EL MANUSCRITO OCULTO
Por Fernando Nelson (*)
En mayo de 1992 descubrimos con
Carlos Napal unos cuantos papeles escritos y bien escondidos en el cuadro que restaurábamos;
telefoneamos en el acto a su propietaria, la señora Bertrand. Ella se
mostró sorprendida, y no demoró en llegar a nuestro atelier. Tomó el manuscrito entre sus manos, y refirió que había comprado la
pintura en Bordeaux, en su último viaje.
Conocedora del arte y de lo antiguo, solicitó
con urgencia un asiento para iniciar allí mismo la traducción. Aseguró que en la Alianza Francesa quedarían
impresionados con el hallazgo.
Era una mujer de unos cuarenta y cinco años, bien parecida, delgada, de estatura media, de
pelo castaño corto, y de movimientos vivaces. Su rostro,
anguloso y con incipientes arrugas, parecía iluminado por la
noticia que acabábamos de darle. La mirada franca de sus ojos
grises y su voz algo grave infundían tranquilidad a quien la contemplaba. Traía puesta
una
blusa blanca, y tanto su pollera ajustada al cuerpo como sus aros de pasta tenían el color
de sus ojos.
Apenas se acomodó en la silla, su voz emocionada y trémula inundó nuestro ámbito de
trabajo, su voz que penetraba hasta los últimos rincones, y que nosotros escuchábamos guardando un silencio
sacramental. Se detuvo un par de veces porque el francés antiguo – comentó
- le exigía concentración.
Yo tuve la prudencia de
grabar lo que pronunció aquella tarde, y es lo que transcribo:
Queridos amigos: es imprescindible mandarles a la brevedad este aviso,
pues quienes nos han secuestrado parece que no advirtieron aún que mantenemos
esta correspondencia clandestina. Hemos procurado por todos los medios eludir
su persecución, pero ha sido en vano. Nos fueron apresando cual animales del
monte, y una vez atados, notamos bien pronto que ellos actúan tan insensible e
impunemente como habíamos oído. Es verdad, por otro lado, que se amparan en el
pretexto absurdo de que obran por la voluntad de su dios, y han pretendido,
desde el comienzo, que abjuráramos de nuestras ideas y creencias. Respondiendo
a su estilo inhumano, nos han transportado al sótano que mantienen en secreto.
Con ese fin nos vendaron los ojos y nos hicieron dar vueltas en carros para
desorientarnos; creemos que las vueltas eran en círculos, y terminaron
bajándonos a pocos metros de donde salimos, es decir, frente a la puerta
disimulada que ellos hicieron en la propia Eglise de la Magdeleine. Lo supimos
debido al mareo y al repique de las campanas.
Una vez en el interior
nos quitaron las vendas, y hemos quedado sorprendidos por el tamaño desmesurado
de estos túneles, y por la prolija crueldad con que han equipado las diversas
habitaciones, desde las que usan para ejecutar los tormentos, hasta las
últimas, a las que haremos referencia más adelante.
Las cámaras de las
torturas son numerosas, en razón de la cantidad de hombres y de mujeres que
ingresan aquí a diario. A tal punto es así, que han terminado trayendo refuerzos
de otros lados, y hemos oído que las fronteras quedaron desprotegidas para
que este santuario de la maldad funcione.
No
queremos aquí redactar un listado de los diversos e increíbles tormentos: ya
tendrán informes de los más usados, y además, cada día aparecen con renovados
suplicios, y se jactan del ingenio con que fabrican las máquinas más atroces,
dándonos a entender que su dios los premiará por ese afán, lo que les puede dar
a ustedes una idea del estado mental que los caracteriza. Pero no quisiéramos
demorarnos en esto. Lo que sí es preciso que sepan, es que pueden seguir usando
el mismo puerto para embarcar a los que no han sido apresados.
Los carceleros —cuyos
jefes no conocemos— ignoran que existe una vasta red de personas que se ocupa
de ir despoblando ciudades y campos, hasta que un día ya no tendrán a quien
detener. En ese momento (aquí todos pensamos igual) comenzarán a volverse unos
contra otros, porque ya no cabe dudas de que martirizar a alguien se ha
convertido en el único y gran motivo que justifica sus vidas. Es la gran
esperanza que tenemos para que muchos puedan salvarse, aunque nosotros no podremos
verlos, ya que estamos en las cámaras finales, de las que nadie ha podido
escapar. "
(*) Escritor chubutense, radicado en Puán, provincia de Buenos Aires.
Este cuento pertenece a su libro “Carta encontrada en Plaza
Irlanda”, Ediciones de las Tres Lagunas, Junín, 2011.