Un espejo en un bar
Por Patricio G. Donato (*)
Una
ráfaga de viento otoñal levantó hojas marchitas del suelo, y las ramas de los
árboles susurraron en su lengua milenaria.
–Mire
que he visto cosas increíbles, pero ninguna como esa –dijo el extraño de pelo
largo. Su boca esbozó un tímido amago de sonrisa, y las innumerables arrugas de
su rostro se plegaron con arabescos caprichosos.
Intenté
responder, pero no se me ocurrió que decirle. Había aparecido de la nada, a la
vuelta de un eucalipto, en el medio de la plaza San Martín. Sin mediar saludo
ni gesto parecido, se me acercó y empezó a hablar. Lo había tomado por un
borracho, pero no hablaba ni se comportaba como tal. Más bien parecía un loco.
–Se lo
voy a contar. No se preocupe, no voy a robarle demasiado de su preciado tiempo
–dijo el hombre, y sacó un habano de uno de los bolsillos de su abrigo.
–Señor,
no quiero ser grosero, pero estoy apurado y... –dije, sin saber qué mentira contarle. No
tenía ningún apuro, era solo otra de mis caminatas por la ciudad.
El
hombre frunció apenas el ceño y me miró fijamente. Le dio una larga calada a su
habano y volvió a forzar una tímida sonrisa.
–No se
preocupe, voy a ser breve.
El
viento cesó al ritmo de sus palabras, y en ese momento llegué a pensar que me
encontraba frente a un demonio o un ser sobrenatural. Con una voz áspera
comenzó a relatarme su historia.
“Hace
algunos años salí a caminar por el centro de la ciudad una noche de luna llena.
Creo que era un martes a la madrugada, pero no estoy seguro, bien podría haber
sido jueves. Después de buscar en forma infructuosa algún bar abierto a esa
hora, decidí volver a mi casa. En aquel entonces vivía allá al fondo, donde
termina la avenida Gales, por lo que me quedaba un largo trecho a casa. Sin
embargo, después de caminar unos pocos minutos me topé con un bar abierto. No
recordaba haberlo visto antes, pero allí estaba: una puerta angosta y alta, un
ventanal algo sucio, un cartel oxidado, y una mísera luz sobre la puerta de
entrada. La noche estaba fría, así que no dudé en entrar. En su interior me
encontré con un mostrador a la antigua usanza, cuatro mesas, algunos cuadros
viejos y...”
–Señor,
muchas gracias por su historia pero tengo que seguir mi camino a... –en un arrebato quise salir de mi ensoñación,
pero el extraño hombre me tomó con fuerza del brazo.
–Ya sé
que está apurado –y dijo “apurado” en forma pausada, como burlándose de mí–,
pero voy a ir al grano –insistió, y me miró con una intensidad tan fuerte que
dejé de percibir mi entorno. Solo podía ver sus ojos negros como la noche y
escuchar su voz áspera y pausada.
De
repente me sentí trasladado y vi aquel bar, sus cuatro mesas, el piso sucio, un
mesero adormilado, y el viento que soplaba en la calle. Era una noche fría y...
“Fui
al baño del bar. Había algo extraño en ese lugar, pero no podía saber qué. Me
lavé la cara en la pileta, y al secarme el rostro y mirar en el espejo pude
darme cuenta qué era lo que iba mal. En el espejo no se veía mi rostro, sino
que se veía un paisaje soleado, una llanura repleta de arbustos secos, y el
reflejo del agua del mar al fondo. Vi animales que nunca llegué a conocer, y
aborígenes ya desaparecidos. Vi un velero de tres palos arribar a la costa,
dejando a decenas de hombres mujeres y niños en unas precarias casitas.
Hablaban una lengua extraña y afrontaron grandes dificultades. Vi un
ferrocarril, y un muelle, y luego otro más, que se sucedieron vertiginosamente.
Una construcción acá, otra más allá, y así empezaron a brotar casas en el suelo
árido. El viento azotaba el lugar y los hombres luchaban contra los elementos.
Vi carretas y luego autos, muchos barcos en la rada. Uno de ellos se incendió y
lo hicieron encallar al sur, del otro lado de un promontorio donde se habían
establecido aquellos inmigrantes llegados en el velero. Otros fueron y vinieron,
alguno se hundió, pero el flujo no cesó. El pueblo creció, su cuadricula se
extendió, más gente llegó por tierra. Como una película acelerada, vi destellos
de los comercios donde habían trabajado mis abuelos, y no creo equivocarme si
digo que vi a mis padres por ahí. Los años pasaban, lo podía sentir en cada
imagen que veía. Se tendieron cables de electricidad, se asfaltaron calles, y
se trazaron rutas, y el pueblo siguió creciendo. De a ratos, meses quizás, se
veía gente apiñada en la costa, disfrutando del mar y del sol. Por momentos, el
viento rugía con furia y todo quedaba envuelto en polvo. Se construyeron
fábricas y apareció otro muelle. Había casas por doquier, y el pueblo empezó a
moverse con ritmo de ciudad. Escuché voces, decenas, cientos, miles de voces
surgiendo de ese espejo, y creí reconocer algunas. No, mejor dicho, reconocí
algunas, las de...”
–¡Despierte!,
¡Despierte! –me sacudió el extraño
hombre de pelo largo y ojos negros.
–¿Ehhh?
¿Qué pasó? –dije con una mezcla de
confusión y emoción–. Yo estaba en el bar, frente al espejo, y escuché la voz
de…
–Usted
no estaba en ningún bar, usted estaba acá, frente al monumento a San Martín –me
dijo el extraño, que ya no me parecía tan viejo como antes.
–No me
entiende, yo estaba en ese bar, el de la calle Belgrano y... y...
–Y
nada, usted estaba acá y se me vino encima diciendo cosas raras. Usted estaba
en trance, o delirando. ¿Por qué no vuelve a su casa? ¿Quiere que le llame a
una ambulancia?
–N-no,
es-s-tá bien –tartamudeé. Me sentía un completo idiota–. Disculpe, no quise
molestarlo –me di vuelta y me alejé de allí con paso apresurado. La vergüenza
me corroía por dentro.
Unos
metros más adelante me di vuelta, por reflejo, y miré hacia el monumento a San
Martín. Allí estaba parado todavía el extraño de pelo largo. Se reía mientras
fumaba su habano. Levantó una mano para saludarme y me dijo:
–La
próxima noche de luna llena, salga a dar una vuelta y busque el bar, está cerca
de la esquina de Bartolomé Mitre y Marcos A. Zar.
Parpadeé
un segundo y no lo vi más. Sencillamente se había esfumado de la misma manera
en que había aparecido. Volví a andar, camino a mi casa, y me puse a pensar en
el hombre, la historia, lo que vi (o creí ver) y su enigmática despedida. No
pasaron más de dos minutos cuando lancé una puteada:
–¡Puta
madre! ¡Pero si Bartolomé Mitre y Marcos A. Zar son paralelas! ¡Nunca se cruzan
en una esquina!
Me
pareció oír la carcajada del extraño de pelo largo.
(*) El autor es oriundo de Puerto
Madryn, aunque actualmente reside en Mar del Plata. Practica la escritura como
un hobby para canalizar inquietudes personales, y ha participado en algunas
antologías de relatos cortos. Sus temas favoritos son la ciencia ficción y lo
fantástico, pero siempre se reserva un tiempo para escribir sobre la Patagonia,
el lugar en el que creció y adonde añora volver. Edita el blog Bahía Sin Fondo
( http://bahiasinfondo.blogspot.com.ar/
), el cual está dedicado principalmente a temas relacionados con la Patagonia.
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