PUEBLOS FANTASMAS
Por Jorge Eduardo Lenard Vives
Contemplar una tapera, como
las mencionadas por Jorge Gabriel Robert en su relato “Taperas y su magia”, o
una de las estaciones de ferrocarril abandonadas que nos recuerda Cristian
Aliaga en su prosa poética “Las estaciones se repiten”, de la “Música
desconocida para viajes”, causa una sensación de desasosiego, de melancolía
sorda, apagada; que surge de imaginar las ilusiones malogradas tras esas
paredes, de suponer lo que pudo ser y no fue. ¡Qué de sueños se habrán
desvanecido en los límites de esos muros, qué de esperanzas truncas! Pero si
una construcción aislada motiva tal sentimiento, cuál no causará un pueblo
abandonado. Porque a la pérdida de la vida familiar o individual, se suma la
pérdida de la vida social, de los anhelos compartidos, de las empresas comunes.
La sensación de nostalgia se
potencia aún más en la extensión de la meseta, donde la súbita irrupción de un
caserío derruido en medio de la nada, resalta el contraste entre la vasta
naturaleza agreste y los rastros de la civilización. Además, está el viento;
que susurra por las calles vacías, silba en las esquinas de las casas
derrumbadas, arrastra los cardos rusos por las veredas y, a veces, arranca
algún sonido inesperado y anómalo, como el golpear de una chapa o el chirrido
de las aspas de un molino desvencijado.
Sin dudas, estos pueblos
olvidados son numen para el literato. Ese maestro de las letras patagónicas que
es Elías Chucair, dedica una de sus obras, “Quetrequile, el pueblo que
fue...”, a recordar el poblado del sur rionegrino que, con veinte años de
historia a cuestas, desapareció cuando la Línea Sur estableció su traza y llevó
a sus habitantes a formar un incipiente caserío más cerca de los rieles. El
tren no le trajo el progreso, sino el declive.
Por el contrario, el poblado
del que habla Alejandro Aguado en “Cañadón Lagarto. 1911- 1935. Un pueblo patagónico de
leyenda, sacrificio y muerte”, nació como
estación del ferrocarril sobre la vía entre Comodoro Rivadavia y Sarmiento.
Permaneció habitado hasta 1945; luego comenzó a declinar, para desaparecer
definitivamente hacia la década del 50.
“Cabo
Blanco. Historia de un pueblo desaparecido”, de Carlos Roberto Santos,
narra la historia de ese villorrio, que nació en 1902 a partir de una estafeta
del Correo. Su crecimiento se potenció por la explotación de las salinas
existentes en la zona. Al dejar de ser rentable, en los años 30, la población
partió en busca de su sustento en otras latitudes. La estafeta permaneció hasta
1973, fecha en que fue cerrada; desde entonces quedó sólo la dotación del faro.
Un párrafo aparte merece “Falsa calma. Un recorrido por
los pueblos fantasma de la Patagonia”, de María Sonia Cristoff. No se trata
aquí de estos lugares donde la población migró por algún motivo, dejando el
sitio vacío; sino de localidades habitadas, en las que su población sufre el
aislamiento propio de la región. Para la autora se convierten así en pueblos
cuya aparente calma los transforma en “fantasmas”; aunque bullan bajo la
superficie los remolinos de la vida.
Desde la poesía, Jorge Castañeda, nos trae una visión
lírica de un pueblo que se diluyó en el pasado, con su poema “A Mina
Gonzalito”.
Quisiera volver a verte
Si me llevara el camino
Paraje de mi provincia
Vieja Mina Gonzalito.
...................................
Hoy todo se hizo tapera
Es muy triste tu destino
Hay un silencio cansado
Bajo el manto del olvido.
Ya no hay fiestas escolares
Ni el bullicio de los niños.
Solo ha quedado el paraje
Sobre la estepa dormido.
Pero más allá de la añoranza que genera el pensar en los
tiempos idos, estas paredes abandonadas – sean taperas o pueblos fantasmas –
provocan estremecimientos al sospecharlas habitadas por los espectros de sus ex
moradores o de otras almas en pena que, vagando por la meseta, las toman por
refugio; apariciones como la que en el cuento “El puesto del diablo”, de Mario
Echeverría Baleta, sorprende al incauto que fue a dormir en un puesto
deshabitado. Las casas encantadas y las ciudades malditas han sido siempre
objeto de la Literatura universal. También la Literatura Patagónica, ya sea
como ensayo, poesía o narración, alberga entre sus páginas las sombras
taciturnas de los muros de lo que fue acogedora morada o pujante villa; y que
el tiempo y los vaivenes de la historia transformaron en ruinas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario