google5b980c9aeebc919d.html

lunes, 28 de enero de 2013

EL CUENTO DE HOY



              Testigo de mi muerte


                Olga Starzak




Lentamente recuesto en el pasto mi cuerpo castigado y con él, sobre las patas delanteras, apoyo mi cabeza. Siento la intensidad del fuerte dolor. No puedo precisar dónde. Mis entrañas se contraen en espasmos que se repiten con  frecuencia. Son vanos los esfuerzos por encontrar una posición que me alivie. Cuando puedo entreabro los ojos y miro alrededor; ellos están allí... siempre lo han estado. La pena en sus rostros aún aniñados es evidente.
Me consuela pensar que también para ellos pronto terminará este padecimiento.
Puedo recordar el brutal castigo que propinaron en mi tórax las chapas del vehículo conducido por el joven que me brindó los primeros auxilios.
No sé cuánto tiempo pasó entre el momento del accidente y aquél en el que, acostado en la camilla del consultorio, el veterinario conversaba con quienes han sido desde años mis dueños, mis amos... Casi me animaría a decir mi familia.
Me habían operado.
Los golpes habían producido heridas internas. Mis órganos estaban muy comprometidos, según escuché que comentaban.
Caricias y palabras de aliento me acompañaban todo el tiempo. La esperanza de la recuperación mitigaba los corazones apesadumbrados de los que me rodeaban. Yo hacía enormes esfuerzos por responder a esas manifestaciones tratando de mantener los ojos abiertos; elevar mis orejas, aunque más no fuera… moverlas.
 Los niños no cesaban de mimarme: pasaban con  suavidad las manitas sobre mi cabeza y el lomo;  hablaban en un tono de voz -que sabía por tantos años compartidos- estaba cargado de angustia y pesar.

 Me llevaron a la casa y comencé a mejorar. Tomaba, sin resistencia, los medicamentos que me ofrecían y hasta realizaba cortos paseos por el  jardín del patio.
Después apareció este terrible malestar que invade todo mi ser. Llamaron nuevamente al médico y observé las caras desconcertadas de toda la familia. Conversaron largo rato. Se produjeron silencios prolongados.
 Desde un primer momento el llanto de los más pequeños y las  lágrimas de los adultos confirmaron mis sospechas: habían sido inútiles los intentos por detener la infección que, aunque tardía, era previsible.

Esta mañana de verano mis débiles patas ya no pueden sostenerme; haciendo mi voluntad,  horas antes me han permitido salir de la casa y es allí  donde ahora me encuentro. Todos están presentes. La más grande de las niñas trata de acomodarme sobre una manta; la más pequeña, arrodillada a mi lado,  murmura palabras que jamás antes escuché. Creo que recita un poema de aquellos que le enseñan en la escuela; luego al ver sus manos unidas en un gesto de plegaria, compruebo que se trata de un grito desesperado.
Se niegan al sacrificio que les proponen... y me alegra. No quiero que carguen sobre sus vidas esa responsabilidad. Pero cuando mis músculos se tensan y dejan lugar al dolor desmedido, con gestos que imagino imperceptibles, les suplico que  se apiaden de mí.
En otros momentos les agradezco, aferrado a la vida, la cobardía que les imposibilita tomar la decisión. Me entrego como ellos a la idea de una imprevista reacción a las  inyecciones suministradas,  o tal vez... al milagro que esperan.
En ocasiones, Dios o quién sabe quién o qué, me regala breves descansos y caigo en un sueño tan intenso como abismal. Creo que es el fin que ha llegado. Voces lastimosas me vuelven a la realidad y con ellas aparece el tormento que se apropió de mi ser y ahora también de mi alma.
Advierto que las patas traseras están inmóviles y el abdomen tieso. Para mi sorpresa el dolor me ha liberado y percibo mi cuerpo inerte apoyado aún en la  hierba. Levanto los párpados y sostengo la mirada en los ojos húmedos de los tres chicos que, agazapados a mi lado, son sosegados por sus padres.
 Procuro que comprendan que con mi último aliento les dejo mi amor más sincero y un infinito reconocimiento por haber formado parte de sus vidas.
            Cuando ya no puedo resistir... dejo caer mis párpados.
            El cuerpo, antes tan pesado, ya no me pertenece. Sólo soy mi alma.
Ellos aún no entienden de dimensiones ilimitadas y están aferrados a un tiempo y un espacio que nos les permite imaginar la libertad que, hace sólo unos instantes, comencé a disfrutar.





