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viernes, 16 de enero de 2015

LA NOTA DE HOY



EDMUNDO DANIEL JÍOS


Por Margarita Borsella (*)



El 17 de febrero del año 1938, en un ranchito de adobe de Río Chico, un pintoresco pueblo rionegrino atravesado por las vías de La Trochita, venía al mundo Edmundo Daniel Jíos. Hijo de Lía —nativa— y de Aristocles —un griego a quien la devastada Europa después de la primera guerra mundial no había logrado vencer sus sueños y cruzó el océano para transformarse en pionero de la  construcción de ese trencito patagónico—.

Siendo Edmundo muy pequeño, la familia se trasladó a El Maitén para continuar trabajando en el ferrocarril. Es allí donde cursa sus estudios primarios en la Escuela N° 149 y despierta su interés por la lectura, alentado por el maestro Donald Borsella. Ya en su adolescencia, el escritor Don Elías Chucair —de sangre árabe pero que supo fraternizar con el indio y el criollo que poblaba la zona de Jacobacci—, impulsó a su pasión por la escritura, la cual se caracteriza por romper el mito de la monotonía de un interior silenciado al cual resignifica a través de la voz de sus habitantes que se eternizan en los escritos; lo que hace que las historias de su pueblo transformen a El Maitén en un pueblo de historias.

Desde los 14 años Edmundo supo del yugo del trabajo. Fue transportista de áridos en un carro tirado por bueyes, peón de ladrillero en donde pisaba barro con caballos, peón de carneador en un matadero, peón de albañil, hasta que en 1959 ingresó al ferrocarril como fogonista en La Trochita y a partir de 1970 comienza su profesión, que ejerce por 22 años, como conductor de las locomotoras. Luego de ello abrió una Pizzería en el centro de El Maitén, que por más de 20 años fue un lugar de encuentro de amigos que daban paso a las diferentes manifestaciones culturales de la región.

El Ministerio de Gobierno de la Provincia del Chubut lo convocó como Director de Asuntos Poblacionales, en donde tuvo la responsabilidad de afianzar vínculos con los pobladores originarios de las comunas rurales de Gan Gan, Gastre y Aldea Epulef. En El Maitén durante seis años fue animador de las primeras Fiestas del Tren a Vapor, y administrativo de la agencia PAMI, donde ejerció una importante labor social teniendo en cuenta las necesidades de las comunidades aborígenes de la región, estrechando lazos culturales entre ellos; la que ahondó su incursión en la escritura.

Y así es como Edmundo, heredero de esa sangre que surge de mixturar en un crisol la sabiduría griega con la picardía criolla, se convierte en “un apasionado por las historias de la gente común, de anécdotas cotidianas y recuerdos a que a veces tocan el límite de lo inverosímil”, como diría su hija Mariela al escribirle en la contratapa de “El Baúl de los Recuerdos”, su primer libro. Uno de sus primeros trabajos literarios fue “Un amor de tiempo adentro” —historia testimonial de una familia araucana—, presentado a un certamen literario organizado por PAMI Nación, en donde obtuvo una mención especial.



Su cuento “La Francisca”, ya publicado en esta página, obtuvo el Primer Premio Comarcal y Segundo Premio en el Certamen “Gonzalo Delfino” de la localidad de Gaiman. Posteriormente escribió la obra “Desalojo en la Vuelta del Río”, que por sus connotaciones sociales tuvo un fuerte impacto en la comunidad maitenense. Y en el 2012 aparece su libro “El Baúl de los Recuerdos”; que el Honorable Concejo Deliberante de la Municipalidad de Epuyén, mediante Declaración N° 24/2012, declara de Interés Cultural, Educativo y Social, en tanto el Honorable Concejo Deliberante de la Municipalidad de El Maitén, por Declaración N° 06/ 2013, declara de Interés Cultural, Social y Legislativo,

 “... este trabajo literario nació con la finalidad de rescatar en él lo acontecido en El Maitén y sus alrededores, para que no se diluya en el tiempo el recuerdo de aquellos pioneros que con su sacrificio hicieron posible este presente pleno de comodidades que ellos no tuvieron. Un escritor con oficio, exhibiría en un trabajo como este la organización y las correcciones que una buena obra literaria debe tener. Yo, además de ser autodidacta sin formación académica, soy un rebelde de la literatura. No logro escribir más de dos páginas seguidas siguiendo un orden cronológico de lugares, hechos o acontecimientos. Me excuso de no poder llevar un orden preciso, pero el contenido tan disímil de todo lo que expreso me lo dificulta, ya a veces me lo imposibilita. Reseñas biográficas y pequeñas historias de tiempos dispares conviven dentro de este baúl. Pero así es como los vientos cordilleranos me acercaron los recuerdos, y así es como dejo que los mismos vientos los lleven hasta ustedes, amigos lectores...”, decía este hombre apasionado por la vida y por las historias de la gente común, en quienes supo bucear en el fondo de sus almas para llenar este baúl de emociones de todo un pueblo; este baúl que si bien fue su primer libro presentado, por esas cosas de la vida también ha sido el último ya que hace sólo unos días se ha encontrado con la muerte.

Si bien una gran amistad lo unía a mi padre y a mi tío, recién después de 48 años lo he vuelto a ver, teniendo dos largas charlas; una en El Maitén y otra en Trelew. En una de ellas, presagiando tal vez que sus largas enfermedades le jugarían una mala pasada, y diciéndome que al hacer un balance de su vida debía reconocer que lo que tenía en su haber superaba ampliamente a lo que sus actitudes le hicieran merecedor, me entregó un poema pidiéndome que lo diera a conocer... Lo había escrito una tarde de julio de 1979 sobre una mesa de la pizzería El Obelisco de Esquel, y me lo dio en el otoño del 2013...

Dios
Yo sentía que existías,
no sabía en qué forma ni en qué espacios.
No intentaba encontrarte
porque hacerlo
era comprometer mi vida, mi existencia,
mi libertad, (o libertinaje).
Y a pesar de los vicios y placeres
en que se revolcaba mi locura,
mi enfermedad de sexo, de inmundicia,
mi tortura en tu imagen se calmaba.
Te encontraba en mis hijos, en la luna
reflejándose pura en un arroyo
y en la nieve que cubre las montañas.
Te veía en el rostro de mi esposa
descansando feliz sobra la almohada
después de haberme dado el fruto de la vida,
recibiendo de mí ¿solo la nada?...
Te encontraba... y negaba tu existencia
de mi nada hacia afuera.
Porque cuando el dolor me atormentaba,
¡con qué fervor a solas te rezaba!...
Y no era hipocresía. Tú lo sabes;
aunque al siguiente instante te olvidara.
Y descendí al infierno, a sus entrañas.
Encontré a Lucifer, Satanás, ¿cómo se llama?...
En fin, jugué lo poco de valor que me quedaba.
Y no sé si gané, o fue una aflojada,
que me hizo el diablo para destrozarme
definitivamente el Alma.
No importa DIOS... yo te sigo buscando,
con desesperación, como se aferra
a una madera el náufrago cuando además del mar, no tiene nada.
Ayúdame Señor, Dios infinito,
por mi esposa, por mis hijos, por mi mismo.
Hoy te grito desde el fondo de este abismo
¡Ayúdame Señor... Te necesito!

Seguramente ya estará con Él, junto a otros escritores patagónicos.



(*) Escritora de Trelew.



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martes, 13 de enero de 2015

EL POEMA DE HOY




UN NUEVO AÑO


                                          Por Ester Faride Matar (*)





Alguien se quedó en la orilla del mar
ofreciendo recuerdos.
Pintando con rouge las palabras dispersas,
símbolo sin fuego con aroma a madrugadas.
Entonces intenté…
Intenté regalarte un verano
con sueños de poeta y un concierto
que me devuelve la vida milagrosa.
Tú te encuentras ahí y yo me encuentro.
Hemos bebido con sudores los pasos del ayer
y nuestra piel sedienta se despoja de las lágrimas.
Estamos envolviendo los dolores
para arrojarlos a las aguas que se marchan.
Nadie hace ruido y se estremecen tus manos
y las mías se enlazan sin piedad.
Esta felicidad es tan distinta
que se disfraza con colores diferentes
y motivos desiguales.
Se diluye el calendario en su último día
y la esperanza extiende sus brazos al poniente
y no hay penas que se aniden en la mente
ni desconsuelos en busca de consuelos.
Gritar nuestro amor es la variante por donde pasa el silencio
en pos de un futuro con futuro
que lo atrape…
Lo atrape…




(*) Escritora nacida en Sierra Grande, radicada en Viedma.

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viernes, 9 de enero de 2015

EL CUENTO DE HOY




SYLVANUS GROT


Por Carlos Dante Ferrari





       Recuerdo que llegó un día a nuestra granja para pedir trabajo. Era la época de la cosecha y a pesar de su aspecto algo extravagante, mi padre lo contrató enseguida. 

