ENTRE MACONDO Y VALCHETA
Por Jorge Castañeda (*)
Macondo “una aldea de veinte casas de barro y cañabrava
construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un
lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”.
Valcheta, un pueblo asentando sus reales a la vera del
arroyo homónimo cuyo remoto curso atisbaron los ojos asombrados de los primeros
exploradores describiendo la pureza de sus aguas y la feracidad de sus pastos y
en cuyos parajes aledaños los huevos de tiranosaurios rigen su duermevela entre
nidadas y cascarones.
Macondo donde Melquíades “fue de casa en casa arrastrando
don lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que los calderos, las
pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían
por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y
aún los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se
los había buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros
mágicos”.
Valcheta, donde las mojarras desnudas son una especie única
en el mundo porque están desprovistas de escamas y escudriñan desde hace más de
cien años de soledad las nacientes del arroyo mesetario, donde el brazo frío y
el brazo caliente se unen en “La Horqueta”, confluencia y derrotero que busca
su destino de arena y sal en el gran bajo del Gualicho.
Macondo cuyas casas “se llenaron de turpiales, canarios,
azulejos y petirrojos” y donde “el concierto de tantos pájaros distintos llegó
a ser tan aturdidor que Ursula se tapó los oídos con cera de abejas para no
perder el sentido de la realidad” y cuando “los gitanos encontraron aquella
aldea perdida en el sopor de la ciénaga confesaron que se habían orientado por
el canto de los pájaros”.
Valcheta donde las loradas parten inquietas y bulliciosas
todas las santas mañanas desde los árboles de las riberas inquietando a propios
y forasteros pero en especial orientando a los arrutados con alada y móvil
precisión de brújula con forma de
bandada.
Macondo donde “las mariposas amarillas
precedían las apariciones de Mauricio Babilonia” y aún “alguna vez las había
sentido revoloteando sobre su cabeza en la penumbra del cine”.
Valcheta, donde un árabe de los mal llamados turcos hubo
pintado las gallinas de verde, rojo furioso, amarillo o fucsia para que nadie
se imaginara que eran hurtadas por la noche de los gallineros más desaprensivos
y para que ningún vecino las reconociera como propias.
Macondo, donde “el primero de la estirpe está amarrado a un
árbol y al último se lo están comiendo las hormigas” y donde “un pavoroso
remolino de polvo y escombros centrifugado por la cólera del huracán bíblico”
dejó su huella implacable.
Valcheta, donde el negro Eusebio de la Santa Federación
tuvo más ínfulas que un obispo, sin haber pisado nunca su suelo.
Macondo, donde “las estirpes condenadas a cien años de
soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra”.
Valcheta entre la elevación azulada de la meseta y el bajo
salitroso del Gualicho; entre los “pozos que respiran” y la “piedra de
poderes”; entre la “cueva de Curín” y la “puerta del diablo”; entre los árboles
milenarios y la paz mítica de “la gotera”, donde la estirpe vieja de sus
familiares aguarda un destino mejor y más auspicioso a la sombra de los sauces
históricos que reverdecen por sus gajos con cada primavera.
(*) Escritor de Valcheta. Este
trabajo fue tomado de su obra “Crónicas & crónicas”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario