos objetos, actualmente exhibidos en el museo municipal “Mario Brozosky”.

      Hasta aquí los hechos reales que conforman la base de la novela “El secreto sumergido” de Cristian Perfumo. A partir de ellos y desde el primer capítulo, el lector se sumergirá —literal y literariamente— en las honduras de una ría perforada por los misterios de aquel acontecimiento histórico, a través de un texto adictivo que, una vez iniciado, no podrá abandonarse hasta el punto final.

      La novela histórica es un género con encantos propios, y esta obra los confirma. Para comenzar, ofrece la certeza anticipada de que los sucesos principales provienen de una realidad objetiva y comprobable. Con este material, la imaginación y el talento del autor deben desplegar todos los recursos del oficio para devolvernos a las instancias del pasado, a través de un relato donde las fronteras entre ficción y realidad logren fundirse y entremezclarse en proporciones adecuadas. ¿Cuánto puede haber de cierto o de imaginario en el secreto que plantea la novela? ¿Cuánto hay de autobiográfico en los aconteceres del protagonista? ¿Qué personajes son pura invención y cuáles encubren identidades auténticas? Aquí es bueno recordar que Cristian Perfumo también practica el buceo, por lo que el lector experimentará cada inmersión de manera vívida, por momentos desesperante. También al recorrer las calles de Deseado el autor se maneja “como pez en el agua”: él mismo es un deseadense, de modo que conoce a la perfección todos y cada uno de los rincones de ese escenario pueblerino.

     Se podrían agregar otras consideraciones muy elogiosas acerca de esta obra, pero como siempre lo hemos sostenido, nada reemplaza a la lectura directa de un texto literario. “El secreto sumergido” reúne todos los ingredientes para capturar la atención: es ágil, entretenida, notablemente verosímil; emociona, despierta sonrisas de complicidad, provoca interrogantes, crea continuas cuotas de suspenso. El que se embarque en su lectura no querrá abandonar el texto hasta el final de la travesía. Y no saldrá defraudado.

     Está claro que asistimos al nacimiento de un nuevo y promisorio representante de la literatura argentina contemporánea. Qué bueno es que se trate de un patagónico, hijo de esta comarca tan olvidada por la industria editorial. Mientras tanto, nuestro autor no pierde el tiempo: ha publicado otras obras. Ya las comentaremos más adelante. Y lo mejor de todo es que sigue Cristian Perfumo escribiendo. Sin parar.


C.D.F.



(*) Cristian Perfumo escribe thrillers ambientados en la Patagonia, de donde es originario. Su primera novela, “El secreto sumergido”, está inspirada en una historia real y lleva vendidas miles de copias en todo el mundo. Además fue traducida al inglés y editada en el sistema braille. En 2014 publicó su segunda novela, “Dónde enterré a Fabiana Orquera”, que en julio de 2015 se convirtió en la séptima novela más vendida en Amazon España y la décima en México. En 2015 publicó “Cazador de Farsantes”, su tercera novela llena de frío y viento. Además de escribir novelas, Cristian es uno de los creadores de www.ebrolis.com, un servicio de recomendación por email de ebooks buenos y gratis o a muy bajo precio. “El Secreto Sumergido” – 347 págs. – Ediciones Gata Pelusa – ISBN 978-987-26978-0-8 – Edición digital (Kindle): http://www.amazon.com/El-secreto-sumergido-Spanish-Edition/dp/9873365346
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miércoles, 26 de agosto de 2015

EL CUENTO DE HOY




LA EXTRANJERA

Por Fernando Nelson (*)



En el vértigo alucinado de pólvora y lanzazos que dejó el malón, los pobladores perdieron animales, armas y también una mujer que estaba sembrando alejada del resto, a quien los aborígenes atraparon en los primeros momentos del ataque. Cuando los blancos lograron alistarse, ya los lanceros no alcanzaban a verse. Ese breve lapso había sido suficiente para los adiestrados caballos pampas, cuyo galope frenético puso a sus jinetes a salvo, y después, con su andar sigiloso entre peñascos, arroyos y cortadas, quedaron fuera del alcance de los Huincas, que no pudieron descifrar esos rodeos y terminaron  por desorientarse;  casi al anochecer, sumidos en el agobio y la desesperanza, debieron desistir y dar la vuelta.

 La cautiva había sido arrebatada del suelo por el hijo del cacique. La cautiva era de él; por eso la llevaba como la llevaba: tirada bocabajo junto a él, adelante, apretándola contra el cogote del animal, hasta que supo que ya no iban a atraparlo. Los otros maloneros iban adelante; él se apeó, le dio dos golpes en el rostro a la mujer para enseñarle quién era el que mandaba y para quitarle cualquier idea de escapar. Recién la subió con brusquedad al mismo sitio, pero ahora sentada. Desde ese momento la tuvo pegada a su cuerpo sudoroso y tomada de los pelos. La mujer –pese a estar viviendo esa inesperada pesadilla– apenas había soltado un par de gemidos al recibir los golpes.