       Como era costumbre en aquellos tiempos, le asignaron un catre en la cuadra de los peones, donde se acomodó sin chistar. Traía como único equipaje una mochila color caqui, con un emblema bordado en hilo rojo.

       Sylvanus era un tipo callado y respondía en forma amable cuando se le hablaba, empleando frases cortas, con un leve acento extranjero. Un día me atreví a preguntarle dónde había nacido y contestó: “en Albuquerque”. Como yo no tenía la menor idea acerca de dónde quedaba ese sitio, la conversación finalizó allí.

        Mestizo, su piel mate contrastaba con unos ojos azules, de mirada serena. Aparentaba tener alrededor de cuarenta años. Otra vez quise saber el origen de su apellido y me dijo que su padre era francés. Eso fue todo.

        Como si honrara aquel nombre tan singular, Sylvanus vivía silbando entre dientes. Era una melodía triste, fácil de memorizar; tanto que hoy mismo puedo reproducirla, a pesar de que han transcurrido más de cuarenta años desde que la escuché por última vez.

       Los cosechadores trabajaban desde el amanecer. Hacían una pausa para el almuerzo, descansaban poco más de una hora y después retomaban la tarea hasta la caída del sol. Me gustaba ir a la cuadra con la excusa de ayudarlos. Matizaban sus conversaciones con bromas toscas e ingenuas que provocaban mucho jolgorio. Sylvanus escuchaba y reía a la par de los demás, pero no era de hacer chistes.

        El primer domingo de franco, a diferencia de los demás, que fueron hasta el pueblo a pasear o a emborracharse, Sylvanus se quedó en la cuadra. Cerca del mediodía lo vi aproximarse a la casa y merodear por el jardín. Allí anduvo largo rato observando las plantas. En cierto momento se arrodilló al pie de los rosales y los miró con expresión crítica. Mi madre advirtió su actitud a través de la ventana y sintió curiosidad. Salió a la galería, un tanto indecisa; finalmente caminó hacia el jardín, donde el hombre continuaba su inspección.

        —Buen día. ¿Le gustan las rosas? Son mis preferidas —dijo ella.

        —Buen día, patrona. Sí, son muy lindas. Pero las plantas se le están yendo en vicio. Parece que este invierno van a necesitar una buena poda.

        —Es cierto. Hace tiempo que no tenemos a nadie que se encargue del jardín. ¿Usted es del oficio?

        Sylvanus asintió con la cabeza, sin mirarla.

        —Bueno, le voy a decir a mi marido. Gracias —agregó mi madre con tono amable, y se volvió hacia la casa.

        Él examinó el pequeño huerto durante unos minutos más, se agachó para acomodar las piedras de uno de los canteros y después regresó a la cuadra, silbando entre dientes su acostumbrada melodía.

       Mi padre estuvo de acuerdo en contratarlo como una tarea extra para los fines de semana. Sylvanus asumió el rol con todo entusiasmo. Pronto el jardín lució como nunca antes. Dio vuelta la tierra, desenterró y reubicó las plantas para distribuirlas de una manera más adecuada y armó varios canteros, bordeándolos con piedras del lugar.

      Encantada por los resultados, mamá le pidió a mi padre que trajera una variedad de semillas en su próximo viaje al pueblo.

      —No es época para sembrar nada, Isabel: ya estamos a comienzos del otoño —objetó él.

      —No importa. Será bueno tenerlas ya compradas para la primavera.

     Aquella respuesta parecía llevar implícita la idea de que Sylvanus estaba contratado de manera fija. Mi padre no dijo nada.

      Días más tarde, al volver del pueblo, papá dejó sobre la mesa de la cocina una caja llena de sobres etiquetados con flores de diversas clases. Mi madre le sonrió, agradecida. Esa misma tarde, cuando los cosechadores regresaron de sus tareas, ella me envió a la cuadra para llamar al jardinero.

     Recuerdo que mientras caminábamos juntos hacia la casa, no pude resistir la tentación y le conté a Sylvanus que mi padre había traído semillas. Él no contestó. Se limitó a devolverme la mirada, silbando, y pude ver en su rostro el asomo de una sonrisa.

      Mamá lo esperaba con alegría. Lo hizo pasar a la cocina y lo invitó a sentarse a la mesa, donde reposaba la caja de cartón. Él ingresó quitándose la gorra y accedió a inspeccionar los sobres de semillas. Los miraba sin decir palabra, con expresión concentrada. Mi madre lo dejaba hacer, aunque se la veía impaciente por conocer su opinión. Para nuestra sorpresa, de pronto Sylvanus se largó a hablar como nunca antes lo había hecho. Hizo comentarios sobre las distintas plantas, sus características, la conveniencia de ubicarlas en espacios soleados o resguardados, agrupándolas según su mayor o menor necesidad de riego y muchos otros detalles que ya no recuerdo. Ella lo escuchaba, embelesada, seguramente imaginando su futuro jardín, grande y embellecido con todas aquellas especies en flor.