Bookmark and Share

miércoles, 23 de enero de 2013

LA NOTA DE HOY




ENTRE MACONDO Y VALCHETA


Por Jorge Castañeda (*)




Macondo “una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”.
Valcheta, un pueblo asentando sus reales a la vera del arroyo homónimo cuyo remoto curso atisbaron los ojos asombrados de los primeros exploradores describiendo la pureza de sus aguas y la feracidad de sus pastos y en cuyos parajes aledaños los huevos de tiranosaurios rigen su duermevela entre nidadas y cascarones.
Macondo donde Melquíades “fue de casa en casa arrastrando don lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y aún los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se los había buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos”.
Valcheta, donde las mojarras desnudas son una especie única en el mundo porque están desprovistas de escamas y escudriñan desde hace más de cien años de soledad las nacientes del arroyo mesetario, donde el brazo frío y el brazo caliente se unen en “La Horqueta”, confluencia y derrotero que busca su destino de arena y sal en el gran bajo del Gualicho.
Macondo cuyas casas “se llenaron de turpiales, canarios, azulejos y petirrojos” y donde “el concierto de tantos pájaros distintos llegó a ser tan aturdidor que Ursula se tapó los oídos con cera de abejas para no perder el sentido de la realidad” y cuando “los gitanos encontraron aquella aldea perdida en el sopor de la ciénaga confesaron que se habían orientado por el canto de los pájaros”.
Valcheta donde las loradas parten inquietas y bulliciosas todas las santas mañanas desde los árboles de las riberas inquietando a propios y forasteros pero en especial orientando a los arrutados con alada y móvil precisión  de brújula con forma de bandada.
Macondo donde “las mariposas amarillas precedían las apariciones de Mauricio Babilonia” y aún “alguna vez las había sentido revoloteando sobre su cabeza en la penumbra del cine”.
Valcheta, donde un árabe de los mal llamados turcos hubo pintado las gallinas de verde, rojo furioso, amarillo o fucsia para que nadie se imaginara que eran hurtadas por la noche de los gallineros más desaprensivos y para que ningún vecino las reconociera como propias.
Macondo, donde “el primero de la estirpe está amarrado a un árbol y al último se lo están comiendo las hormigas” y donde “un pavoroso remolino de polvo y escombros centrifugado por la cólera del huracán bíblico” dejó su huella implacable.
Valcheta, donde el negro Eusebio de la Santa Federación tuvo más ínfulas que un obispo, sin haber pisado nunca su suelo.
Macondo, donde “las estirpes condenadas a cien años de soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra”.
Valcheta entre la elevación azulada de la meseta y el bajo salitroso del Gualicho; entre los “pozos que respiran” y la “piedra de poderes”; entre la “cueva de Curín” y la “puerta del diablo”; entre los árboles milenarios y la paz mítica de “la gotera”, donde la estirpe vieja de sus familiares aguarda un destino mejor y más auspicioso a la sombra de los sauces históricos que reverdecen por sus gajos con cada primavera.



(*) Escritor de Valcheta. Este trabajo fue tomado de su obra “Crónicas & crónicas”.

Bookmark and Share

viernes, 18 de enero de 2013

EL POEMA DE HOY




NUNCA

Por Héctor Roldán (*)




Hay un punto donde nunca se debería poner la vista.
Hay un lugar al cual nunca se debería visitar.
Una comida que nunca se debe probar,
un idioma que no debe aprenderse.

En eso pensaba mientras veía los hilos,
mientras tu desnudez no ocultaba tus máscaras.

Hay un sueño que no se debe tener
un paquete en el árbol que no se tiene que abrir.
Unas vacaciones que no deben tomarse,
una carta que no hay que escribir.

Salías del agua, de la lluvia, sin ojos,
sólo con una vieja sombra viscosa pegada a tu piel.

Hay una caricia que nunca debe darse
una noche que nunca debería llegar.
Una sonrisa que hay que ocultar,
un conocimiento que siempre debe negarse

Pero, dónde estoy, qué hago mirando
la mancha perversa de una censura en el alma.

