LA CAJA DE
LAS ROSAS
Por Ana
María Ugarteche de Riveros
Fue en la primera semana del verano;
los pastos abatidos bajo el sol vertical que recalentaba la tierra, despertaron
en Gregorio la añoranza por la sombra de la higuera.
Era joven, aunque una vida dura y el
clima, dibujaban profundas arrugas en su tez morena. Acicateado por la
ansiedad, iba a galope tendido, tras el viento que se arrastraba, barriendo el
polvo de la huella. El pobre matungo, con la boca espumeante, soportaba a duras
penas los espolazos, extenuado por esa loca carrera.
La noticia había tardado una semana en
llegarle. Aquella noche, un huracán de los que azotaban la región en esa época
del año, había desmoronado una pared de adobe sobre sus padres. Gregorio
recordó con tristeza aquella gran rajadura que, tiempo atrás, simplemente
rellenaran con barro.
Llegó poco después del mediodía. Todo
lo que pudo ver fue… nada. Su hogar de la niñez, semejaba ahora un gran nido de
caranchos, sucio y revuelto. Lanzando un grito desgarrador, corrió hacia los
escombros y comenzó, frenético, a revolverlos. Debía encontrar aquella caja, la
de la tapa pintada con rosas…
Sólo al caer las sombras se resignó. La
caja no aparecía por ninguna parte. Quizás, ya se la hubiera llevado alguno de
los que habían venido a rescatar los cuerpos.
Agotado, se sentó sobre los escombros.
Con las últimas luces, miró sus ropas. Estaban tan remendadas y zurcidas que ya
casi no se reconocía la tela original. Nada, eso era él, nada, como esas
ruinas, que ya no contenían la caja de las rosas, donde su madre guardara
celosamente el secreto de su nacimiento…
Permanecía aún allí, cuando llegó la
oscuridad; miró al cielo, susurrando “él sí conserva lo suyo, la guía del
Lucero, de las Tres Marías, de la Cruz del Sur…”
Gregorio Ivanovich hundió su cetrino
rostro de indio entre las manos callosas. Su figura pareció empequeñecerse,
mientras lloraba de impotencia ante lo irremediable.
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