Las dimensiones ignotas, los parajes lejanos e inexplorados, suelen ejercer una rara fascinación sobre el ser humano. África, por ejemplo, fue durante los últimos siglos el paradigma de lo exótico. Los hombres de espíritu aventurero, ansiosos de emprender un viaje con destino incierto, la convertían en su Meca; los escritores que requerían escenarios inquietantes encontraban en aquellas junglas, desiertos y sabanas el sitio ideal para ambientar sus ficciones; y Hollywood la convirtió por varias décadas en un vastísimo set de filmación al aire libre. Desconocido, en buena medida inasequible, el “continente negro” albergaba la historia de Egipto, las pirámides, el Nilo; zulúes, bantúes y pigmeos; leones, elefantes y jirafas. En suma: un territorio mágico, subyugante, ideal para alimentar las fantasías más audaces.
Como contrapartida, en los últimos tiempos parece haber surgido un fenómeno bastante similar con las cualidades exóticas de la Patagonia. Siamesa separada de su gran hermana morena hace millones de años por la dispersión tectónica de Pangea, hoy se presenta ante el mundo con singulares pergaminos: paraíso de las ballenas, gentilicio que se adosa a los sellos productores o a las etiquetas de vinos con pretensiones exigentes, restaurantes donde se ofrecen corderos del mismo origen; trekking, rappel, costosas excursiones de pesca; vergeles cordilleranos en oferta (con espejos lacustres incluidos) que se convierten en propiedad privada de celebridades extranjeras.
Así es. Un inesperado golpe de brújula parece haber traspolado el antiguo sortilegio africano a nuestra latitud austral, convirtiéndola en una suerte de “Patafronia”, sin elefantes, ni monos, ni jirafas, pero con pumas, pingüinos, cetáceos y ñandúes. Un nombre conectado a la aventura; una promesa de experiencias únicas e irrepetibles.
Sin embargo, es justo decirlo: detrás de los escenarios montados para el consumo, la Patagonia es un sitio más de la Argentina, una región donde simplemente hay gente que sueña, trabaja, disfruta los beneficios y sufre los rigores del clima y del paisaje. Y donde a menudo, la insanable distancia que la separa del Primus Orbis acarrea no pocos sinsabores...
Porque además de sus bellezas naturales, en la Patagonia “real” también se piensa, se estudia, se investiga; y como el talento no conoce de fronteras, alberga en su seno a dignos exponentes de las diversas ramas del arte y la cultura, aunque no figuren en las costosas etiquetas del mercado “patafrónico”.
Artistas plásticos, escritores, investigadores, músicos, académicos: todos están detrás de bambalinas cuando se apagan las luces del escenario mediático. Ellos continúan realizando sus labores diarias, silenciosas, sin mayores posibilidades de acceso a las salas de arte, a los foros científicos, a las grandes editoriales y a los sellos discográficos.
¡Ah, si algún día los grandes operadores emprendieran un auténtico “safari” cultural...!
Seguramente se toparían con agradables sorpresas.
1 comentario:
Lástima que, justamente en los terrenos más importantes como la cultura, la patagonia siga siendo un territorio inexplorado.
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