Hay una pared que nunca debería caerse.
Hay frío que nunca, pero nunca, debería abandonarse





(*) Escritor santacruceño. Poema publicado en su blog “El espectro de las cosas” (elespectrodelascosas.blogspot.com/)

Bookmark and Share

lunes, 14 de enero de 2013

LA NOTA DE HOY





LOS LIBRITOS GRISES


Por Jorge Eduardo Lenard Vives





Siendo chico llamaron mi atención ciertos libritos, folletos más bien, que reposaban sobre uno de los estantes de la biblioteca hogareña. Sus tapas plomizas, o de un verde o un celeste desvaído, agrisado por el tiempo; les daban un aspecto de distinguida antigüedad. Al principio, tomándolos con cuidado de su sitio, tal era el respeto que me inspiraban, me gustaba ojearlos para contemplar las nítidas fotografías de arpones, placas grabadas, tokis y otros instrumentos líticos u óseos similares. Luego comencé a leerlos, en forma fragmentaria, según que algún tema atrajera mi interés; y fui memorizando los nombres de sus autores, más tarde reencontrados en mis lecturas de adulto: Félix Outes, Milcíades Alejo Vignati, Juan Ambrosetti.

Eran las Publicaciones del Museo de La Plata, esa colección de documentos creada por el Perito Moreno, para difundir los trabajos de los mejores investigadores del país en diversas ramas del conocimiento; en particular, de la arqueología patagónica. Traigo su recuerdo a estas páginas, porque alguna vez dije que el género didáctico, para ser Literatura, debía expresarse en un lenguaje plástico; y, en muchos casos, estos ensayos breves lo hacen. Pero también tienen otra relación con las letras patagónicas: varios de ellos registran testimonios inapreciables de una de sus primeras manifestaciones, las leyendas y relatos orales de las etnias locales primigenias.

Analicemos un par de esos opúsculos. Por ejemplo, el llamado “La pretendida existencia actual del Grypotherium” de Robert Lehmann–Nitsche; editado en 1901. Para comentarlo, debemos hablar sobre el autor; un científico alemán que vivó 33 años en la Argentina y que, ya vuelto a su suelo natal donde murió en 1938, continuó aportando sus conocimientos para la comprensión de la pre y protohistoria de la Argentina. Muchos de sus estudios los hizo en el Museo de La Plata; pero también recorrió el interior del país entre 1900 y 1926, en especial Chaco y Tierra del Fuego. En el librillo de referencia, que devela el origen de la leyenda que dio pábulo a la creencia en la supervivencia del Neomylodón, encontramos pasajes de sumo interés para conocer los mitos sureños en sus versiones de primera mano. Allí detalla lo que dijo su informante y amigo Nahuelpi respecto al “zorro-víbora”, que el científico identifica con la lutra: “El zorro-víbora existe en el agua. Este agarra gente en el agua. Tiene una cola con que agarra la gente. Pero cuando lo adoran no hace daño. Cuando lo adoran le dicen “¡Padre, dueño del agua, por servicio no nos haga mal a nosotros!” le dicen. “Dueño del agua, por su milagro que pasemos bien al otro lado de su agua”, le dicen”.



Otro ejemplo puede ser “Los talleres arqueológicos de Gualjaina”, publicado en 1945 por Tomás Harrington. También una referencia al escritor; un maestro que ejerció en varias escuelas en el noroeste del Chubut, empezando en 1911 por la de Gan Gan. Luego, ya jubilado, retornó a la Patagonia para seguir sus estudios etnológicos; en los que fue acompañado por un joven Rodolfo Casamiquela. Harrington dejó muchos trabajos, como su “Contribución al estudio del indio gününa küne”. La obrilla que mencionamos más arriba revela cuán minuciosa fue la reunión de datos que hizo y sus dotes de observador: “El valle del Gualjaina estuvo totalmente cubierto de pastos, en el decir de los antiguos pobladores del lugar; pero los guanacos, abundantes décadas atrás y hoy casi extinguidos en la región, los vacunos y yeguarizos, y más tarde y en el día gran cantidad de ovejas, ayudados por un suelo blando y semiguadaloso, por los fortísimos vientos del oeste que toman longitudinalmente el valle, y por el tránsito sobre el camino, han convertido al terreno en “peladal” y el todo en “voladero”. En una nota al pié, aclara ambos regionalismos.

El moderno interés por la no ficción hizo surgir, en los últimos años, innumerables libros de “divulgación científica”; entre los cuales la arqueología austral fue una de las temáticas preferidas. Aparecieron así trabajos inclinados a lo académico, como “Los cazadores-recolectores del extremo oriental fueguino”, de Atilio Francisco Zangrado, Martín Vázquez y Augusto Tessone, o “Glaciología y Arqueología de la Región del Lago Argentino”, de Roberto Andreone y Silvana Espinosa; y otros con un sesgo hacia lo literario, como “Por los picaderos de la Patagonia”, de Oscar García Marina.

De esos modernos libros, ilustrados a colores, con tapas atrayentes y brillantes, los humildes folletines platenses son venerables ancestros. Seguramente algunos estudiosos modernos recurren a ellos para obtener datos de valor para sus pesquisas; como también suelen frecuentarse los enjundiosos artículos de la revista Argentina Austral. Ambas publicaciones comparten la misma suerte; permanecen en la sombra para muchos lectores y son sólo conocidas por los especialistas. No sería malo que se supiese más de ellas. Entre otras cosas, permitiría entender que la investigación sobre los pobladores autóctonos, sus antepasados y el folklore y la mitología regional, no es una novedad de los últimos años; sino que desde principios del siglo XX –y antes– muchos eruditos se preocuparon por recuperar y conservar para la posteridad, con rigor científico, el acervo vernáculo. 

Bookmark and Share

lunes, 7 de enero de 2013

EL RELATO DE HOY







Memorias del Viento – Capítulo 8

                                                          Por Hugo Covaro (*)



Yo voy al viento y desde el viento vengo a contar sus memorias, a nombrar a los hombres de la tierra que habito.

Vuelvo de sus silencios en minúsculas partículas en las que reparte el día su pan desmemoriado. Pueblos casi de barro. Tierra sobre tierra. Y el viento acezando en las trutrucas sus minerales nuevos, llenándole la boca de canciones al hombre y puliendo los cuarzos de sus ojos paisanos.

Yo voy al viento y vuelvo cuando el viento es un aire redondo en manos de los indios, hecho jarrón oscuro. O remolino –viento trenzado– que hunde su trépano de arena en la raíz olorosa del tomillo. Vuelvo en el viento obsesivo, que envejece todo lo que toca; que lo cubre de un olvido amarillento al monte, cuando el otoño, pisando la hojarasca, se trepa a la paz de los piñones dormidos. Que cordillera adentro, desde su médula de frío, donde los arroyos nacen arrastrando su sombra húmeda, se esconde en los ojos del puma la niñez del relámpago, atizando fuegos.

Voy al viento y vuelvo con el viento bajando de un cielo alto hasta los árboles, andando esta tierra, de preñez, ávida de lluvias generosas, regresando a contar sus memorias como un escalofrío en el poncho de los gauchos, cuando el viento asienta su sombra silenciosa en la raíz dormida del chacay.

Veo llegar de lo hondo del tiempo a Cecilio Quezada, cargando su borrachera y esa alegría breve como un beso que el vino sopla con sus fuegos para incendiarle al pobre la boca de tonadas. El viento andaba en la guardia del caballo que frente al boliche pisaba a cuatros patas la espera y en la muerte, que dormía su antiguo frío en el filo de los cuchillos. El viento anduvo tapándole las buenas huellas a los zorreros y Márquez vino a completar la pena con una copa amarga. Dicen algunos que fue en defensa propia. Otros no dicen nada.

Amaneció tirado, con una copla muerta a medio salir de su garganta arenosa. Todo tenía la quietud de la leña. Sólo el sauce le soltaba una llovizna de hojas doradas y en lo alto el cielo mostraba sus lentas quemazones.

Lo cargaron en un carro y se llevaron para velarlo. Iba, con una sonrisa marchita, ahorcada por el pañuelo negro que como una sombra de cuervo le acogotaba todos los sueños. Iba, entre ranchos tristes y ladridos a lo más profundo del viento para entrar en sus memorias...




(*) Escritor comodorense. Es una de las figuras más importantes de la Literatura Patagónica; cuya trayectoria y permanente presencia en las letras regionales, ampliamente conocida, no requiere mayor presentación. Obtuvo numerosos premios y distinciones; y además de la creación literaria, tiene una significativa obra musical. Es autor, entre otros, de los siguientes títulos: “Canto Joven” (poemas, 1970), “Rastro Moreno” (poemas, 1972, “Inquilino de la Soledad”(relatos. 1975), “ “Luna de los Salares” – Relatos, 1985 . “El Chamán y la lluvia”(novela breve, 1996), “Trampa para Duendes”(relatos, 1997),“Con los ojos del puma” (novela, 2000), “Pequeña historias marineras” (relatos, 2005), “Mi Land Rover Azul” (relatos, 2003) y “Nada ocurre antes del viento” (relatos, 2012). El presente relato fue tomado de su libro “Memoria del viento”, de 1983.

Bookmark and Share