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lunes, 5 de enero de 2015

EL POEMA DE HOY



RESONANCIAS


Por Carmen Nora Gutiérrez de Castellano (*)





Futalaufquen, resuena en mis oídos
la voz inmemorial de aquella raza,
la dueña de tus aguas y que hoy pasa
sumergida en el lago del olvido.

¿Es tu silencio un grito que se clava
como una lanza en descubierto pecho,
o es lamento de un pasado en acecho
que en tus aguas se purifica y lava?

Futalaufquen, me entrego a tu silencio
y a la voz mágica de tus ancestros,
soy una piedra más, tal vez el eco

de la roca y el árbol que te abraza,
soy sangre y sentimiento de la raza
que pronunció tu nombre en canto y rezo.




(*) Escritora de Puerto Madryn, donde vivió 27 años; radicada en Buenos Aires. De larga trayectoria en la docencia secundaria y terciaria, en actividades culturales y de promoción de la lectura y escritura en la provincia del Chubut. Actualmente coordina el Taller de Lectura y Escritura "Buen Ayre del Sur", en el Museo Roca de la CABA. Obtuvo varios premios literarios en Chubut (Certámenes Literarios Provinciales 1982; 1984; Escritores Inéditos -1987. Cuadernillo Ministerio Educación de la Nación 2006). Publicó el libro "Entre Escalones y Zapatos"; Chiviricocó (Lit. Infantil). El poema “Resonancias” obtuvo un premio del Certamen Literario Provincial - Chubut-1984.



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martes, 30 de diciembre de 2014

LA NOTA DE HOY

RESEÑAS






“IMITACIÓN DE LA FÁBULA”  (*)

De Antonio Dal Masetto





        Uno de los rasgos distintivos de esta encantadora novela es el recurso a la representación alegórica y a la prosa poética. Vito es el hombre maduro que reflexiona acerca de su lugar actual en el mundo, cuando la propia historia personal empieza a desdibujarse en los laberintos insondables de una memoria que parece flaquear. La ciudad y las prietas paredes del departamento se han vuelto estrechas, asfixiantes. Siente que “el espejo estalla”: es la antesala de un peregrinaje destinado a combatir esa angustia repentina. En un arresto juvenil, el protagonista añora la posibilidad de tener “su propia roca”, que parece “remota e invisible”. Solo puede salvarlo su imaginación. Entonces, ¿por qué no salir a buscarla?

       De tal manera, la travesía por el bosque patagónico y el propósito de trepar hasta la cumbre del cerro se convierten en fecundas metáforas de la existencia humana.

      Internarse en la floresta –símbolo enmarañado de los misterios, las encrucijadas, los miedos infantiles– plantea retos permanentes: allí es muy fácil perder el rumbo, y la tarea de reencontrarlo, azarosa. El camino está sembrado de situaciones sorpresivas, a veces desconcertantes. Cada una de ellas implica una prueba a superar. Ante estas disyuntivas, la madurez recurrirá a la prudencia; la juventud, en cambio, encarnada en una niña precozmente endurecida por las circunstancias, actuará a fuerza de impulsos intuitivos y toques de rebeldía. Al unir sus senderos, la experiencia y la vitalidad conjugan una combinación eficaz para ir venciendo todos los obstáculos.

      Con el correr de las horas, el regreso al bosque del pasado se va perfilando como una experiencia sanadora. La memoria –aquella que en las primeras páginas anunciaba estar en retirada– ahora es el hilo de Ariadna que alumbra el camino del viajero y, al evocar los nombres sonoros de la flora austral (“coihue, lenga, maitén, ñire, radal, canelo, mutisia, amancay, notro, pehuén, taique, raulí”), recobra toda su fuerza. Esa misma memoria sabrá orientar los pasos de Vito hasta el anhelado refugio de la cumbre, donde aún lo aguarda un desafío inesperado.

      Un tono de indisimulada nostalgia recorre estas páginas. Detrás del fascinante discurso del narrador, el autor no tiene reparos en traslucir su propia voz.  No olvidemos que Dal Masetto transitó una etapa de su vida en Bariloche. Quizás por eso esta obra sea la que en mayor medida nos revela la interioridad del escritor, las marcas de un éxodo iniciado en Italia, en plena infancia; ese periplo que, en el plano espiritual, parecería insinuarse como un viaje inconcluso.

      Y como toda fábula encierra una moraleja, hay aquí una invitación a meditar en “los compromisos no asumidos, tantos compromisos dejados atrás”, dejándonos una saludable enseñanza: nunca es tarde para afrontar las nuevas responsabilidades que el destino nos plantea.


C.D.F.


(*) Novela – 139 páginas – 1era. Edición -  ISBN 978-950-07-4971-8 – Ed. Sudamericana, Bs. As., 2014.



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domingo, 28 de diciembre de 2014

EL POEMA DE HOY



DILUVIO

Por Gonzalo Salesky (*)



Una botella al mar, una plegaria…
es triste ver en qué me he convertido.
La sombra en los espejos, la espina en el ojal,
aquello que se lleva siempre dentro.

Un lápiz invisible o la tormenta
que encuentra su razón en el ocaso.
Allí, en la incertidumbre, te esperaré despierto,
sabiendo que me ignoras todavía.

Mi vida sin promesas se escapa
del lugar que ocupó desde hace tiempo.
Mi espíritu se queda sin aliento,
las ganas de volar pudieron más.

Hoy la distancia entierra hasta mi nombre
y al regresar parezco, más que nunca,
ese diluvio anunciado desde siempre,
aquella página que alguna vez fue tuya.




(*) Escritor nacido en 1978 en la ciudad de Córdoba. Estudió profesorado de matemática y trabaja como docente. Escribe poesía, teatro y narrativa. Publicó tres libros, titulados “2011” (poemas y cuentos, 2009), “Presagio de luz” (poemas, 2010) y “Ataraxia” (poemas y cuentos, 2011). Obtuvo distinciones en certámenes literarios de España, México, Venezuela, Argentina, Colombia, Estados Unidos y Australia. Su blog: http://gonzalosalesky.blogspot.com.ar. El poema “Diluvio” pertenece a su libro “Ataraxia”.

Además de la significativa calidad literaria de su extensa obra, por la que recibió numerosos reconocimientos; Gonzalo Salesky es presentado en Literasur por su particular relación con la Literatura regional: es hijo del escritor Aurelio Salesky Ulibarri; una de las principales figuras de las letras patagónicas.


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miércoles, 24 de diciembre de 2014

EL CUENTO DE HOY




ÉRAMOS FELICES

Por Pascual Marrazzo (*)




      Yo había estado jugando en la casa del Ernesto y luego junto con él, en lo del Tito. En las dos casas había preparativos para las fiestas, arbolito de Navidad, regalos y mucha comida, no entraba todo en las heladeras.

      Por eso que cuando llegué a mi casa la encontré rara, mi mamá todavía no había llegado de trabajar, como era Noche Buena iba a llegar tarde y yo tenía que retirar a la Teresa, mi hermana en lo de doña Tomasa, que como era la noche del niño Jesús, no la podía cuidar hasta tan tarde.

      Me pareció triste mi casa y no era que no tenía papá, sino que no tenía colores. Hasta el hule de la mesa estaba desteñido y no se le notaba el cuadrillée.
      Cuando fui a buscar a mi hermanita junté todas las flores que pude robar de los jardines, de esas que sobresalen para las veredas. Al volver las metí en una vieja botella de leche que hacía de florero. Ahora la casa tenía más color.

      La Teresa se había quedado dormida, así que aproveché para darle una mirada a nuestra heladera. Estaba la jarra de agua y en la puerta había tres huevos, “uno para cada uno” –me dije– y puse el agua a calentar en un tarro de duraznos, después los huevos, diez minutos y apagar. Mi mamá me lo había enseñado todo.

      Cuando ella llegó, yo ya los tenía pelados y había puesto la mesa. Tendrían que ver ustedes como se puso cuando vio las flores. Traía una bolsa de pan, un poco húmedo porque siempre le daban el del día anterior, pero esta vez era mucho y venía con una sorpresa, eran dos botellas de “naranjín”. Mi mamá peló unos dientes de ajo y los puso en un sartén con aceite, cortó el pan en rebanadas y lo comenzó a freír, después lo puso en una fuente y le rayó los huevos que había cocinado yo.

      Qué rico que comimos esa Noche Buena, y con “naranjín”...




(*) Escritor de Cipolletti.


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lunes, 22 de diciembre de 2014

LOS POEMAS DE HOY



POEMAS DEL LIBRO “CACTUS”

Por Jorge Curinao (*)



PAISAJE

A veces
a mí también me quisieron.
Era verano
y un pájaro golpeaba desde afuera.


