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sábado, 24 de septiembre de 2016

EL RELATO DE HOY





RELATO 8

Por Hugo Covaro (*)




     En este páramo, que presta su soledad añosa, el hombre de sal ejercita sus oficios. Lánguidos chiveros. Sogueros de lentos mediodías. Chulengueadores. Rastreadores de pumas. Hacheros de monte bajo. Juntadores de lana mortecina. Tejedoras de matras dolorosamente hermosas. Mujeres silenciosas con hechura de barro. Abuelos cavilosos con la piel de alfarerías.

     Rufino Nahuelquir era zorrero.

     En sus ojos neblinosos de lejanías, se podían ver todos los salares. Pisándose la sombra, encorvado, partiendo en dos la paz de los picaderos, andaba tras el rastro de los zorros, quemado de inviernos. Con las trampas sobre el hombro, aparecía de los cañadones como salido de la tierra. Era un viento inmemorial que olía al incienso resinoso de los molles silbadores.

     El tiempo, detenido en sus harapos, dormía su índole de pájaro resguardando su corazón de tinaja.

     –Tenés que elegir güen sitio –me decía–. En lo posible bajo una mata grande así podés atar el alambre de la trampa. Que tenga matas también a los costaos, así el zorro tiene que dentrar a la juerza y de frente. Hacé un pocito en la arena y colocala con la traba puesta. Ponele un papel encima y, despacio, andá echándole tierra hasta taparla. Pasale una rama pa’ borrar los rastros. Dispués venite arrastrando una osamenta un largo trecho y colgale, un poco adelante, el cebo bien amarrao a una buena mata. Pa’ que el ladino no disconfíe, hacé fuego cerca y oriná donde hiciste campamento.

     La salina, con su antigua memoria de mar, lo veía regresar de revisar las trampas, como quién va del silencio al olvido.

     –Si hay un ñerrí trampeao, no le tengas miedo a los gruñidos que pega. Que los perros lo empaquen a puro ladrido, pero que no lo muerdan. Vos arrimate con el palo y tratá de pegarle en el hocico. Si le das justo cae seco, de seguro. Ahí nomás cuerialo y estaquialo bien tirante. Eso sí, cambiá de sitio la trampa...los zorros olfatean el olor a sangre y le arisquean...

     Todos los rumbos de la sal tienen las pisadas de sus alpargatas. Tal vez un día de éstos, casi viento, salga a borrar los rastros de los zorreros, antes que la muerte le ponga la mirada de agua. Entonces, juntos, veremos crecer la tierra como un vientre, en el sitio donde bajan los dioses indios. Será para el tiempo de los días largos. La calandria, parada sobre la rama más florida, cantará su ausencia con el pecho embarrado de crepúsculo.





(*) Escritor de Comodoro Rivadavia. Este relato fue tomado de su libro “Luna de los salares”. (1985)

miércoles, 20 de abril de 2016

EL RELATO DE HOY





UNA CRÓNICA PARA EL GUANACO


                                                      Por Jorge Castañeda (*)



Centauro de leyendas, sofrenando el galope por los escoriales, orejas alertas en la estepa, por las mesetas, en las planicies, mangrullo viviente en la escarpada costa marina donde el mar de un azul infinito se repite incesante como tu especie vulnerada.

Lama guanicoe por los montes, atisbando el horizonte con ojo avizor entre las largas y curvadas pestañas, cuidando la manada de hembras, buscando por instinto ancestral el abrevadero para saciar la sed urgente cuando el sol canicular de la Patagonia agobia y fatiga.

Relincho arisco en el labio leporino, jugando a las escondidas entre jarillas y calafates, cérvido cuasi, camélido pequeño, dejando las huellas de tus pezuñas partidas como en las grecas que otrora se plasmaron en los petroglifos y las piedras tutelares, en las labores de las matras tan antiguas como tu especie o en la impronta estilizada de las cuevas.

Tótem y linaje para las familias que perpetuaron tu nombre en el abolengo de sus apellidos indios. Bravo, astuto y ligero cuando acosan los predadores, ecuestre y vulnerable arriba de los cerros cuando se recorta su figura enmarcada por el sol tramontano.

Hueque o luán, yoon, amrua o naú, por los faldeos de las montañas con su pequeño rebaño, con sus colas cortas y curvadas por los desérticos y ardidos arenales, arañadas sus verijas por las ramas de las plantas enanas del monte. En la trampa aleve de los desfiladeros donde le aguarda la muerte sangrienta que impone el cazador.

Ya chulengo, en el quillango laboreado con el dibujo de su panteón de dioses vencidos, en la ruca del mapuche, en los tientos, en los raspadores, utensilio útil, en el tendón tensado por el brazo fuerte del guerrero, sabrosa carne, en la piedra bezoar que usan sabiamente las machis o ya convertido luhán, figura estelar con las altas estrellas.

Guanaco, por el gualicho sombra errante de un tiempo distinto, por los pedreros o tal vez acosado y herido de muerte por la bala del cazador buscando el remanso de las corrientes de agua, para morir con cierta dignidad solitaria como algunos de tus mayores predadores: los hombres.



(*) Escritor de Valcheta. El relato fue tomado de su obra “Crónicas & Crónicas”.
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domingo, 21 de febrero de 2016

EL RELATO DE HOY



LAS ESTACIONES SE REPITEN

JARAMILLO


Por Cristian Aliaga (*)





     Pararon los trenes y se acabó todo alrededor. Así, las estaciones se repiten, interminables, abandonadas, desde hace años. Son de piedra, les han ido arrancando las tejas del techo y las vigas de madera dura.   
    Después empezaron a crecer los yuyos adentro, y al fin levantaron las vías en un negocio del gobierno. Uno viaja al costado de las vías desaparecidas, y ve la línea de estaciones solas junto al camino; abiertas al cielo, con los tamariscos que han plantado hace tanto tiempo, una secuencia perfecta que desde lejos es la promesa de lo que no está. Dicen que nuevos trenes irán desde Deseado a Las Heras y a Chile, o al Universo tal vez. Serán como estrellas en la noche, dicen, sea verdad o no; entonces abro una botella de caña quemada y me siento en el andén a verlos pasar a todos por la galaxia. Y si alguna vez subo al Rápido de la Noche no regreso más a la provincia, aunque, ¿a quién puede ocurrírsele que se detendrá acá, donde los cardos rusos celestes taparon hasta el tanque de agua?




(*) Escritor comodorense. Tomado de su libro “Música desconocida para viajeros” (Desde la Gente, Buenos Aires, 2009).


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miércoles, 8 de abril de 2015

EL RELATO DE HOY






DON FRANCISCO


Por Camila Raquel Aloyz de Simonato




     Don Francisco, cariñosamente “Don Pancho” para nosotros, era, mirando desde atrás, un verdadero gaucho acriollado. De estatura mediana, enjuto, enhiesto, enfundado en típicas bombachas amplias, oscuras, de botones desprendidos sobre huesudos tobillos, alpargatas “bigotudas”, ancha faja alrededor de la angosta cintura, facón de plata cruzado y camisa amplia. Un gaucho baqueano sin duda; pero al darse vuelta, su alargado rostro era, inconfundiblemente, de campesino español.

     Sus facciones cinceladas por al clima patagónico, parecían talladas sobre añejo tronco. El viento huracanado, la arena, el sol y el frío, habían marcado imborrables surcos sobre su cara. Sus ojos pequeños de un azul verdoso, de mirada brillante, tierna y triste, estaban protegidos por la sombra de su tiesa y sucia boina.

     Parco, pero cortés, Don Pancho solía sentarse en un rincón de la cocina sobre un antiguo arcón “traído de laz Ezpañaz”; sobre la abovedada tapa, a guisa de almohadón, tenía un mullido cojinillo de carnero.

     Hospitalario, nos ofrecía un “amargo” y tortas fritas.

     Jamás nos atrevimos a preguntarle que había dentro del baúl, pero imaginábamos extraños tesoros: doblones de plata, una mantilla o peinetón de maja, caras de un desdichado amor… nuestras mentes infantiles levantaban vuelo como gaviotas que planean entre corriente y corriente.

     Una vez, tímidamente le preguntamos porque había venido aquí, a la Patagonia. Mirando el horizonte por encima de nuestras cabezas, dijo que “a buscar trabajo, paz y soledad”.

     Tenía Don Pancho la habilidad de hacerse entender por los animales, a los que cuidaba y quería como si fuesen niños. Su yegua “La Tostada”, junto con “Viruta”, su perro ovejero, a un simple silbido traían las gallinas y aves desde el cerro al corral, en el atardecer.

     —Falta “La Copetuda”, Viruta— le oí decir una tarde. —Vete pronto o se la comerá algún zorrino o zorro, ya. —Y Viruta salió hocico al suelo y cola en lo alto.

     Cuando recorría los potreros, mientras limpiaba los bebederos, silbaba a su yegua y a su perro; al rato éstos volvían arreando alguna oveja extraviada.

     Un día se fue Don Pancho a los campos de donde no se vuelve. Viruta aulló toda la noche, y a la madrugada había desaparecido. “La Tostada” no quiso probar más ni una brizna de alfalfa, ni se dejó poner el morrillo con avena que tanto le gustaba; vagó incierta y triste y al poco tiempo la encontramos muerta cerca de la laguna Salada.

     Cuando, con todo respeto, abrimos el viejo arcón, allí sólo habían: tres pañuelos de hilo con sus iniciales primorosamente bordadas, dos pares de medias negras, una camisa blanca y un par nuevo de alpargatas. En un rincón, dentro de un sobre amarillento, encontramos unas fotos cuyas imágenes se habían desvanecido. Ese fue el tesoro material que legó Don Pancho; pero en las noches calmas, cuando la luna pinta de plata los coirones y las matas, allí en lontananza lo veo: erguido, “Viruta” atento a sus pies, y su mano cariñosa peinando la crin de “La Tostada”.





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domingo, 8 de marzo de 2015

EL RELATO DE HOY




EL VIAJANTE



Por Marta Perotto




     Pertinaz, la estepa muestra por las ventanillas del coche, desde hace horas, el mismo paisaje monótono. Aridez, arbustos bajos resistentes al frío y a la seca. Extremos los extremos. Soledad, De cuando en cuando la aparición lejana de un fugaz pedazo de mar.

      «Mi vida es el camino» y se siente como Manrique con su río, sólo que éste está inmóvil y es él, su persona pegada a ese vehículo, el que se mueve.

«Extraña sociedad: el camino, el coche y yo». La excusa son las ventas, el ir de un pueblo a otro ofreciendo mercadería, no importa qué, siempre alguien lo necesita.

      Él es del camino no del punto de partida o de llegada. Al andar sueña despierto, recuerda, está atento a lo que la ruta le depare y en esto siempre hay una ligazón fortuita que le impide creer en la existencia de lo casual; se cruzan las historias, se tienden las manos, se conoce a la gente.

      Recuerda a esa mujer que iba en busca del marido sin más datos que el nombre de un pueblo perdido y el oficio de trabajador petrolero, Nunca supo si lo había encontrado, pero su perfume permaneció varios días acompañándolo. Al niño que quería llegar al pueblo para empezar la primaria y se las tenía que arreglar solo para hacer los trámites en la escuela hogar. Seguro y obstinado - un temperamento común que cría la estepa - lo lograría. Al mochilero europeo que quería llegar a El Calafate y andaba desesperado por lengua desconocida, espacio y soledad. A la vieja que recorría kilómetros y kilómetros para vender su canastita de tortas fritas. Al camionero que lo desempantanara sin medir el tiempo ni cobrar el servicio.

     Se siente acompañado por esos seres a los que nunca volverá a ver aunque quizás algún eco de sus vidas le llegue traído por el viento en cualquier cafetería de una estación de servicio. Mientras anda, les inventa un antes y un después del momento del cruce y siempre los hace felices.

     En los caminos hay otra libertad, hay confesiones del pasado a ese desconocido que se atraviesa y proyectos de futuro que toman forma al expresarlos. Surge la solidaridad, se siente uno atraído por la aventura. También hay algunos que se cierran - como la mulita - en un caparazón de silencio que sólo es el barniz del miedo que les hace más difícil la vida.

      «El camino soy yo» arriesga con el discurrir de su pensamiento, «serpenteo de pueblo en pueblo, cubro más geografías que el común de la gente. Abarco tantas historias... y al anudarlas unas con otras me siento un poco Dios».

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martes, 3 de febrero de 2015

EL RELATO DE HOY






La negra de la isla



Por Olga Starzak





        El miedo inunda sus ojos. Por unos instantes permanece en actitud de espera... Una espera que le duele, un silencio que la atraviesa, un dolor que ya es callo en su piel negra. No ha llegado a los cuarenta años y sin embargo imagino que son viejos en su mente los recuerdos violentos, tan viejos como su vida misma, tal vez más.

        La vi en el preciso instante en el que ella corrió al encuentro con la nada; tuve la intención de socorrerla. Una fuerza que también tiene que ver con el miedo, me detuvo. Y fue en ese vértice donde me sentí tan cerca y tan lejos de su mundo. A su lado corría, aunque no con la misma desesperación, una joven que imaginé su hija. 

        Recién entonces miré hacia el interior de la vivienda de donde las dos mujeres, impávidas, habían escapado. 

        No fue la precariedad lo que insinuó lo tétrico. No. Fueron los colores, las figuras... y hasta el olor que sin sentirse, podía percibir. Ventanas sin vidrios como una costumbre de ese caribe que en la franja isleña donde me encontraba, me enfrentaba a lo más bajo de la naturaleza humana: la pérdida de la dignidad. También, enseguida después, pensé que no se puede perder lo que nunca se tuvo. Me sentí confundida; el cuadro ante mis ojos me trajo a la realidad. No había puertas en esa estructura de quién sabe qué material, y si las había estaban demasiado abiertas como para verlas desde afuera. Lo que no podía pasar desapercibida era la oscuridad que encerraban las paredes. Y en el medio de esa oscuridad, cuando mis retinas se adaptaron, los vi. Primero fueron sus ojos, cuatro luces brillantes y movedizas. Después sus cuerpos pequeños que deambulaban sin sentido dentro de la vivienda, como ignorando lo que aquellas mujeres no ignoraban. 

        Una tenue luz se infiltraba desde el fondo del rancho. En esa penumbra distinguí la silueta de un hombre. Su piel brillaba. Fue acercándose y observé sus músculos endurecidos, la cabeza rapada y los dientes níveos. Alzó una mano a la altura de los hombros y entonces vi el machete que sostenía.

        Los niños le dieron paso y mi mirada ya no volvió a captarlos. Era evidente que no eran su presa.

Las dos mujeres, alertas pero petrificadas, volvieron sus cuerpos hacia el interior de esa casa galpón, de esa cueva choza que me negaba a creer que era una vivienda. Un sitio con mesa y bancos de caño, con catres vestidos con trapos y olor a miedo en sus habitantes.

       Ahí seguía el hombre; con su arma tomada ahora con ambas manos. Emitía sonidos indescifrables, guturales, amenazantes. 

       Quise esconderme pero ya me había visto. 

       Sentí que la impotencia me unía a esas mujeres. 

        La muerte andaba por allí.

       Los vecinos, eternamente sentados en las veredas de sus casas, como esperando la buenaventura de un dios que los rescatara del húmedo calor, ni siquiera giraron sus rostros hacia la escena que me atormentaba. Solo gritaron fuerte para que sus niños se alejaran y, por curiosidad o aburrimiento, no preguntaran nada.

        No sé si fue mi presencia o el grito agudo de la mujer más joven lo que retuvo al negro. Sí sé que por unos segundos sus ojos se posaron en los míos, aún tiesa en esa vereda de barro. 

       Lo vi huir hacia el fondo de la vivienda, desapareciendo del escenario del miedo. 

       Las mujeres, quizás encontrando sosiego en la luz exterior, en el andar despreocupado de los pocos transeúntes, o el los mudos testigos de la vecindad, se calmaron; y lentamente retrocedieron. 

       Una tregua de paz las aliviaba.

       A ellas... y a mí.



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viernes, 28 de noviembre de 2014

EL RELATO DE HOY




EN ESTA ORILLA DEL MAR

Por Hugo Covaro (*)




No hay truenos ni relámpagos. Ni siquiera sopla el viento. Mansamente llueve sobre el desierto.
A veces su engañoso sortilegio pone agua en el camino que se evapora cuando el que marcha cree llegar y alcanzarla. Un agua que el cielo lejano desbarranca tras el hondo socavón del horizonte y que sólo por instantes estuvo en los ojos llenos de sed del caminante tal vez porque toda visión depende de lo que no está visto. Cuando eso pasa, el viento sale a pintar de negro la cara de los guanacos y el desierto presta su color al pelaje de los pumas. Marcha el viento. Se suceden molles y calafates junto a otros penitentes arbustos paisanos. En ese transcurrir deja por momentos su oficio de músico para andar en la memoria de los cuerpos. Descamina entonces olvidadas coreografías y fija en remolinos la más primitiva forma de movimiento. Ese primer intento de modelar en la oscura y remota noche la armoniosa maternidad de la danza.

El primer bailarín, trompo de sombras,
un derviche nativo girando, girando, girando.
Y nada vuelve a ser igual después que el viento pasa.