      En ese momento llegó mi padre. Volvía de visitar una granja vecina donde ofrecían en venta un lote de animales en los que estaba interesado. Mamá lo vio entrar y exclamó:

      —¡Ignacio, no te imaginás cuánto sabe Sylvanus de plantas! ¡Nos estuvo explicando un montón de cosas!

      Para entonces nuestro visitante se había puesto de pie y mantenía la vista baja, ante la expresión adusta de su patrón.

      —Bien, Grot. Puede retirarse, gracias —fue la única respuesta.

      Sylvanus musitó alguna palabra —no sé si de agradecimiento o disculpa— y se retiró en forma presurosa. Papá caminó hacia el dormitorio a cambiarse sin agregar ningún comentario. Mi madre y yo quedamos perplejos. Por último ella tomó la caja con semillas y fue a guardarla a la despensa.



      Esa misma semana finalizó la temporada de cosecha. Del galpón atiborrado de bolsas emergía una agradable mezcla de olores a cebollas y a papas. Mi padre y el capataz habían instalado una mesa en la entrada de la cuadra y estuvieron casi todo el día liquidando la paga final a los peones. También Sylvanus recibió su salario. Me sorprendió verlo cambiado, con una camisa nueva y un pañuelo al cuello. Se había mojado el pelo para peinarlo hacia atrás.

      En la explanada del patio estaba estacionado el camión que transportaría a los peones. Los que ya habían cobrado iban acarreando sus efectos para colocarlos en la caja, donde se acomodarían para el viaje de casi 50 kilómetros que separaba la estancia del pueblo.

      De repente advertí que Sylvanus también sería de la partida. Lo vi caminar hacia el camión con su mochila al hombro. Al llegar la colocó sobre la caja y, tomándose de la barandilla, subió con un ágil salto.

     Dudé si correr hasta él o ir a avisarle a mi madre. Opté por lo último, quizás creyendo que ella podía hacer algo para evitarlo. Corrí hasta la casa, entré a la cocina y grité:

      —¡Mamá, Sylvanus se va!

      Ella estaba sentada zurciendo unas medias. Me miró y no dijo nada.

      Aquella primavera tuvimos una gran variedad de flores. Las sembró mamá. Fue el jardín más bello y melancólico que recuerdo haber visto en mi vida.

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lunes, 5 de enero de 2015

EL POEMA DE HOY



RESONANCIAS


Por Carmen Nora Gutiérrez de Castellano (*)





Futalaufquen, resuena en mis oídos
la voz inmemorial de aquella raza,
la dueña de tus aguas y que hoy pasa
sumergida en el lago del olvido.

¿Es tu silencio un grito que se clava
como una lanza en descubierto pecho,
o es lamento de un pasado en acecho
que en tus aguas se purifica y lava?

Futalaufquen, me entrego a tu silencio
y a la voz mágica de tus ancestros,
soy una piedra más, tal vez el eco

de la roca y el árbol que te abraza,
soy sangre y sentimiento de la raza
que pronunció tu nombre en canto y rezo.




(*) Escritora de Puerto Madryn, donde vivió 27 años; radicada en Buenos Aires. De larga trayectoria en la docencia secundaria y terciaria, en actividades culturales y de promoción de la lectura y escritura en la provincia del Chubut. Actualmente coordina el Taller de Lectura y Escritura "Buen Ayre del Sur", en el Museo Roca de la CABA. Obtuvo varios premios literarios en Chubut (Certámenes Literarios Provinciales 1982; 1984; Escritores Inéditos -1987. Cuadernillo Ministerio Educación de la Nación 2006). Publicó el libro "Entre Escalones y Zapatos"; Chiviricocó (Lit. Infantil). El poema “Resonancias” obtuvo un premio del Certamen Literario Provincial - Chubut-1984.