PLAYA

Mi voluntad de ser traiciona al día.
Estoy parado al fondo de la noche.
Hay pobres atando sogas,


HECHIZO

La muerte se sienta al lado
y me dice:
te ves como recién nacido.


BALADA DEL BUEY SOLO

Me recuerdo saliendo por los desiertos
y encontrando rostros que no eran míos
rostros que no fui
¿cómo no pude acostumbrarme a los rostros?
¿cómo no pude acostumbrarme al paisaje?
debí ser fuerte como un sueño de metal
para que no se duerma la espera
para decir una frase verdadera
para decirme un canto como un animal
quiero decir:
la casa ya no es grande
los niños no están
necesariamente no están
en este instante
es más terrible la belleza del mundo
así
sin fantasmas que alimentar
sin sueños cayendo en el desierto
sin ventanas
rostros de mí.




(*) Escritor de Río Gallegos.
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jueves, 18 de diciembre de 2014

EL POEMA DE HOY




CANTATA DE LOS DOS PUENTES


Por Sergio Pravaz (*)




Como en el año diecisiete, cuando sonaron los cañones de octubre
rompiendo allá en la Rusia lejana el cuerno de los zares,

así arribaste a esta tierra del coirón que medita a la vera del camino,
del piche que rastrea la huella del milagro,
o del guanaco que barre la osamenta de los que estuvieron
en la gran batalla que oscureció el ánimo de las piedras;

también del ñandú y de la mara, corredores célebres
cuyos tendones envidia el mismo dios del viento.

A estos parajes viniste esquivando el expediente
y el largo masticar del polvo en el camino.

Tu propósito de puro hierro hizo latir el corazón de la necesidad
para que tu carga de metal, que como un viejo saurio le ruge
a los colores del paisaje, monte su canto grave.

Como en aquel año que llegaste para suplantar a tu padre
cuyo dominio fue esa noble madera elegida por Griffiths el poeta,
a la que un choque de agua asestó en su corazón,
en su centro más visible y duro el golpe definitivo
para forjar en la retina una noción de tragedia.
Ese madero que como un alimento vagó por las calles del mundo
al amparo de las mujeres en la oscuridad de los muelles del idioma,
detrás de unos ojos que durante la luna ciega acecharon
al que vino en barco buscando un aire más liviano,
fatigosamente humano,

apenas entrevisto en el alto fuego de la incertidumbre, o en el sueño que
cuando cierra su puño obliga a la marcha forzosa del soldado que sin serlo,
sé es en la vida.

Madera que alumbró una gloria fugaz porque el agua así lo quiso
cuando se tragó los gruesos tarugos, los firmes cuadros del sostén,
el poder incalculable del tirante y hasta el sonoro grito del pulmón
más escondido del pilote.

El nivel y la garlopa nada pudieron, tampoco la regla ni la escuadra,
como nada pudo el temblor del carpintero dibujando
pájaros, números de agua, canciones y geometrías
en aquel año noventa y nueve del alud.

Su propio Jordán tuvo el noble tablón que pudo ser guitarra,
mesa, puerta o banco nacido de árbol ilustre,

pero fuiste rey entre los puentes, castigado, abatido,
sin piedad derrumbado por fatalidad y no por bala.

Con él se fue el tránsito para que todo tráfico lícito deje de serlo
y sea nuevamente el silencio, un temor, una vigilia contenida
sobre la hondonada del antiguo cauce.

Y así el desabrigo se anunció para cada rincón de la meseta
hasta el lugar donde las martinetas apenas pisan, llorando su vuelo
extraviado en los tiempos del diluvio.

Ah, pero al fin llegaste puro metal de saurio encadenado,
para ser clavado a tu cruz aunque te negaran el nombre
ochenta y cuatro veces,

y aun así fuiste de recto caminar entre los pueblos, imaginario
que clava horizonte, identidad, certeza.

A la hora en que los tamariscos soplan sus flautas de pan
y el movimiento retoma la calma de la sangre, hay dos puentes
que maduran todo lo hermoso que de ellos la memoria nos entrega.





(*) Escritor de Rawson. Este poema fue publicado recientemente en el blog “Crónica Literaria”, dirigido por Marcelino Alvarado (http://www.cronicaliteraria.com.ar).

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lunes, 15 de diciembre de 2014

EL CUENTO DE HOY





EL VIOLÍN DE DON ÁNGEL

Por Hugo Covaro (*)



    Llegando a Tecka nos encontramos con la nieve. Había amanecido nublado y el mal tiempo amenazaba desde un cielo encapotado. Una quietud sospechosa volvía torpe el vuelo de los pájaros y en los árboles desnudos inadvertidas vibraciones denunciaban el sosiego que suele preceder a la tormenta. La jornada, extrañamente tibia, transcurría envuelta en las somnolencias que el invierno impone a todas sus criaturas; letargo que mantiene el pulso de la vida a media asta, a medio sol, en una semimuerte apenas desmentida por diminutos latidos. Todo parece demorarse entonces, en una paciencia perezosamente diáfana.

    Y el caminante -ajeno a todas las anunciaciones- mira y percibe el paisaje desde la desmemoria, desde un líquido murmullo de deshielo, desde el asombro de ser tocado por el humus que sueltan los ángeles más altos.

En eterno regreso, el frío recluta pequeñas historias en levas que incorpora sin resistencia a todos los fogones campesinos. Desde una falsa analogía, el frío y las historias, que no son como son sino como el viajero las recuerda, parecen hermanarse. Perpleja, la memoria deja pasar desorientados días. Es el tiempo de la larga noche, la dura estación de las escarchas. Afuera, otra piel insensibiliza los sentidos, aísla el corazón, hiberna el sueño. Enferma de intemperie, lamiéndose como un perro las heridas, la tierra volverá a curarse sola. Con tempranos estremecimientos, el otoño ya había anunciado a sus duendes despiertos que se acababa el vino, que adormecidos y huérfanos de luz deberían esperar la nueva primavera para celebrar el advenimiento de la música.

    Paramos en Putrachoique para estirar las piernas, orinar cerca del pequeño cauce y darle un respiro al motor antes de retomar el rumbo hacia la cordillera. Cuando dejamos atrás Gobernador Costa aparecieron las primeras gotas. Mínimas briznas que dejaban en el parabrisas livianas semillas que parecían escapadas de un colosal panadero. Con el andar la fina llovizna se convirtió en nevada.

    Marchábamos en silencio, aletargados por el sonar parejo del jeep trepando mesetas seguidas por interminables pampas, abiertas al medio por el camino que la nieve uniformaba entre banquinas inestables. Estaqueados por postes y varillas, los alambrados engrosaban estiradas bordonas. Hasta donde se dejaba ver, el coironal mantenía encendidas sus velas amarillas y el monte bajo soportaba, como acurrucado, el azogue del temporal. Recién pintados caballos mezclaban sus pelajes de invierno dando ancas a la ventisca, y en bandadas, las corraleras rayaban el aire con finos trazos de grafito.

    De cuando en cuando, algún viajero cruzaba aquella soledad sin límites. Aparecía como un punto oscuro en ese horizonte inseguro y se agrandaba lentamente, hasta convertirse en una sombra que nos pasaba peligrosamente cerca. Las huellas dejadas copiaban la línea de los postes del viejo telégrafo, amojonando con inútiles picas la ruta invisible. En esos mástiles, los aguiluchos izaban la tarde con la redonda y negra luna de sus nidos ondeando entre los cables.

    Existe una extraña ambigüedad en el paisaje. Al caer, la nieve parece oscurecerlo todo. Una atmósfera densa ensucia con grises el desierto y es apenas un parpadeo el espacio que media entre los ojos y la nada, breve ceguera que ocurre y desaparece en ese territorio sin orillas. Sin embargo, desde esa ceniza, desde esa sal demorada en la memoria de remotos cataclismos, una claridad de vidrio esfuma la cerrazón. Es como si una fosforescencia oculta en cada copo frotara su pedernal de hielo antes de morir fagocitada por el frío.

    Al salir de una curva alcanzamos a ver al viejo 3CV estacionado en la banquina.

    Estaba junto a un sauce – de esos que crecen a la vera del camino- que parecía protegerlo alzando desde su tronco recio desguarnecidos ramajes. Abajo, separado por una fina lonja de playa, el río sólo era un rumor oscuro.

    Aminoramos la marcha hasta casi detenernos, miramos los vidrios empañados y seguimos, pero alguna sombra o un resplandor contenido por ese encierro misterioso nos hizo volver. Cuando abrimos la puerta, el hombre del violín, como sorprendido, nos contemplaba en silencio.