 Llegaron con las últimas luces del segundo crepúsculo; el guerrero la metió de un empujón en su carpa, una carpa más de las muchas que estaban escondidas en el confuso bosque de tacuaras. La mujer cayó de bruces sobre el piso de tierra. Mientras se levantaba despacio y escupiendo el barro mezclado con la sangre de su boca lastimada, el lancero buscó una botella y se puso a beber, arrastrando palabras que ella no entendía, festejando la venganza y el placer que le esperaban. La mujer blanca, con polvo del desierto lastimando su boca, su cuerpo y su alma, sintió que un sofocón la sacudía, como si el indio ya la hubiera humillado con la violación y con los golpes. Le pareció tener el cuerpo transpirado y sucio, con lágrimas surcando su rostro acongojado. Por su mente cruzó como un rayo la imagen de su esposo y de sus hijos, y sintió el dolor intenso de su orgullo herido por ese salvaje que bebía y se contorneaba frente a ella. Sin pensar un instante y sin medir las consecuencias, se acercó al otro apenas, movió un brazo como un látigo, y su mano derecha dio de lleno en el rostro  oscuro y demasiado pintado del guerrero, que calló de pronto sin saber qué hacer. Sus ojos primero brillaron con odio contenido: una mujer le había cruzado una mejilla con ese golpe inexplicable: como si fuera poco, la mujer de un Huinca. De no haber sido por la mirada rabiosa de ella, de ese volcán huracanado que se desprendía de aquellos ojos inflamados por el odio, el guerrero no hubiera reaccionado del modo en que lo hizo: comenzó a reír como en los viejos tiempos, cuando jugaba con sus jóvenes vecinos a ser cazadores y guerreros. La mujer blanca, segura de que esa risa brutal era fruto del alcohol que el hombre había bebido, supo que luego de ese arrebato infantil e inesperado, el indio había de tirarla contra el suelo, para pegarle y violarla, como era costumbre en esa gente. Por eso no se permitió pestañar siquiera. Se quedó observándolo. El guerrero, obnubilado ya por el alcohol y por su propia risa sorpresiva, se agachó tomándose el estómago y cerró los ojos un instante; el que requería la cautiva para estirar un brazo y levantar la lanza que latía cerca de ella, en el suelo de la olorosa carpa improvisada. Apenas sopesó la tacuara antes de clavársela al indio en el estómago. Éste no alcanzó a gritar; de haber podido, lo hubiera hecho con todas sus fuerzas pidiendo ayuda para que dieran muerte allí mismo a esa blanca loca y carnicera; pero esta vez la voz no le salía. El acero había entrado demasiado hondo, y lo único que podía sentir era el fuego de su propia sangre corriendo entre sus manos temblorosas, mientras sus piernas fuertes empezaban a dejarlo, y él caía de un modo inexorable. Ya no pudo ver a la mujer, porque cerró los ojos buscando en vano la fuerza que alertara a los suyos de lo que estaba sucediendo. No pudo ver que la mujer se aseguraba de que no la vieran antes de salir de aquella carpa inmunda. No vio cuando ella salió apresurada. No la vio perderse entre las ramas del monte que ocultaban los toldos. No podía imaginar siquiera que aquella mujer, antes del alba llegaría con la ropa hecha jirones, con el cuerpo raspado por las altas jarillas, a las afueras de la Colonia, donde ya nadie la esperaba.




(*) Escritor chubutense, radicado en Puán (Bs. As.)
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sábado, 22 de agosto de 2015

LA NOTA DE HOY



LOS POETAS Y LOS RÍOS

Por Jorge Castañeda (*)




   Supo decir Ciro Alegría que “el hombre es igual al río, profundo y con sus reveses, pero voluntarioso siempre”. Y razón tiene. Poetas de las más diversas edades y regiones han glosado la magia de sus ríos.

   El uruguayo Aníbal Sampayo dejó una de sus mejores metáforas al escribir que “El Uruguay no es un río, es un cielo azul que viaja”. Y mucho antes uno de nuestros primeros vates, Manuel José de Lavardén dejó uno de los primeros elogios de nuestra literatura a nuestro río padre: “Augusto Paraná, sagrado río, / primogénito ilustre del océano, / que en el carro de nácar refulgente, / tirado de caimanes recamados/ de verde y oro, vas de clima en clima, / de región en región, vertiendo franco, / suave frescor y pródiga abundancia”. Pero ya más cercano Jaime Dávalos con profunda voz lírica le cantó al mismo río con aires de zamba diciendo “Brazo de la luna que bajo el sol/ el cielo y el agua rejuntará/ hijo de las cumbres y de la selva/ que extenso y dulce recibe el mar”.