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martes, 30 de diciembre de 2014

LA NOTA DE HOY

RESEÑAS






“IMITACIÓN DE LA FÁBULA”  (*)

De Antonio Dal Masetto





        Uno de los rasgos distintivos de esta encantadora novela es el recurso a la representación alegórica y a la prosa poética. Vito es el hombre maduro que reflexiona acerca de su lugar actual en el mundo, cuando la propia historia personal empieza a desdibujarse en los laberintos insondables de una memoria que parece flaquear. La ciudad y las prietas paredes del departamento se han vuelto estrechas, asfixiantes. Siente que “el espejo estalla”: es la antesala de un peregrinaje destinado a combatir esa angustia repentina. En un arresto juvenil, el protagonista añora la posibilidad de tener “su propia roca”, que parece “remota e invisible”. Solo puede salvarlo su imaginación. Entonces, ¿por qué no salir a buscarla?

       De tal manera, la travesía por el bosque patagónico y el propósito de trepar hasta la cumbre del cerro se convierten en fecundas metáforas de la existencia humana.

      Internarse en la floresta –símbolo enmarañado de los misterios, las encrucijadas, los miedos infantiles– plantea retos permanentes: allí es muy fácil perder el rumbo, y la tarea de reencontrarlo, azarosa. El camino está sembrado de situaciones sorpresivas, a veces desconcertantes. Cada una de ellas implica una prueba a superar. Ante estas disyuntivas, la madurez recurrirá a la prudencia; la juventud, en cambio, encarnada en una niña precozmente endurecida por las circunstancias, actuará a fuerza de impulsos intuitivos y toques de rebeldía. Al unir sus senderos, la experiencia y la vitalidad conjugan una combinación eficaz para ir venciendo todos los obstáculos.

      Con el correr de las horas, el regreso al bosque del pasado se va perfilando como una experiencia sanadora. La memoria –aquella que en las primeras páginas anunciaba estar en retirada– ahora es el hilo de Ariadna que alumbra el camino del viajero y, al evocar los nombres sonoros de la flora austral (“coihue, lenga, maitén, ñire, radal, canelo, mutisia, amancay, notro, pehuén, taique, raulí”), recobra toda su fuerza. Esa misma memoria sabrá orientar los pasos de Vito hasta el anhelado refugio de la cumbre, donde aún lo aguarda un desafío inesperado.

      Un tono de indisimulada nostalgia recorre estas páginas. Detrás del fascinante discurso del narrador, el autor no tiene reparos en traslucir su propia voz.  No olvidemos que Dal Masetto transitó una etapa de su vida en Bariloche. Quizás por eso esta obra sea la que en mayor medida nos revela la interioridad del escritor, las marcas de un éxodo iniciado en Italia, en plena infancia; ese periplo que, en el plano espiritual, parecería insinuarse como un viaje inconcluso.

      Y como toda fábula encierra una moraleja, hay aquí una invitación a meditar en “los compromisos no asumidos, tantos compromisos dejados atrás”, dejándonos una saludable enseñanza: nunca es tarde para afrontar las nuevas responsabilidades que el destino nos plantea.


C.D.F.


(*) Novela – 139 páginas – 1era. Edición -  ISBN 978-950-07-4971-8 – Ed. Sudamericana, Bs. As., 2014.



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domingo, 28 de diciembre de 2014

EL POEMA DE HOY



DILUVIO

Por Gonzalo Salesky (*)



Una botella al mar, una plegaria…
es triste ver en qué me he convertido.
La sombra en los espejos, la espina en el ojal,
aquello que se lleva siempre dentro.

Un lápiz invisible o la tormenta
que encuentra su razón en el ocaso.
Allí, en la incertidumbre, te esperaré despierto,
sabiendo que me ignoras todavía.

Mi vida sin promesas se escapa
del lugar que ocupó desde hace tiempo.
Mi espíritu se queda sin aliento,
las ganas de volar pudieron más.

Hoy la distancia entierra hasta mi nombre
y al regresar parezco, más que nunca,
ese diluvio anunciado desde siempre,
aquella página que alguna vez fue tuya.




(*) Escritor nacido en 1978 en la ciudad de Córdoba. Estudió profesorado de matemática y trabaja como docente. Escribe poesía, teatro y narrativa. Publicó tres libros, titulados “2011” (poemas y cuentos, 2009), “Presagio de luz” (poemas, 2010) y “Ataraxia” (poemas y cuentos, 2011). Obtuvo distinciones en certámenes literarios de España, México, Venezuela, Argentina, Colombia, Estados Unidos y Australia. Su blog: http://gonzalosalesky.blogspot.com.ar. El poema “Diluvio” pertenece a su libro “Ataraxia”.

Además de la significativa calidad literaria de su extensa obra, por la que recibió numerosos reconocimientos; Gonzalo Salesky es presentado en Literasur por su particular relación con la Literatura regional: es hijo del escritor Aurelio Salesky Ulibarri; una de las principales figuras de las letras patagónicas.