    Disculpe...¿necesita algo?
    —No...muchas gracias...
    — Pensamos que tal vez...
  —Estoy bien. Gracias. No se preocupen muchachos. Me gusta tocar el violín mientras nieva. Es sólo eso...gracias.
    Con una sonrisa nos despidió y cerró la puerta. Por el espejo retrovisor veíamos cómo el pequeño vehículo desaparecía.
    —¿Sabés quién era?
    —No.
    —Tocayo mío, además de músico y buen escritor.
    —¡Mirá!... ¿Cómo se llama?
   —Ángel...Ángel... ¿cómo era?... bueno....ahora no me sale el apellido... una familia muy conocida, che.... casi todos artistas... ya me voy a acordar...

    A la diestra de la ruta, hasta donde la nieve dejaba leer, un letrero informaba el desvío hacia Colán Conhué. En la monotonía de ese paisaje sin relieves la voz del hombre del violín nos llegaba deformada, monocorde, como el eco que la plagiaba desde las ruinas de un sueño...

   “...en esta región, hadas y duendes tejen melodías con retazos de vientos... bajan de cordilleras azules hasta el abrigo de los valles ... garabatean escrituras cuando los cóndores esparcen por el cielo sus papeles quemados... se enredan como cintas de colores en los árboles... flotan en el río y el agua se las lleva en breves camalotes de espuma dorada... canciones mágicas esperando un oído,  unas manos y un espíritu sin los apuros del hombre de estos días... alguien con tiempo para detenerse a escuchar... a copiar sin disimulo el eterno canto de la tierra”...

    Al principio imaginamos virutas de brisas filtrándose por los intersticios de la puerta. De a ratos desaparecía para volver con más fuerza, como si a su sonoridad la manejaran los avatares del camino. Una reminiscencia desconocida, exótica, que perecía hecha con trozos de todas las canciones del mundo, nos invadía. Viajamos en silencio, con esa singular sensibilidad que tienen los ciegos para sentir la música, como si la más antigua canción nos arrullara desde el poco conocido origen de las cosas.

    Cuando despertamos, el Nahuelpán mostraba entre nubes ralas el óxido de sus laderas escaldadas. Los sonidos ordinarios regresaban a sitios que había liberado aquella mágica repetición de notas.

   Atrás, detenido en el camino y en el tiempo, el hombre del violín guardaba su crisálida de viento. Como una metáfora del agua, se iba para volver en el sortilegio de nuevas epifanías.




(*) Escritor comodorense. Este cuento fue tomado de su libro “Pequeñas historias del frío”, edición 2010.


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domingo, 7 de diciembre de 2014

EL POEMA DE HOY




AGUA

Por Silvia Sánchez (*)



Agua tumba
acallada.
Plasto líquido
quieto.
Espejismo.
Celda mitológica.
Mojo mis pies en el lago
y las pieles de todos
hunden los dedos en el frío.
Todos tiritan.
Me aquieto
y las olas pequeñas me bordan
la matriz universal
en el tobillo.
El agua se instala en mis poros
y me nutre
los poros cuencos
rebalsan
y las voces de todos
en el lago matricial
cantan.
Agua
un algoritmo de mi especie.



(*) Escritora de General Roca. Su blog http://sanchezsilvia.blogspot.com.ar/


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miércoles, 3 de diciembre de 2014

EL POEMA DE HOY




De “signo del fin de los tiempos”

Por Ramón Minieri (*)




la decadencia
de los grandes hoteles
se consuma en minúsculas

hongos furtivos
suben
al asfalto
de las tapicerías
desafilan corceles
oriflamas

y los espejos se desmayan
tísicos
de humedad
por la espalda

ah
rendición de las palmas
doblegadas
bajo el polvo
en sus tiestos

ya
ni ángel
ni portero
ni mujer
las agita

pero
no esperen estallidos
esto
que llaman final
es descomienzo




(*) Escritor de Río Colorado. De su “Libro de los últimos días”, Río Colorado, 2010.