   El gran humanista español don Miguel de Unamuno sintetizó en cuatro versos los ríos de su país para que nadie los olvide: “Ebro, Miño, Duero, Tajo, / Guadiana y Guadalquivir./ Ríos de España que trabajo/ irse a la mar a morir”. Una versión popular le agrega toda la sal española al decir “Ega, Arga y Aragón/ hacen al Ebro varón”.

   Y otra vez Ciro Alegría en lírica lucha le increpa: “Río Marañón, déjame pasar. / Eres duro y fuerte, no tienes perdón. / Río Marañón tengo que pasar. / Tú tienes las aguas; / yo mi corazón”.

   Pablo Neruda, poeta nacional de Chile, en su “Canto General”, glorifico a los grandes ríos de América. Dijo al Bío Bío: “Tú me diste el lenguaje/ el canto nocturno; / mezclado con lluvia y follaje. / Y luego te vi entregarte al mar/ dividido en bocas y senos/ ancho y florido/ murmurando una historia/ color de sangre”. En su “Oda de invierno al río Mapocho” le pide que “una pata de tu espuma negra/ salte del légamo a la flor del fuego/ y precipite la semilla del hombre”. En cambio al Orinoco le pide “déjame en las márgenes/ de aquella hora sin hora/ Orinoco de aguas escarlata/ río de razas, río de raíces”. Y al Amazonas lo encumbra como un “padre patriarca” y le dice que es la “eternidad secreta de las fecundaciones”.

   ¿Acaso Miguel Hernández no escribió que “Podrá porfiar el Tíber/ su vetusta grandeza de siglos/ arrumbándose en siete colinas. / Podrá regar las fuentes/ del derecho y la belleza/ quedó al mundo, Roma/ severas leyes, / y extendió por doquier su blasón latino”. Y recuerda memorioso que junto al Tíber “escribió Virgilio de su inmensa/ y pródiga lira/ con tanta fama la Eneida”.

   ¿Acaso Julio César no dejó una de sus frases inmortales cuando afirmó que “hay que cruzar el Rubicón”, con todo lo que ello implicaba para los enemigos de Roma? ¿Acaso no son famosos los ríos que nombra el Génesis donde estaba el paraíso terrenal: El Éufrates, el Tigris y el Pisón? ¿Y no dijo el sabio Salomón que “todos los ríos van a dar a la mar”?

   No le han faltado rapsodas a los grandes ríos del mundo como al Nilo, el Volga, el Sena el Támesis, pero sin embargo al Danubio le cupo la gloria de inmortalizarlo a un músico, el maravilloso Johann Strauss.

   Y salvando las grandes distancias entre estos grandes maestros de la literatura universal, yo poeta rionegrino, no pude menos que dejar los versos de la “canción para mi río”, por darme siempre una lección de grandeza y de fugacidad: “Quiero mojar mis manos en el río/ su agua fresca bajando del Limay/ viajar en las lanchitas por sus aguas/ buscar el sol en su boca de sal. Nostalgia del Río Negro en la comarca/ de frutas y manzanas me hablará/ su corazón perfuma en las riberas/ como mis penas sus aguas se van.  Quiero dejar mis horas en tu cauce/ hablando de mis cosas al pasar/ me saludan los sauces y los mimbres/ y esta vida con ganas de soñar. En la arteria de tus aguas quedaré/ y en tus olas su espuma de cristal/ cómo pasa el caudal de tu corriente/ pasan también mis años que se van.”



(*) Escritor de Valcheta.




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lunes, 17 de agosto de 2015

LA NOTA DE HOY




GUÍAS TURÍSTICAS

Por Jorge Eduardo Lenard Vives




      Viajar ha sido siempre una pulsión del ser humano. Motivada en los tiempos primigenios por la necesidad de la supervivencia –moverse de un lugar a otro para obtener recursos– conllevó también la innata curiosidad por conocer qué había más allá del horizonte. Con el tiempo se incorporaron otras “importantes excusas para viajar”; como titula una sección el conocido “Diario del Viajero”. Ulises, Marco Polo, Magallanes, el doctor Livingston, Edmund Hilary y Tenzing Norgay, tuvieron importantes excusas para viajar.

      Pero el homo sapiens, homo ludens al fin, comprendió que se podía deambular por el simple placer de conocer nuevos sitios. Y nació el turismo. Y los libros de viaje, con representantes como Pierre Lotti y, más tarde, José María Gironella. Y esa publicación especializada que se llamó “guía turística”; un libro de viaje condensado, lleno de consejos útiles que permiten al peregrino disfrutar de la mejor manera posible los atractivos de la región recorrida. Surgieron así en Europa, a partir de fecha tan temprana como 1835, las clásicas “Baedeker”, las “Murray” y, más tarde, a principios del siglo XX, las “Blue” y las “Michelin”.

