Testigo de mi muerte
Olga Starzak
Lentamente recuesto en el pasto mi
cuerpo castigado y con él, sobre las patas delanteras, apoyo mi cabeza. Siento la
intensidad del fuerte dolor. No puedo precisar dónde. Mis entrañas se contraen
en espasmos que se repiten con frecuencia.
Son vanos los esfuerzos por encontrar una posición que me alivie. Cuando puedo
entreabro los ojos y miro alrededor; ellos están allí... siempre lo han estado.
La pena en sus rostros aún aniñados es evidente.
Me consuela pensar que también para ellos
pronto terminará este padecimiento.
Puedo recordar el brutal castigo que
propinaron en mi tórax las chapas del vehículo conducido por el joven que me
brindó los primeros auxilios.
No sé cuánto tiempo pasó entre el
momento del accidente y aquél en el que, acostado en la camilla del
consultorio, el veterinario conversaba con quienes han sido desde años mis dueños,
mis amos... Casi me animaría a decir mi familia.
Me habían operado.
Los golpes habían producido heridas
internas. Mis órganos estaban muy comprometidos, según escuché que comentaban.
Caricias y palabras de aliento me
acompañaban todo el tiempo. La esperanza de la recuperación mitigaba los
corazones apesadumbrados de los que me rodeaban. Yo hacía enormes esfuerzos por
responder a esas manifestaciones tratando de mantener los ojos abiertos; elevar
mis orejas, aunque más no fuera… moverlas.
Los niños no cesaban de mimarme: pasaban
con suavidad las manitas sobre mi cabeza
y el lomo; hablaban en un tono de voz -que
sabía por tantos años compartidos- estaba cargado de angustia y pesar.
Me llevaron a la casa y comencé a mejorar.
Tomaba, sin resistencia, los medicamentos que me ofrecían y hasta realizaba
cortos paseos por el jardín del patio.
Después apareció este terrible malestar
que invade todo mi ser. Llamaron nuevamente al médico y observé las caras
desconcertadas de toda la familia. Conversaron largo rato. Se produjeron silencios
prolongados.
Desde un primer momento el llanto de los más
pequeños y las lágrimas de los adultos
confirmaron mis sospechas: habían sido inútiles los intentos por detener la
infección que, aunque tardía, era previsible.
Esta mañana de verano mis débiles patas
ya no pueden sostenerme; haciendo mi voluntad,
horas antes me han permitido salir de la casa y es allí donde ahora me encuentro. Todos están
presentes. La más grande de las niñas trata de acomodarme sobre una manta; la
más pequeña, arrodillada a mi lado,
murmura palabras que jamás antes escuché. Creo que recita un poema de
aquellos que le enseñan en la escuela; luego al ver sus manos unidas en un
gesto de plegaria, compruebo que se trata de un grito desesperado.
Se niegan al
sacrificio que les proponen... y me alegra. No quiero que carguen sobre sus
vidas esa responsabilidad. Pero cuando mis músculos se tensan y dejan lugar al
dolor desmedido, con gestos que imagino imperceptibles, les suplico que se apiaden de mí.
En otros momentos
les agradezco, aferrado a la vida, la cobardía que les imposibilita tomar la
decisión. Me entrego como ellos a la idea de una imprevista reacción a las inyecciones suministradas, o tal vez... al milagro que esperan.
En ocasiones, Dios o quién sabe quién o
qué, me regala breves descansos y caigo en un sueño tan intenso como abismal.
Creo que es el fin que ha llegado. Voces lastimosas me vuelven a la realidad y
con ellas aparece el tormento que se apropió de mi ser y ahora también de mi
alma.
Advierto que las patas traseras están
inmóviles y el abdomen tieso. Para mi sorpresa el dolor me ha liberado y
percibo mi cuerpo inerte apoyado aún en la
hierba. Levanto los párpados y sostengo la mirada en los ojos húmedos de
los tres chicos que, agazapados a mi lado, son sosegados por sus padres.
Procuro que comprendan que con mi último
aliento les dejo mi amor más sincero y un infinito reconocimiento por haber
formado parte de sus vidas.
Cuando ya no puedo resistir... dejo
caer mis párpados.
El cuerpo, antes tan pesado, ya no
me pertenece. Sólo soy mi alma.
Ellos aún no entienden de dimensiones
ilimitadas y están aferrados a un tiempo y un espacio que nos les permite
imaginar la libertad que, hace sólo unos instantes, comencé a disfrutar.
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