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miércoles, 24 de diciembre de 2014

EL CUENTO DE HOY




ÉRAMOS FELICES

Por Pascual Marrazzo (*)




      Yo había estado jugando en la casa del Ernesto y luego junto con él, en lo del Tito. En las dos casas había preparativos para las fiestas, arbolito de Navidad, regalos y mucha comida, no entraba todo en las heladeras.

      Por eso que cuando llegué a mi casa la encontré rara, mi mamá todavía no había llegado de trabajar, como era Noche Buena iba a llegar tarde y yo tenía que retirar a la Teresa, mi hermana en lo de doña Tomasa, que como era la noche del niño Jesús, no la podía cuidar hasta tan tarde.

      Me pareció triste mi casa y no era que no tenía papá, sino que no tenía colores. Hasta el hule de la mesa estaba desteñido y no se le notaba el cuadrillée.
      Cuando fui a buscar a mi hermanita junté todas las flores que pude robar de los jardines, de esas que sobresalen para las veredas. Al volver las metí en una vieja botella de leche que hacía de florero. Ahora la casa tenía más color.

      La Teresa se había quedado dormida, así que aproveché para darle una mirada a nuestra heladera. Estaba la jarra de agua y en la puerta había tres huevos, “uno para cada uno” –me dije– y puse el agua a calentar en un tarro de duraznos, después los huevos, diez minutos y apagar. Mi mamá me lo había enseñado todo.

      Cuando ella llegó, yo ya los tenía pelados y había puesto la mesa. Tendrían que ver ustedes como se puso cuando vio las flores. Traía una bolsa de pan, un poco húmedo porque siempre le daban el del día anterior, pero esta vez era mucho y venía con una sorpresa, eran dos botellas de “naranjín”. Mi mamá peló unos dientes de ajo y los puso en un sartén con aceite, cortó el pan en rebanadas y lo comenzó a freír, después lo puso en una fuente y le rayó los huevos que había cocinado yo.

      Qué rico que comimos esa Noche Buena, y con “naranjín”...




(*) Escritor de Cipolletti.


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lunes, 22 de diciembre de 2014

LOS POEMAS DE HOY



POEMAS DEL LIBRO “CACTUS”

Por Jorge Curinao (*)



PAISAJE

A veces
a mí también me quisieron.
Era verano
y un pájaro golpeaba desde afuera.


PLAYA

Mi voluntad de ser traiciona al día.
Estoy parado al fondo de la noche.
Hay pobres atando sogas,


HECHIZO

La muerte se sienta al lado
y me dice:
te ves como recién nacido.


BALADA DEL BUEY SOLO

Me recuerdo saliendo por los desiertos
y encontrando rostros que no eran míos
rostros que no fui
¿cómo no pude acostumbrarme a los rostros?
¿cómo no pude acostumbrarme al paisaje?
debí ser fuerte como un sueño de metal
para que no se duerma la espera
para decir una frase verdadera
para decirme un canto como un animal
quiero decir:
la casa ya no es grande
los niños no están
necesariamente no están
en este instante
es más terrible la belleza del mundo
así
sin fantasmas que alimentar
sin sueños cayendo en el desierto
sin ventanas
rostros de mí.




(*) Escritor de Río Gallegos.
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jueves, 18 de diciembre de 2014

EL POEMA DE HOY




CANTATA DE LOS DOS PUENTES


Por Sergio Pravaz (*)




Como en el año diecisiete, cuando sonaron los cañones de octubre
rompiendo allá en la Rusia lejana el cuerno de los zares,

así arribaste a esta tierra del coirón que medita a la vera del camino,
del piche que rastrea la huella del milagro,
o del guanaco que barre la osamenta de los que estuvieron
en la gran batalla que oscureció el ánimo de las piedras;

también del ñandú y de la mara, corredores célebres
cuyos tendones envidia el mismo dios del viento.

A estos parajes viniste esquivando el expediente
y el largo masticar del polvo en el camino.

Tu propósito de puro hierro hizo latir el corazón de la necesidad
para que tu carga de metal, que como un viejo saurio le ruge
a los colores del paisaje, monte su canto grave.

Como en aquel año que llegaste para suplantar a tu padre
cuyo dominio fue esa noble madera elegida por Griffiths el poeta,
a la que un choque de agua asestó en su corazón,
en su centro más visible y duro el golpe definitivo
para forjar en la retina una noción de tragedia.
Ese madero que como un alimento vagó por las calles del mundo
al amparo de las mujeres en la oscuridad de los muelles del idioma,
detrás de unos ojos que durante la luna ciega acecharon
al que vino en barco buscando un aire más liviano,
fatigosamente humano,

apenas entrevisto en el alto fuego de la incertidumbre, o en el sueño que
cuando cierra su puño obliga a la marcha forzosa del soldado que sin serlo,
sé es en la vida.