      La Patagonia tenía todas las condiciones para atraer a los buscadores de bellezas naturales; lo que hizo que fuese surcada en múltiples direcciones por numerosos expedicionarios. Muchos de ellos asentaron las impresiones de sus periplos en documentos que obraron a modo de proto – guías; como la crónica de Pigafetta, la descripción de su vida entre los patagones de Musters o la marcha de Claraz desde Bahía Blanca al Valle del Chubut atravesando la meseta de Somuncurá. La comarca que despertó mayor interés, relegando al principio a un segundo término los encantos del mar y la meseta, fue la cordillera; y poco a poco comenzó a evidenciarse un especial interés por conocerla.

      Dos pioneros del excursionismo en la zona reflejaron sus impresiones en escritos que se pueden interpretar como verdaderas guías. Emilio B. Morales, desde 1914 a 1923, hizo varias travesías por los andurriales y llegó al lago Winter. De sus paseos surgieron las obras “Bellezas Andinas, montes, lagos, cascadas y nevados”, “Lagos, selvas, cascadas” y “Nahuel Huapi”. Por su parte, Ada María Elflein, dejó grabadas las experiencias que obtuvo al transitar estos parajes durante 1916, en “Paisajes cordilleranos”. Pero la primera guía con este título en la región, parecería ser la “Guía del Nahuel Huapi y Parque Nacional del Sud”; publicada por Hans Hildebrandt y Otto Meiling antes de 1920.

      Hacia 1927 se conoce “Nahuel Huapi”; texto editado por la empresa de Ferrocarriles del Estado, con datos sobre el lago y sus inmediaciones. Y en 1937, la Dirección de Parques Nacionales imprime la “Guía del Parque Nacional Nahuel Huapi”, subtitulada “Historia. Tradiciones. Etnología”. Ilustrada con mapas y fotos, contiene aspectos tales como etimología, etnología, arqueología, usos y costumbres de los pampas, araucanos y tehuelches; y leyendas y vocabulario autóctonos. Años más tarde, en 1948, esa dependencia, ahora con el nombre de Administración General de Parques Nacionales y Turismo, presentó la “Guía de los Parques Nacionales del Sur - Nahuel Huapi - Lanín - Los Alerces - Los Glaciares – Copahue”.

      Otra institución señera en el turismo argentino, el Automóvil Club Argentino, inició a difundir itinerarios para auxiliar a los incipientes motoristas que se aventuraban por las rutas nacionales. Es así que en 1941 divulga la “Carta de turismo. Nahuel Huapi”; mapa entelado que incluía un opúsculo descriptivo de los puntos cartografiados. En 1943 publica su serie “Guías de Viaje”, objeto de varias ediciones posteriores. La integraban varios tomos; entre ellos uno dedicado a la “Zona Sur”, que compendia enjundiosa información sobre los territorios al sur del río Colorado.

      Entre 1945 y 1946, el sacerdote salesiano Alberto María De Agostini, explorador, andinista, fotógrafo y escritor, redactó una serie de volúmenes a los que llamó “Guía turística de Magallanes y canales fueguinos”, “Guía turística de los lagos australes argentinos y Tierra del Fuego” y “”Paisajes magallánicos. Itinerarios turísticos”.

      Fueron numerosas las publicaciones de este tipo que aparecieron con el correr del tiempo. Entre otras, se pueden citar “Ya… Guía Álbum del Parque Nacional Nahuel Huapi - S. C. de Bariloche”, en 1950; “8 Días en Bariloche” de Federica Seif, en 1962;  “Vuriloche” de Angélica Fuselli, en 1968; y la “Guía Turística del Neuquén”, de Raul Izaguirre, en 1969. En los setenta, Eduardo Gallegos escribió “Chubut: Tierra de contrastes”; donde describía el magnífico paisaje chubutense. Si bien no era en forma estricta una guía, fungía como tal para orientar al visitante.


      Podría discutirse la inclusión de las guías entre las creaciones literarias. Sin dudas, son obras del género didáctico; que brindan una serie de datos que hacen más cómoda la vida del viajero lejos de su hogar y le dan aviso de aquellas características destacables de una región, de su historia, su geografía, su cultura, meritorias de una atención especial. Quienes han tenido que usar estos prácticos manuales, saben de la importancia de su claridad, veracidad informativa y actualización. También de la necesidad de una calidad de lenguaje y estilo que hagan amena su lectura; aspecto que las hermana a las otras manifestaciones literarias y las acerca al corpus de la Literatura Patagónica.
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viernes, 14 de agosto de 2015

EL ADIÓS A GRISELDA

GRISELDA JONES DE REDONDO





Se tiñó de dolor el gris invierno patagónico. 