El desierto y el viento son dos solitarios. Evocan remotísimos tiempos, cuando este desierto estaba cubierto por floras tropicales y el viento traía el polen de altas araucarias ahora hechas piedra hasta la solitaria playa de mares que hoy no existen. Uno es estático, permanece inmutable por siglos; el otro es un elemento dinámico que se mueve y viaja, funcional a los cambios del universo. Cuerpo y espíritu de la naturaleza, comparten una misma lengua materna: la de la tierra. Ambos pretenden imposibles: el viento que la piedra se vuelva pájaro y el desierto, que el pájaro se vuelva piedra. Desconocen todo rito mortuorio: apenas un olor, una osamenta hablan de la muerte. Toda muerte es natural y será sepultada por el olvido. Ningún muerto vuelve a ser nombrado. Determinan en lo contradictorio lo esencial en el breve lapso de una vida humana. El desierto – ponderación de lo pequeño – memoriza viejas lluvias, ajeno al estado de incertidumbre en que viven los seres que lo habitan. Sólo abandona su soledad si alguien lo observa, si por un instante se interesa en su silencio; es un espacio para ver y ser visto, un territorio del que nunca se sale, un rumbo al que nunca se llega, una tierra extranjera al final de los vientos. En el desierto el espíritu vive en permanente inquietud, alerta, entre una mezcla de desasosiego y extremo regocijo que retrocede hasta el mismo nacimiento del instinto en un regreso al remoto universo del salvaje. Es, más que una visión, una idea del mundo. El desierto es sólo desierto para aquellos que lo miran como un desierto. En él conviven pescadores que devuelven al agua su pesca con simples sacadores de peces; esos pasan y se van… los otros se quedan…
El viento – luz de una estrella muerta que viaja en el tiempo – es símbolo de lo inacabado, de que nada termina, de que toda creación es una obra inconclusa. Con diferentes máscaras pasa y levanta a lo lejos remolinos de arena como si fuera una sombra más en la tarde, o se queda aquí cerca meciendo las ramas de la matas, o despeinando los coirones, o en un soplo liviano, como de plumas, baja de los sitios más transparentes de la cordillera. No mira para atrás. Transita por donde la vida levante su campamento obcecado señalando el rumbo siempre cambiante del porvenir. Ellos tienen sus secretos: una complicidad que no cabe entera en la engañosa memoria de los hombres. El desierto muestra cierta textualidad en señales estiradas en cien leguas a cada viento, escrituras difusas insinuadas en los repliegues de su piel de misterio. El viento, desde siempre, fue palabra dicha y repetida en un rumor, pequeña canción armada con los deshechos del tiempo. Instrumento de cuerda, de viento, ejecuta su concierto eterno para todos los oídos. En los ojos del peregrino luchan por estar más lejos del engaño, de la temblorosa mentira que levantan los espejismos. El desierto muestra sus monumentos: estatuas de greda, esfinges de seres de desconcertante linaje, edificios y ciudades resplandecientes como un mágico horizonte. Sin embargo, no son parte de esa materia. Son mojones de vientos inmemoriales, vanos intentos desde donde el hombre intuye la eternidad. Cuando algún dios hizo el mundo ellos ya estaban allí y su ternura era ajena a toda misericordia.





(*) Escritor comodorense. Este relato forma parte de su libro “Nada ocurre antes del viento” (Editorial Universitaria, La Plata, 2012)
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viernes, 31 de enero de 2014

EL RELATO DE HOY

            En el puesto de barro, 
el último arreo


Por Jorge Gabriel Robert


   En el puesto, la gente  está impaciente.  Los peones, venidos de la Estancia mayor, se inquietan observando las ovejas que se acercan  al bebedero y es necesario alejarlas. Todos hablan del último arreo.



   El molinero observa que la tarde anterior el viento se ha llevado algunas aletas y será necesario, urgente, reponer. Por ahora, la preocupación es el gran arreo que se acerca. Primitivo Robledo, el gran capataz de arreos, ha logrado reunir dos mil lanares que, previo aviso y permiso de los terratenientes para el cruce, deberá llevar hasta Mancha Blanca, un paraje rionegrino entre San Antonio y Valcheta, para luego ser embarcado en ferrocarril hacia el norte. Se dice que será el último arreo. Estamos frente al puesto de barro, un rancho con dos habitaciones de barro y coirón con techo de chapa, dependiente de la estancia La Maciega en el dpto. Florentino Ameghino. Aquí habita el domador de la estancia, don Olegario Cardoso, su esposa Benicia  (embarazada) y sus siete hijos. Los mayorcitos varones ya están sobre el lomo de los potros. Las damitas ya hacen tortas fritas, cuando hay harina o consiguen galletas y bolsitas con azúcar que dejan los arrieros. Se dice que por ahí, por el puesto de barro, pasará el último arreo porque una flota de camiones estará en la ruta para cambiar la historia y dar un impulso al progreso y el traslado de semientes.  En la estancia, el dueño, don Ricardo Bennewits, ha ordenado el gaño general de hacienda ovina y ha hecho colocar un farol petromax en cada punta del bañadero, actividad que se extiende hasta las 12 de la noche.    


               
   Cardoso ya tiene la primera tropilla de zainos lista a entregar, prepara los gateados, acostumbrado a entablar tropillas de un pelo y le preocupa la llegada del gran arreo, el molino descompuesto, y no sabe si esa noche los chicos tendrán para comer. Para colmo, un potro se ha mancado en la última ensillada corcoveando. Un disgusto más para el patrón que los acumula a fin de  justificar el despido del puestero domador que agrandó mucho su prole. ¿Adónde irá con sus siete  criaturas y otra por llegar?



   La noche se insinúa tranquila. El gran arreo ha llegado descansado, a manos de Primitivo Robledo y sus peones.  Se comienza a preparar el campamento, con techitos de lona, algunos fueguitos para el asado, que serán prolijamente apagados luego, las pavas listas para el mate, la galleta en bolsa colgada de un molle, y en pocas horas comenzará la ronda que consiste en pastoreo con perros adiestrados, que la hacienda se mantenga tranquila, no se desparrame, y permanezca  al abrigo de inoportunos visitantes nocturnos, como zorros, gatos monteses, peludos,  etc.; precaución que el capataz incluye en su profesionalidad para arrear animales lanares, tan lejos de sus lugares de origen.


   La noche, plácida, serena, en el campo presagia algunos misterios;  en los hombres crea supersticiones como el chistido de una lechuza, que nadie ve entre los montes o la cercanía de la luz mala que trae reminiscencias de viejas leyendas. El facón, inmutable en la cintura. El caronero es siempre el revólver. Observemos la luna que intenta filtrarse entre las nubes como ayudando a despejar cualquier duda temerosa en la oscuridad.
La hacienda no ha sentido el estrés del camino, bien alimentada, satisfecha en su sed, comienza a moverse. Un sol rojizo, como desperezándose ante el rol que le toca ejercer, apaga los últimos vestigios de servidumbre que la luna ha prestado y proyecta tomar el mando del día. El último arreo patagónico con destino a Mancha Blanca, parte desde el puesto de barro.  El molino ha sido acondicionado a la perfección de manera que pueda reponer su agua con las primeras brisas de la tarde.  El molinero, hombre cabal y ducho en sus quehaceres, personaje de confianza en la patronal, vuelve a la estancia e informa en la administración las novedades acontecidas que se registrarán en el libro diario. 
   En el puesto de barro, pese a la pobreza y la promiscuidad por la escasez de medios y exenta la parte sanitaria indispensable, un niño o una niña va a nacer. La mamá embarazada, queda al amparo de Dios que esta vez ha enviado un invisible ángel de la guarda para presidir el acto de luz a un ser que impone su diminuta presencia con su llanto, único sonido que logra emitir. Es una niña. Las tres hermanitas mayores rodean el alumbramiento mientras los cuatro varones, observan desde el umbral. Se llamará Juana. Un vetusto almanaque  colgado de un clavo en la pared marcado con lápiz rojo dice que es 24 de noviembre de 1944. En letras mayúsculas dice: CASA FINAT- DE SIMON FINAT – CABO RASO (ramos generales). Un segundo almanaque expresa: Tienda LA CASTELLANA de Manuel Graña, Rawson Chubut. No dice cuándo se quitó la última hoja del día final de diciembre, ni el año  finalizado; queda el cartón de adorno en los muros de barro sin pintar y muestra una publicidad.
   El reloj del tiempo movió sus engranajes llevándose los años como si fueran de juguete. Por el puesto de barro no pasaron más arreos. Primitivo Robledo, el capataz independiente, se fue para el sur en busca de conchabo, y Olegario Cardoso, que había llegado a ese puesto recomendado por amigos de la zona de Azul, con su tropilla entablada y el inicio de su familia, deshizo su patriarcado. Los niños que la pobre madre no pudo llevar, fueron derivados a familias conocidas, de buen pasar.
Sesenta años más tarde, ya en pleno siglo XXI, una hermosa mujer decide volver a visitar el antiguo hogar de sus padres y hermanos donde ella nació. 



Es Juana, la niña del berrinche. Desde su domicilio en Buenos Aires, donde ha formado una excelente familia, viene a volcar sus emociones  e intenta abarcar con sus brazos lo que fue su casa hoy derrumbada y el árbol que sí, resiste los embates del pampero, la desolación y el abandono, aunque ya nadie necesita de su sombra. 


  

                                 




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martes, 24 de septiembre de 2013

EL RELATO DE HOY




PATAGONIA


Por Gladis Naranjo (*)


 
¡Qué frío ha hecho estos días…!

  Temprano a la mañana, cuando las chimeneas recién comienzan a entregar al aire aromas de madera, la escarcha se rompe bajo mis pies y los mirlos, otras veces tan vivaces, desafiantes en sus trinos, buscando casi con insolencia los granos de mijo a los que los tengo acostumbrados, están todavía quietos. Silenciosos. Apenas un rayo de sol que no alcanza a entibiar llega hasta las hojas de las plantas que se estremecen tratando de liberarse de la helada.

  No sé por qué de pronto recuerdo el frío que hace tanto dejé atrás, en la Patagonia.

  Hace algunos años viajé en tren hacia allá y recorrí de nuevo esas interminables estepas, donde el viento es el amo absoluto, adueñándose de las plantas y de la tierra en crueles torbellinos que junto con el polvo arrastran las esperanzas de siembras y cosechas.

  El tren, imperturbable, devoraba las distancias como queriendo masticar el horizonte sin lomas ni árboles, en que sólo los alambrados demostraban que el hombre también andaba por allí.

  A lo lejos apareció el pueblo. Tan chiquito. Tan chato. Pocas casas desparramadas, como esparcidas por el mismo viento. En esa tierra enorme, la inexplicable pero contundente presencia de la vida.

  El tren se detuvo y llegaron los niños, ofreciendo vaya a saber qué piedras, con sus manos morenas y sus plantas desnudas revoloteaban en el andén, sonriendo apenas, incrustándose en el paisaje reseco y helado.