Madera que alumbró una gloria fugaz porque el agua así lo quiso
cuando se tragó los gruesos tarugos, los firmes cuadros del sostén,
el poder incalculable del tirante y hasta el sonoro grito del pulmón
más escondido del pilote.

El nivel y la garlopa nada pudieron, tampoco la regla ni la escuadra,
como nada pudo el temblor del carpintero dibujando
pájaros, números de agua, canciones y geometrías
en aquel año noventa y nueve del alud.

Su propio Jordán tuvo el noble tablón que pudo ser guitarra,
mesa, puerta o banco nacido de árbol ilustre,

pero fuiste rey entre los puentes, castigado, abatido,
sin piedad derrumbado por fatalidad y no por bala.

Con él se fue el tránsito para que todo tráfico lícito deje de serlo
y sea nuevamente el silencio, un temor, una vigilia contenida
sobre la hondonada del antiguo cauce.

Y así el desabrigo se anunció para cada rincón de la meseta
hasta el lugar donde las martinetas apenas pisan, llorando su vuelo
extraviado en los tiempos del diluvio.

Ah, pero al fin llegaste puro metal de saurio encadenado,
para ser clavado a tu cruz aunque te negaran el nombre
ochenta y cuatro veces,

y aun así fuiste de recto caminar entre los pueblos, imaginario
que clava horizonte, identidad, certeza.

A la hora en que los tamariscos soplan sus flautas de pan
y el movimiento retoma la calma de la sangre, hay dos puentes
que maduran todo lo hermoso que de ellos la memoria nos entrega.





(*) Escritor de Rawson. Este poema fue publicado recientemente en el blog “Crónica Literaria”, dirigido por Marcelino Alvarado (http://www.cronicaliteraria.com.ar).

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lunes, 15 de diciembre de 2014

EL CUENTO DE HOY





EL VIOLÍN DE DON ÁNGEL

Por Hugo Covaro (*)



    Llegando a Tecka nos encontramos con la nieve. Había amanecido nublado y el mal tiempo amenazaba desde un cielo encapotado. Una quietud sospechosa volvía torpe el vuelo de los pájaros y en los árboles desnudos inadvertidas vibraciones denunciaban el sosiego que suele preceder a la tormenta. La jornada, extrañamente tibia, transcurría envuelta en las somnolencias que el invierno impone a todas sus criaturas; letargo que mantiene el pulso de la vida a media asta, a medio sol, en una semimuerte apenas desmentida por diminutos latidos. Todo parece demorarse entonces, en una paciencia perezosamente diáfana.

    Y el caminante -ajeno a todas las anunciaciones- mira y percibe el paisaje desde la desmemoria, desde un líquido murmullo de deshielo, desde el asombro de ser tocado por el humus que sueltan los ángeles más altos.

En eterno regreso, el frío recluta pequeñas historias en levas que incorpora sin resistencia a todos los fogones campesinos. Desde una falsa analogía, el frío y las historias, que no son como son sino como el viajero las recuerda, parecen hermanarse. Perpleja, la memoria deja pasar desorientados días. Es el tiempo de la larga noche, la dura estación de las escarchas. Afuera, otra piel insensibiliza los sentidos, aísla el corazón, hiberna el sueño. Enferma de intemperie, lamiéndose como un perro las heridas, la tierra volverá a curarse sola. Con tempranos estremecimientos, el otoño ya había anunciado a sus duendes despiertos que se acababa el vino, que adormecidos y huérfanos de luz deberían esperar la nueva primavera para celebrar el advenimiento de la música.

    Paramos en Putrachoique para estirar las piernas, orinar cerca del pequeño cauce y darle un respiro al motor antes de retomar el rumbo hacia la cordillera. Cuando dejamos atrás Gobernador Costa aparecieron las primeras gotas. Mínimas briznas que dejaban en el parabrisas livianas semillas que parecían escapadas de un colosal panadero. Con el andar la fina llovizna se convirtió en nevada.

    Marchábamos en silencio, aletargados por el sonar parejo del jeep trepando mesetas seguidas por interminables pampas, abiertas al medio por el camino que la nieve uniformaba entre banquinas inestables. Estaqueados por postes y varillas, los alambrados engrosaban estiradas bordonas. Hasta donde se dejaba ver, el coironal mantenía encendidas sus velas amarillas y el monte bajo soportaba, como acurrucado, el azogue del temporal. Recién pintados caballos mezclaban sus pelajes de invierno dando ancas a la ventisca, y en bandadas, las corraleras rayaban el aire con finos trazos de grafito.

    De cuando en cuando, algún viajero cruzaba aquella soledad sin límites. Aparecía como un punto oscuro en ese horizonte inseguro y se agrandaba lentamente, hasta convertirse en una sombra que nos pasaba peligrosamente cerca. Las huellas dejadas copiaban la línea de los postes del viejo telégrafo, amojonando con inútiles picas la ruta invisible. En esos mástiles, los aguiluchos izaban la tarde con la redonda y negra luna de sus nidos ondeando entre los cables.

    Existe una extraña ambigüedad en el paisaje. Al caer, la nieve parece oscurecerlo todo. Una atmósfera densa ensucia con grises el desierto y es apenas un parpadeo el espacio que media entre los ojos y la nada, breve ceguera que ocurre y desaparece en ese territorio sin orillas. Sin embargo, desde esa ceniza, desde esa sal demorada en la memoria de remotos cataclismos, una claridad de vidrio esfuma la cerrazón. Es como si una fosforescencia oculta en cada copo frotara su pedernal de hielo antes de morir fagocitada por el frío.

    Al salir de una curva alcanzamos a ver al viejo 3CV estacionado en la banquina.

    Estaba junto a un sauce – de esos que crecen a la vera del camino- que parecía protegerlo alzando desde su tronco recio desguarnecidos ramajes. Abajo, separado por una fina lonja de playa, el río sólo era un rumor oscuro.

    Aminoramos la marcha hasta casi detenernos, miramos los vidrios empañados y seguimos, pero alguna sombra o un resplandor contenido por ese encierro misterioso nos hizo volver. Cuando abrimos la puerta, el hombre del violín, como sorprendido, nos contemplaba en silencio.

    Disculpe...¿necesita algo?
    —No...muchas gracias...
    — Pensamos que tal vez...
  —Estoy bien. Gracias. No se preocupen muchachos. Me gusta tocar el violín mientras nieva. Es sólo eso...gracias.
    Con una sonrisa nos despidió y cerró la puerta. Por el espejo retrovisor veíamos cómo el pequeño vehículo desaparecía.
    —¿Sabés quién era?
    —No.
    —Tocayo mío, además de músico y buen escritor.
    —¡Mirá!... ¿Cómo se llama?
   —Ángel...Ángel... ¿cómo era?... bueno....ahora no me sale el apellido... una familia muy conocida, che.... casi todos artistas... ya me voy a acordar...

    A la diestra de la ruta, hasta donde la nieve dejaba leer, un letrero informaba el desvío hacia Colán Conhué. En la monotonía de ese paisaje sin relieves la voz del hombre del violín nos llegaba deformada, monocorde, como el eco que la plagiaba desde las ruinas de un sueño...

   “...en esta región, hadas y duendes tejen melodías con retazos de vientos... bajan de cordilleras azules hasta el abrigo de los valles ... garabatean escrituras cuando los cóndores esparcen por el cielo sus papeles quemados... se enredan como cintas de colores en los árboles... flotan en el río y el agua se las lleva en breves camalotes de espuma dorada... canciones mágicas esperando un oído,  unas manos y un espíritu sin los apuros del hombre de estos días... alguien con tiempo para detenerse a escuchar... a copiar sin disimulo el eterno canto de la tierra”...

    Al principio imaginamos virutas de brisas filtrándose por los intersticios de la puerta. De a ratos desaparecía para volver con más fuerza, como si a su sonoridad la manejaran los avatares del camino. Una reminiscencia desconocida, exótica, que perecía hecha con trozos de todas las canciones del mundo, nos invadía. Viajamos en silencio, con esa singular sensibilidad que tienen los ciegos para sentir la música, como si la más antigua canción nos arrullara desde el poco conocido origen de las cosas.

    Cuando despertamos, el Nahuelpán mostraba entre nubes ralas el óxido de sus laderas escaldadas. Los sonidos ordinarios regresaban a sitios que había liberado aquella mágica repetición de notas.

   Atrás, detenido en el camino y en el tiempo, el hombre del violín guardaba su crisálida de viento. Como una metáfora del agua, se iba para volver en el sortilegio de nuevas epifanías.




(*) Escritor comodorense. Este cuento fue tomado de su libro “Pequeñas historias del frío”, edición 2010.


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