Griselda Jones de Redondo, artista de la palabra,  emigró el 13 de agosto hacia cielos más límpidos. Tal vez buscando en los pliegues celestiales la paz y el sosiego, el descanso a su apesadumbrada alma, la tibieza del sol a la que tantas veces le rindió culto en sus versos. 

Quienes compartimos con ella la pasión literaria y fuimos partícipes de sus alegrías a la hora de, una y otra vez, ser galardonada en múltiples escenarios, reconocida en su región, en el país suyo y en otros..., pudimos percibir su talento, porque éste provenía de una  intensa sensibilidad y su modo de sentir la vida. Además, se reflejaba la bondad en los ojos de Griselda,  los valores en sus acciones, el amor en sus palabras...

Permanecerá en nosotros el recuerdo de su bello rostro y su andar sereno.

Y no morirá jamás su obra literaria, plasmada para siempre en cientos de hojas.

A sus hijos, a su familia toda, a sus amigos, nuestro fuerte abrazo.


El equipo de Literasur

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martes, 11 de agosto de 2015

EL CUENTO DE HOY



Rachel corazón de viento
Año del Señor de 1867 (*)

Por Alejandra Vilela




     Rachel amasaba pan sobre la mesa de la cocina. Sus brazos se movían en forma automática, mientras su pensamiento vagaba por la parcela de trigo. Las plántulas habían emergido airosas, pero luego de dos cosechas frustradas por la sequía, no podía dejar de mirarlas con cierta inquietud.

    ¿Es que en este sitio no llovería nunca? ¿Tan alejada estaba la Patagonia de la mano  de Dios que ni siquiera la lluvia la alcanzaba? Se preguntaba desanimada mientras golpeaba la masa. ¡Tantas veces se había quejado en Gales de las lluvias constantes que embarraban el ruedo de sus vestidos! ¡Cuánto daría ahora por algo de barro que garantizase una cosecha, por ínfima que fuese!

     Una vez obtenido el bollo liso y elástico lo dejó leudar sobre la mesa, cubierto por un lienzo, y se acercó a la ventana. Afuera estaba Aaron, con el ceño fruncido, mirando el trigo. Un silencio tremendamente sonoro reinaba en la familia. Nadie hablaba del estado del trigal, como si ignorarlo fuese a impedir su marchitamiento. Todos sabían que las plantas habían detenido su crecimiento la semana anterior y que ahora estaban perdiendo turgencia. Ella había salido ayer a verlas y había palpado con desazón sus hojas lacias. Hasta había escupido sobre una plantita, luego de cerciorarse de no ser observada, para ver si la saliva ayudaba a mantenerla erguida. La incertidumbre de la cosecha crecía en su interior con cada día de sol brillante. No podía evitar hacer los panes más pequeños para racionar el uso de los escasos sacos de harina restantes. Cortaba las rodajas de pan más finas a la hora del té. Había inventado budines en que reemplazaba gran parte de la harina por zapallos o zanahorias hervidas. Todos notaban los cambios en la dieta, pero los celebraban como si fuesen novedades gastronómicas en lugar de ajustes de necesidad. Eso era bueno. Su familia tenía espíritu pionero. Habían migrado para tener libertad y una vida mejor. Eso no podía conseguirse sin esfuerzo, y actuaban en consecuencia. Mientras otras familias hablaban de volver a Gales, en su casa no se había mencionado jamás esa posibilidad. Aaron se mantenía firme en la letanía “vinimos para quedarnos”.

      Él era un hombre de pocas palabras, pero oportunas. Cuando sus fuerzas flaqueaban (en cuerpo o mente), sabía contenerla. Unos meses atrás la había visto llorar en silencio ante la visión apocalíptica de su huerta arrasada por el viento y le había dicho al oído: “No podemos combatir a un enemigo tan poderoso, Rachel. Que sea parte nuestra: tengamos corazón de viento”. Y esa frase quedó como símbolo de la resistencia ante la adversidad. Si lograban tener corazón de viento podrían resistir la soledad, el polvo,  las carencias, las ausencias, la nostalgia y las desgracias meteorológicas. Algunas veces cuando salía a buscar verduras de su pequeña huerta, se quedaba parada de cara al viento. No hacía nada en particular. Sólo resistía. Inhalaba y dejaba penetrar el viento en su interior. Sentía el frío en sus mejillas y el aire en sus pulmones. Daba gracias a Dios porque en la Patagonia no había minas y los hombres podían respirar aire puro mientras trabajaban. Y resistía la fuerza del viento oeste. Pensaba que si ella resistía, las plantas resistirían. No podía dejarse llevar por la desazón. No podía pensar en el fantasma del hambre. Podía, pero no debía. Si Aaron se mantenía firme, ella también. Y el trigo también. Estaban todos juntos en la aventura. Se salvarían juntos o se hundirían juntos.

       El buen ánimo la acompañaba casi todos los días, sin embargo ese domingo, cuando fue a mirar el trigal, la marchitez de las plantas era demasiado evidente como para ser ignorada. Siguió caminando hasta el río y pensó “tanta agua cerca y mis plantitas muertas de sed”. Caminó un poco sobre la orilla del río y volvió a bajar al trigal. En el momento en que comenzó a descender del borde se dio cuenta de algo: el terreno cultivado estaba más bajo que el nivel del río. ¿Y si pudiesen conducir el agua del río al cultivo de alguna manera? ¿Y si pedía a Aaron que hiciese una pequeña zanja? Volvió apresurada a la casa a contarle su idea. A Aaron le pareció que podría hacerse, tenía pala y era posible cavar unos 20 metros desde el agua hasta el borde del trigal mustio. Pero era domingo. Los domingos estaban dedicados al Señor y no a las tareas mundanas. Lo haría el lunes. Rachel no podía contener la emoción.  Si funcionaba el riego, tendrían trigo, tendrían harina, tendrían pan, tendrían tortas y pasteles.

      Las horas restantes hasta la mañana del lunes se hicieron interminables, porque comenzaron a surgir muchas dudas acerca del canal de riego. El caudal del Río Chubut variaba mucho durante el año. En primavera temprana era bajo, pero cuando empezase el deshielo en la Cordillera de los Andes aumentaría. ¿No correría riesgo de inundación el sembrado, y hasta la casa?.  ¿Cuántos canales podrían hacer sin quedar expuestos a la crecida?. Y al mismo tiempo pensaban si las zanjas serían funcionales en época de bajo caudal….pero no importaban las dudas, debían probar. No tenían nada que perder. Ella estaba tan optimista que esa tarde hizo un pan mas grande, derrochando ya la futura cosecha. Amasó sonriendo al imaginar una despensa llena de harina. Aaron la miraba canturrear y sonreía complacido. A la mañana saltaron de la cama al amanecer, desayunaron rápido y en tácito acuerdo fueron, pico y pala en mano, hasta la orilla del río. Buscaron la parte más baja del borde y Aaron comenzó a cavar una zanja de unos 20 cm de ancho. Dejó una especie de compuerta de tierra para evitar que el agua entrara inmediatamente en la zanja. Avanzó rápidamente, con la destreza que le había dado tres años de agricultor en la Patagonia. Aunque nunca hubiese obtenido una buena cosecha,  tres años había labrado la tierra sin herramientas, sembrado la simiente y desmalezado su lote con dedicación. Regar las plantas no era un concepto natural para alguien proveniente de un lugar lluvioso, pero debía reconocer que Rachel había tenido una magnífica idea. Dios no les mandaba agua en forma de lluvia, pero si en forma de río. ¿Porqué no aprovecharla? Cuando llegó hasta el lote sembrado se dio vuelta y vio a Rachel alisando las paredes de la zanja. Sonrió ante la manía de prolijidad de su esposa. Fue a buscarla, le dio la mano y caminaron juntos hacia el río. Allí le dio la pala a ella para que cortara la pequeña compuerta de tierra. Había sido su idea, ella merecía el honor de dejar entrar el agua. Apenas clavó la pala comenzó a entrar el agua, que avanzaba lenta camino al trigal. Ella miraba fascinada el frente de agua espumosa empapando terrones. La alegría saltaba de sus ojos en forma de lágrimas.  Se abrazaron y lloraron juntos, sin soltar la pala.

      Este año, la familia Jenkins-Evans tendría trigo.

      En este año, el valle del Río Chubut vería su primera cosecha.

      En este año del Señor de 1867, Rachel Evans había descubierto el riego.




(*) Primer premio en categoría cuento en Castellano - Competencia N° 15  – Eisteddfod Mimosa – Puerto Madryn – 2015.
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sábado, 8 de agosto de 2015

OBRAS DE AUTORES PATAGÓNICOS




COMENTARIO DE UN LIBRO RECIENTEMENTE PUBLICADO
“OTROS ANIMALES”, DE JORGE CURINAO (*) (**)




     Los “Otros Animales” del último libro de Jorge Curinao, son los del vate salteño Leo Mercado, según consta en la contratapa del volumen; que a su vez recuerdan los mencionados por Juan Carlos Moisés en los versos que se reproducen para introducir la obra: “Nuestros hábitos son los de ciertos animales. Hay mezclado un poco de todo al punto de no ver exactamente una línea de separación”. A lo largo de veintiocho composiciones sin título, sólo identificadas por el número de orden correlativo en guarismos romanos, Curinao despliega las voces de esos otros animales poéticos. Es una navegación vertiginosa, en la que el lector avanza como enfrentando los rápidos de un río; combinando el ímpetu del acelerado ritmo con la meditada reflexión ante cada estímulo que se presenta.