  Desde un alero los jotes acechaban los corrales cercanos, donde un mínimo rebaño de ovejas y chivos se oía casi lastimero.

  Seguimos viaje. Como fantasmas esqueléticos los postes de luz se perdieron otra vez, y me persiguió el frío.

  Vuelvo a mirar mi pequeño mundo. El sol ya llega a la ventana. Ya se escuchan los trinos…Todo vuelve de a poco a realinearse y respiro de nuevo este lugar que tiene el mismo frío, que tiene el mismo viento…

  Y sin embargo vuelve la nostalgia.

¿Nostalgia de qué? Si fueron muy pocos los años que allí viví… Quizá porque a un niño se le imprimen profundamente las cosas que vive, y allí conocí la soledad, lo indómito de esa tierra tan llena de historias que puede llegar a contagiar su altivez, por defensiva. Quizá el olor del viento…Quizá estos pájaros, tan frágiles…

  Entro en mi casa y la tibieza se lleva los recuerdos, casi deshilachados, que esta mañana, sin querer, me trajo el frío.



(*) Escritora nacida en Zapala.


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sábado, 29 de junio de 2013

EL RELATO DE HOY




ESA FLOR AZUL


Por Hugo Covaro (*)




   Javier Etchemaitechea le pasaba un trapo al mostrador tratando de limpiarle esa pátina oscura que el uso y los años le untaron a su tosco maderamen.

   En Cañadón Huemul- parada de carros y chatas- su boliche reunía a los pocos pobladores de la zona y viajeros que desde setiembre a marzo se animaban a transitar aquellos huellones, marcados a puro invierno en la piel nativa del páramo.

   Javier miraba la lluvia empañar la mañana fría con esa garúa obstinada que llevaba cuatro días seguidos sin parar, como quien acepta resignado un veredicto irrefutable. Esa llovizna tenaz, que apenas le permitía ver hasta el palenque solitario, parecía mojarle la única región a salvo de aquella tempestad obcecada: los recuerdos.

   Se veía joven, recién llegado, con esa desmesurada vastedad extendiéndose ante sus ojos azorados. Sus primeros trabajos, largos arreos, duros inviernos esperando a la vida en estrechos fogones de dilatadas estancias inglesas, privaciones, algún amor pasajero que sólo dura lo que dura la plata de un mensual cuando baja a los pueblos de la costa. Esquila, baños, señalada, desierto, soledad... 

   Hasta que llegó el día en que un paisano suyo le ofreció el boliche y juntando los ahorros de años a las ganas de quedarse por algún tiempo en un solo sitio, se le animó al oficio de bolichero.


   Y aquí lleva treinta años, viendo pasar los días entre arrieros quemados de intemperie, troperos tallados de vientos, indios melancólicos, oportunos mercachifles, puesteros llenos de olvido.

- Una grapa, don Javier...¿qué va a tomar usted?

- Pa’ mí una caña dulce y un vino pa’ mi compañero. 

- Traigo cuero e’ zorro...once traigo... 

- Vasco...¡una ginebra doble!. 

   Un ruido que venía de esa lluvia mansa le devolvió la conciencia. Vio entonces al bulto que trataba de encontrar el hueco de la puerta, soltando briznas de agua su haraposo ropaje. El recién llegado tanteaba el piso con una vara corta que hacía de bastón y se guiaba tocando los objetos que encontraba a su paso o los sonidos que le indicaban la presencia humana en ese rumbo. Cuando logró entrar, cerró la puerta tras de sí y se quedó inmóvil unos segundos esperando percibir nuevos mensajes. Caminó hacia el mostrador al mismo tiempo que se quitaba la boina negra y preguntaba:

- ¿Hay alguien aquí? 

- ¡Qué día para salir de recorrida, don Hilario! -espetó el vasco sólo por decir algo; luego agregó: -Desde que se le dio por llover finito, no he visto gente; debe estar mala la huella. ¡Suerte que vino usted para conversar y no estar solo, aburrido de ver garuar!

- Me han dicho que usted sabe se los puede encontrar al curandero, que sabe venir por aquí... que usted sabe...- dijo el ciego, secándose las últimas gotas de la cara con el dorso de la mano. 

-¡Ah!, ¡Payún!...hace como un año que no baja. La vez pasada lo fueron a buscar cuando la mujer de don Demetrio Margariño estuvo tan enferma. Él la curó sólo con verla...de palabra. Pero hay que ir hasta donde termina el camino que lleva al volcán, justo donde el Arroyo Las Vueltas nace de los chorrillos. Ahí hay que prender fuego y esperar que baje. Eso dicen... 

- Gracias, don Javier- dijo el ciego, enfilando hacia la puerta, con la vara adelantándose a su paso vacilante. Salió del boliche para desaparecer tapado por la cerrazón. 