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viernes, 28 de noviembre de 2014

EL RELATO DE HOY




EN ESTA ORILLA DEL MAR

Por Hugo Covaro (*)




No hay truenos ni relámpagos. Ni siquiera sopla el viento. Mansamente llueve sobre el desierto.
A veces su engañoso sortilegio pone agua en el camino que se evapora cuando el que marcha cree llegar y alcanzarla. Un agua que el cielo lejano desbarranca tras el hondo socavón del horizonte y que sólo por instantes estuvo en los ojos llenos de sed del caminante tal vez porque toda visión depende de lo que no está visto. Cuando eso pasa, el viento sale a pintar de negro la cara de los guanacos y el desierto presta su color al pelaje de los pumas. Marcha el viento. Se suceden molles y calafates junto a otros penitentes arbustos paisanos. En ese transcurrir deja por momentos su oficio de músico para andar en la memoria de los cuerpos. Descamina entonces olvidadas coreografías y fija en remolinos la más primitiva forma de movimiento. Ese primer intento de modelar en la oscura y remota noche la armoniosa maternidad de la danza.

El primer bailarín, trompo de sombras,
un derviche nativo girando, girando, girando.
Y nada vuelve a ser igual después que el viento pasa.

El desierto y el viento son dos solitarios. Evocan remotísimos tiempos, cuando este desierto estaba cubierto por floras tropicales y el viento traía el polen de altas araucarias ahora hechas piedra hasta la solitaria playa de mares que hoy no existen. Uno es estático, permanece inmutable por siglos; el otro es un elemento dinámico que se mueve y viaja, funcional a los cambios del universo. Cuerpo y espíritu de la naturaleza, comparten una misma lengua materna: la de la tierra. Ambos pretenden imposibles: el viento que la piedra se vuelva pájaro y el desierto, que el pájaro se vuelva piedra. Desconocen todo rito mortuorio: apenas un olor, una osamenta hablan de la muerte. Toda muerte es natural y será sepultada por el olvido. Ningún muerto vuelve a ser nombrado. Determinan en lo contradictorio lo esencial en el breve lapso de una vida humana. El desierto – ponderación de lo pequeño – memoriza viejas lluvias, ajeno al estado de incertidumbre en que viven los seres que lo habitan. Sólo abandona su soledad si alguien lo observa, si por un instante se interesa en su silencio; es un espacio para ver y ser visto, un territorio del que nunca se sale, un rumbo al que nunca se llega, una tierra extranjera al final de los vientos. En el desierto el espíritu vive en permanente inquietud, alerta, entre una mezcla de desasosiego y extremo regocijo que retrocede hasta el mismo nacimiento del instinto en un regreso al remoto universo del salvaje. Es, más que una visión, una idea del mundo. El desierto es sólo desierto para aquellos que lo miran como un desierto. En él conviven pescadores que devuelven al agua su pesca con simples sacadores de peces; esos pasan y se van… los otros se quedan…
El viento – luz de una estrella muerta que viaja en el tiempo – es símbolo de lo inacabado, de que nada termina, de que toda creación es una obra inconclusa. Con diferentes máscaras pasa y levanta a lo lejos remolinos de arena como si fuera una sombra más en la tarde, o se queda aquí cerca meciendo las ramas de la matas, o despeinando los coirones, o en un soplo liviano, como de plumas, baja de los sitios más transparentes de la cordillera. No mira para atrás. Transita por donde la vida levante su campamento obcecado señalando el rumbo siempre cambiante del porvenir. Ellos tienen sus secretos: una complicidad que no cabe entera en la engañosa memoria de los hombres. El desierto muestra cierta textualidad en señales estiradas en cien leguas a cada viento, escrituras difusas insinuadas en los repliegues de su piel de misterio. El viento, desde siempre, fue palabra dicha y repetida en un rumor, pequeña canción armada con los deshechos del tiempo. Instrumento de cuerda, de viento, ejecuta su concierto eterno para todos los oídos. En los ojos del peregrino luchan por estar más lejos del engaño, de la temblorosa mentira que levantan los espejismos. El desierto muestra sus monumentos: estatuas de greda, esfinges de seres de desconcertante linaje, edificios y ciudades resplandecientes como un mágico horizonte. Sin embargo, no son parte de esa materia. Son mojones de vientos inmemoriales, vanos intentos desde donde el hombre intuye la eternidad. Cuando algún dios hizo el mundo ellos ya estaban allí y su ternura era ajena a toda misericordia.





(*) Escritor comodorense. Este relato forma parte de su libro “Nada ocurre antes del viento” (Editorial Universitaria, La Plata, 2012)
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