     Sirve de guía precisa el prólogo de Patricia Vega, quien con claros conceptos traza la esencia del poemario. Según esta introducción, la obra de Curinao es “Ajena a cualquier artificio retórico o exceso decorativo de cualquier tipo, cifra su complejidad en el mundo de sentidos que genera en el lector, a partir de un equilibrio sustentado en lo conceptual y lo sonoro”.

     Es sin dudas un estilo minimalista el de Curinao; aunque, por cierto, minimalista en continente y no en contenido. Ensayando una temática universal, los sueños, la soledad, los recuerdos y el olvido, la vida y la muerte, la esperanza y la desesperación, no deja sin embargo de lado alguna referencia a la singularidad patagónica. Su primer poema comienza: “Dicen que la nieve es neutra, que la noche canta como un niño ahogado y escucho mi nombre que cae al pensamiento, al suelo”; y el último finaliza: “Dios es una palabra y el argumento termina aquí, donde el viento tajea”. Asimismo, en la única concesión a un espacio geográfico preciso en toda la obra, se menciona un sitio de la Patagonia: 

     “Recuerdo un viaje a Bariloche. Era verano y el mar ardía. Yo aún era un niño. Recuerdo unos payasos en la plaza y la sonrisa de mi hermano reflejada en el rocío de la tarde.”

     A lo largo del trabajo se hace presente, como también lo nota la prologuista, un tiempo Cronos y un tiempo Kairos. Muchos de los pasajes retrotraen a una época pasada, cercana a la infancia y la juventud del autor; que es recuperada con una visión personal teñida de cierta nostalgia pero, a la vez, despegada de sensiblería. Sin embargo, también se advierte una sucesión de momentos, que construye una secuencia de crecimiento personal. Esa variación psicológica sustentada en oportunidades que generan nuevas vivencias, evoca aquella rigurosa afirmación de Neruda: “Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”. Muestra de tal combinación de percepciones temporales, se descubre en el poema XVII; el que además ofrece un ejemplo del personal lenguaje del autor:

     “No hubo tiempo de distracciones. Ni con el afuera, ni con el adentro. Se vivió hasta el último hartazgo. Supimos, enseguida, que el provenir no estaba en los rostros ajenos. No tuvimos, lo que se dice, un buen pasar. No hubo lamentos por eso. No hubo necesidad de arañar el asfalto. Era tanta la vida, que salíamos del cuadro antes del final de cada comedia”.

     Un párrafo final merece la diagramación del ejemplar. Todo libro impreso constituye en sí un objeto de arte, en el cual el escritor puede dejar más trazas que sus palabras. Por ejemplo, en la ilustración de la tapa. Cuando, como en este caso, la portada es elegida por el propio autor, se refleja en ella parte del espíritu del texto. La excelente fotografía de Valerio Pariso, obtenida a través de las chapas del Marjorie Glenn con el color sepia del recuerdo, provoca reminiscencias del pasado; las mismas que trae a consideración con sus frases el bardo.

     La obra de Curinao requiere una lectura atenta y reflexiva. No puede leerse al correr de los ojos, porque tampoco fue escrita a vuelapluma: cada frase debe ser sopesada, pensada y disfrutada. Es como un desafío al lector para que indague en la clave de sus palabras, en el sentido que acecha detrás de sus construcciones, en el significado subyacente en su prosa poética. Quien acepta el reto y se sumerge en la creación del riogalleguense, al salir airoso luego de recorrer sus páginas, tendrá la certeza de haber conocido a un verdadero poeta.


J.E.L.V.



(*) “Otros Animales”, de Jorge Curinao. Edición del autor, 2014, sin lugar de edición.
(**) Mail del autor: jorgecurinao06@yahoo.com.ar

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martes, 4 de agosto de 2015

EL CUENTO DE HOY




El guerrero Tanzano

Por Olga Starzak


                             
      Enfundados en mantas del color de la tierra que veneran, ajustadas a sus cinturas con destreza, un grupo de hombres de tez oscura y mirada turbia se prepara para la hazaña.

       Han sentido el llamado divino del Aseeta. Saben que en él encontrarán la fuerza  que les permitirá afrontar el acto épico; consumado, convertirá a uno de ellos -sólo a uno- en héroe de su etnia.

       Sumidos en el más absoluto silencio,  ya han recorrido el camino que los condujo a la profundidad de las malezas  para encontrarse con el anciano que -atesorado por propias experiencias- les transmitirá desde las más sutiles hasta las más significativas costumbres tribales.

       Llevan días y días de intenso entrenamiento físico; de él dependerá -en gran parte- que uno de los hijos del pueblo Datoga exhiba,  con orgullo, el producto de su temple.

        No hay en ellos signos de piedad; hay sí,  mucha arrogancia. Hay también un espíritu conocedor del apetito por acciones belicistas, de sed por la sangre de sus víctimas, de pasión por ver tendido los cuerpos que –ya sin poder defenderse- les cederán el tributo consagrante.

       No son conscientes de que -tal vez por un mandato atávico- están en esta tierra de Tanzania próximos a extinguirse, tal como las presas perseguidas.

      Odhan, uno de los cinco guerreros prontos a transitar el camino de la cacería, mantiene una actitud apacible. Ha sido poseedor,  por méritos conseguidos durante el período de adiestramiento, de dos afiladas lanzas, privilegio de unos pocos.
En la víspera de la partida se retira a su choza antes de que el sol agote sus  haces de luz. Entre la sequedad de la paja y el barro ora a los espíritus de sus antepasados, colgando de su cuello un doble collar de cuentas  del que pende, a modo de amuleto,  un relicario de cobre. En él alguien ha grabado, con finos rasgos, la figura de una fiera. Se duerme con el talismán entre sus manos.

      Atraviesan llanuras y montañas. Se detienen sólo para beber. Intercambian pocas palabras como queriendo ahorrar esa energía que, muy pronto,  marcará entre ellos la diferencia de fuerza y valor.
      Soportan con hombría el intenso calor de ese clima tropical, húmedo y pegajoso,  empecinado en  darles tregua sólo en la noche acicalada por la brisa marina.

        Odhan dirige la pesquisa. Así lo han decidido, en la tribu,  los hombres que sondearon su ferocidad. Él es el responsable del ritual, de señalar las estrategias de acción y las técnicas más convenientes para el justo momento en que, divisada la presa,  comenzará la persecución.
            Y sucede días después.
            Uno de los hombres da la voz de alerta.
            Emboscados en la colina atisban, casi al unísono, al descomunal elefante.
          Durante horas siguen cada uno de sus movimientos; se acercan agazapados,  con paso lento y actitud expectante.
         El rostro de Odhan expresa inquietud; es que el hombre del talismán y los ojos enrojecidos de ira, lucha  entre dos fuerzas igualmente potentes. El oro blanco es el camino que puede conducirlo al prestigio vitalicio. Pero también,  ser  el objeto de su destierro.

            Los cazadores furtivos acechan...
           Cuando la orden llega, lanzan sus armas. En un blanco perfecto el  animal -apostado entre espesos matorrales-  es herido por aquella que a fuerza de velocidad y destreza,  atraviesa primero su dura piel.
  Los guerreros, exhaustos, esperan. Saben que el peligro está latente, más presente que nunca. Si el animal no ha sido herido de muerte, acometerá contra ellos con el ímpetu de su saña.
           Lo ven huir, abatido. Sólo resta seguir esperando, aguardar lo suficiente como para que, dejando como huella su sangre, el elefante los conduzca al momento de entregar sus colmillos,  y exponga su cuerpo a los carroñeros.
Pasarán muchas horas hasta que se revele el triunfante.
Entonces será aclamado.

         No hay dudas de que la lanza de Odhan ha sido la asesina; ha calado hondo en el pecho del animal. El corazón le late, ahora,  apresurado. Sus compañeros muestran su aprobación y lo ovacionan con cantos.
           Con los colmillos al hombro, como prueba de la cacería, regresan a la aldea.

        Hombres y mujeres alaban al héroe. Danzas y cantos. Cantos y más cantos. Él observa a los guerreros, ahora adornados con pieles, tocados y brazaletes, brincando al ritmo de los sones alegóricos. Siente cómo su músculos se contraen.
        Lo ungen con aceites aromáticos como una muestra de la bendición de los espíritus. Lo invitan a relatar las circunstancias de la hazaña. Es galardonado, recibirá ofrendas... Obtendrá los más deseados privilegios sexuales.

       Odhan moja sus labios con la cerveza de miel ofrecida. Una y otra vez la bebida sagrada arde en su garganta.
         Un dolor agudo recorre sus entrañas.

      Las muchachas entonan canciones. Despliegan sus virtudes embelleciéndose con apretadas trenzas, con collares de latón,  con gargantillas y ajorcas. Cubren sus cabezas con  salacotes.
       Una será la elegida; la que él escoja. La que a partir de ese mismo momento recibirá  sus mismas distinciones. Y en un ritual íntimo, conocido con el nombre de saborchka, serán bendecidos.

        Odhan se encomienda a los espíritus. Sabe que la tribu sanciona con el ostracismo a quien no cubra las expectativas de héroe.
Sólo le queda rogar que la joven,  embriagada por su estoicismo, esté dispuesta a mantener su secreto. Aquel enemigo invencible que sepulta su condición de hombre.




  
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