   Payún miró el humo subir recto, sostenido en la quietud de la mañana como un pabilo blanco sobre los árboles. Tapó con ramas la boca de la caverna y marchó aguas abajo. 



   El ciego, sentado junto al fuego, adivinaba ese sol joven salido de la tierra que le calentaba la cara y le ponía un reverbero lila en las pupilas opacas. 

   Sintió de golpe la mano del indio apoyarse en su hombro. Ningún ruido había denunciado su llegada. Giró la cabeza preguntando: 

- ¿Quién anda ahí?

- Payún- contestó el chamán con voz apenas audible. 

- He venido a verlo porque quiero que me cure. Soy ciego. 

- Ya lo sé...sé también por qué perdiste la vista. Si encuentro esa flor azul que Elchén guarda para dar luz a los ciegos, volverás a ver. Si no la encuentro, nunca más verás. Ahora vuelve por donde viniste y por ninguna causa regreses a este sitio- le sugirió para quedar silencio. 

- ¡Gracias, gracias, Payún!- expresó el ciego extendiendo los brazos en busca del chamán, pero nada encontró. Nadie respondió a sus palabras. 

   Lenta, dolorosamente, avanzaba el ciego, tropezando, cayendo, levantándose para caer de nuevo sobre el áspero suelo.



   Días enteros de penosa marcha de regreso a Cañadón Huemul, con la esperanza abrigándole el corazón fatigado, sobreviviendo a lo más hondo de la noche. 

   Primero fue como un lejano deseo de llorar que se derrumbaba de sus ojos dormidos. En el cristal líquido de la lágrima, un arco iris difuso le iluminó los sentidos con minúsculo relámpago, tornándose de a poco en una visión acuosa, estremecida por flechas luminosas que fueron dando color a cada cosa: al principio, el camino; luego, las casas y por último, la gente. 

   Hilario lloraba. Era esa la forma más rotunda de lavar tanta oscuridad. En la caverna, el chamán miraba el fuego, perdido en lejanos territorios, mientras la flor azul que Elchén guarda para dar luz a los ciegos, le azulaba la negra obsidiana de los ojos.





(*) Escritor comodorense. Este cuento fue tomado del volumen “El Chamán y la lluvia”, de 1996. Aprovechando el gentil ofrecimiento del conocido autor para publicar sus relatos, Literasur irá presentando desde sus primeras obras hasta sus últimas creaciones.








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jueves, 30 de mayo de 2013

EL RELATO DE HOY




DOS RELATOS BREVES

Por Pascual Marrazo (*)






Los secretos de mi sombrero


No es cualquier sombrero, tiene el ala delantera encorvada y fatigada de soles. Esconde olvidos acurrucados en ochavas, páginas en blanco, gritos ahogados de silencios, sueños que no quieren respirar y un pedazo de perezosa oscuridad. En el alero que cubre la nuca, están los naufragios de la memoria, los que no se pueden guardar en los trajes sin usar, como las cartas perfumadas de amor que trepan los recuerdos. Las tristezas enredadas se rinden de cansancios y censuras hasta el cuello. Son fantasmas de imágenes mudas  que se asoman, rastros de antiguas voces invisibles en un enmudecido desierto de caricias. Antes que se escuchen los lamentos,  se huela la horneada, escape la esencia de este sombrero y queden al descubierto los reveses dramáticos, egocéntricos e imperfectos hechizos. Debo esconder mi aliento trasgresor y tonificar el aire de mis pulmones. Para que, cuando aspire  pueda contener todo el aire de mi vida, mucho antes de que pierda la cabeza y sople un remolino debajo de tu enagua que haga temblar tus piernas majestuosas. Espumando dichas y enredando mi alma, sin poder esconder estas miserias.





 Laberintos



En los laberintos que recorren mis pensamientos hay un rincón de invierno donde guardo los recuerdos tristes, es más melancólico que frío. Trato de alejarme y muy rara vez lo visito. Como buen explorador no entro en caminos sin rumbos, ni en las incordiosas nostalgias sin destino. No es falta de valentía, hay un hastío que corre por mis labios de tanto besar promesas incumplidas, se filtra en mis pupilas y vuelca un arco iris de tristezas. Colores en retazos de locas aventuras, marionetas desnudas y sin hilos, amores descartables de cuerpos mutilados, sobre un tamiz de penas e ilusiones rotas. Prefiero vagar por donde el regocijo es alborada, alejarme de los fantasmas escondidos y pellizcar las horas, que valen mucho más cuando estoy con mi amada. Disfrutar las manchas de sus labios, que como pétalos de rosa quedan pegadas a mi piel y reparar las hendijas gastadas de mi boca en la sinuosa geografía de su cuerpo.




(*) Escritor de Cipolletti.
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