LA CASA AZUL
Por Gladis Naranjo (*)
A pesar de mis esfuerzos, no puedo borrar la imagen de
mi mente, y los puntos del tejido bailan ante mis ojos, y las agujas no
obedecen a mis manos.
Porque yo los vi bien. La mamá y los dos
niños. Ella muy delgada, con el cabello oscuro recogido en una larga trenza,
los hombros bajos, la pala en la mano. Los niños con los ojos arrasados en
lágrimas, el mayor con un brazo sobre los hombros del más pequeño.
Salían del baldío de la esquina, a la
tardecita, caminando lentamente, como si quisieran retardar su marcha, y
entraban a la casa azul.
Yo miraba la escena desde la ventana de la
sala de mi casa. Vivo en un barrio de los suburbios, de casas bajas, veredas de
césped muy verde y solitarias lámparas en las esquinas. Pero aunque mi vista ya no es la de antes, yo los
vi bien: ella con la pala, los niños llorosos, con pasos inseguros. Entraron a
la casa azul y corrieron las cortinas.
Mis ochenta y dos años y la artritis que me
maltrae desde hace algún tiempo, me obligan a
pasar la mayor parte de las horas diurnas en el sillón junto a la
ventana, con mi labor de agujas. Desde allí veo deslizarse el tiempo y la
gente, y conozco bien a mis vecinos de enfrente, los que viven en la casa azul. Y yo los vi bien.
El día anterior, por ejemplo, me sobresaltó
un fuerte chirrido de neumáticos en el pavimento, y luego un auto blanco pasó
lentamente frente a mi ventana. Eran las primeras horas de la tarde, esas horas
plácidas y a veces abrumadoras en que los niños están en la escuela, los
adultos en sus trabajos y el barrio entra en un sopor expectante.
Unas semanas atrás había visto llegar al
hombre de la casa azul. Siempre se ausentaba por algunos días y cuando
regresaba todo era alegría. Yo los miraba desde mi ventana, a pesar de que mi
vista ya no es la de antes. La mujer y los niños salieron a recibirlo. Él bajó
del auto, sonriendo, sosteniendo una
caja de cartón del tamaño de una caja para zapatos, y con sumo cuidado la depositó
en las manos impacientes de los niños. Luego abrazó a su mujer y entraron todos
a la casa.
Al día siguiente el hombre se fue. Desde ese
día hasta hoy, cuando los niños volvían de la escuela, la mamá, como siempre,
los esperaba en la puerta. Llegaban a la casa y al poco rato comenzaban a
corretear por la vereda de pasto tierno jugando con su cachorro color castaño
que había crecido bastante en las últimas semanas, y que iba y venía
persiguiendo una pelota, sus orejas de terciopelo rozando el pasto,
respondiendo con reverencias tiernas al juego y a las voces s de los niños.
Ellos reían, y sus risas me llegaban tan claras que contagiaban a mi viejo
corazón, que reía con ellos.
Pero hoy no. Hoy los niños llegaron de la escuela, su mamá los abrazó, y entraron a la casa. Todo fue silencio. No sé
bien qué pasó después, pero no consigo
borrar la imagen de mi mente. Porque
ya mi vista no es la de antes,
pero yo los vi bien. Los vi cuando volvían del baldío, y sé que están muy
tristes: la mujer con la pala, los hombros agobiados, y los niños, el mayor con
un brazo sobre los hombros de su hermano…
Es una imagen de tristeza infinita, y mi
viejo corazón llora con ellos.
(*) Escritora nacida en
Zapala.
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