EN
ESTA ORILLA DEL MAR
Por
Hugo Covaro (*)
No hay truenos ni
relámpagos. Ni siquiera sopla el viento. Mansamente llueve sobre el desierto.
A veces su engañoso
sortilegio pone agua en el camino que se evapora cuando el que marcha cree
llegar y alcanzarla. Un agua que el cielo lejano desbarranca tras el hondo
socavón del horizonte y que sólo por instantes estuvo en los ojos llenos de sed
del caminante tal vez porque toda visión depende de lo que no está visto.
Cuando eso pasa, el viento sale a pintar de negro la cara de los guanacos y el
desierto presta su color al pelaje de los pumas. Marcha el viento. Se suceden
molles y calafates junto a otros penitentes arbustos paisanos. En ese
transcurrir deja por momentos su oficio de músico para andar en la memoria de
los cuerpos. Descamina entonces olvidadas coreografías y fija en remolinos la
más primitiva forma de movimiento. Ese primer intento de modelar en la oscura y
remota noche la armoniosa maternidad de la danza.
El primer
bailarín, trompo de sombras,
un derviche
nativo girando, girando, girando.
Y nada vuelve a
ser igual después que el viento pasa.
El desierto y el viento
son dos solitarios. Evocan remotísimos tiempos, cuando este desierto estaba
cubierto por floras tropicales y el viento traía el polen de altas araucarias
ahora hechas piedra hasta la solitaria playa de mares que hoy no existen. Uno
es estático, permanece inmutable por siglos; el otro es un elemento dinámico
que se mueve y viaja, funcional a los cambios del universo. Cuerpo y espíritu
de la naturaleza, comparten una misma lengua materna: la de la tierra. Ambos
pretenden imposibles: el viento que la piedra se vuelva pájaro y el desierto,
que el pájaro se vuelva piedra. Desconocen todo rito mortuorio: apenas un olor,
una osamenta hablan de la muerte. Toda muerte es natural y será sepultada por
el olvido. Ningún muerto vuelve a ser nombrado. Determinan en lo contradictorio
lo esencial en el breve lapso de una vida humana. El desierto – ponderación de
lo pequeño – memoriza viejas lluvias, ajeno al estado de incertidumbre en que
viven los seres que lo habitan. Sólo abandona su soledad si alguien lo observa,
si por un instante se interesa en su silencio; es un espacio para ver y ser
visto, un territorio del que nunca se sale, un rumbo al que nunca se llega, una
tierra extranjera al final de los vientos. En el desierto el espíritu vive en
permanente inquietud, alerta, entre una mezcla de desasosiego y extremo
regocijo que retrocede hasta el mismo nacimiento del instinto en un regreso al
remoto universo del salvaje. Es, más que una visión, una idea del mundo. El
desierto es sólo desierto para aquellos que lo miran como un desierto. En él
conviven pescadores que devuelven al agua su pesca con simples sacadores de
peces; esos pasan y se van… los otros se quedan…
El viento – luz de una
estrella muerta que viaja en el tiempo – es símbolo de lo inacabado, de que
nada termina, de que toda creación es una obra inconclusa. Con diferentes
máscaras pasa y levanta a lo lejos remolinos de arena como si fuera una sombra
más en la tarde, o se queda aquí cerca meciendo las ramas de la matas, o
despeinando los coirones, o en un soplo liviano, como de plumas, baja de los
sitios más transparentes de la cordillera. No mira para atrás. Transita por
donde la vida levante su campamento obcecado señalando el rumbo siempre
cambiante del porvenir. Ellos tienen sus secretos: una complicidad que no cabe
entera en la engañosa memoria de los hombres. El desierto muestra cierta
textualidad en señales estiradas en cien leguas a cada viento, escrituras
difusas insinuadas en los repliegues de su piel de misterio. El viento, desde
siempre, fue palabra dicha y repetida en un rumor, pequeña canción armada con
los deshechos del tiempo. Instrumento de cuerda, de viento, ejecuta su
concierto eterno para todos los oídos. En los ojos del peregrino luchan por
estar más lejos del engaño, de la temblorosa mentira que levantan los
espejismos. El desierto muestra sus monumentos: estatuas de greda, esfinges de
seres de desconcertante linaje, edificios y ciudades resplandecientes como un
mágico horizonte. Sin embargo, no son parte de esa materia. Son mojones de
vientos inmemoriales, vanos intentos desde donde el hombre intuye la eternidad.
Cuando algún dios hizo el mundo ellos ya estaban allí y su ternura era ajena a
toda misericordia.
(*)
Escritor comodorense. Este relato forma parte de su libro “Nada ocurre antes
del viento” (Editorial Universitaria, La Plata, 2012)
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