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sábado, 7 de junio de 2014

EL CUENTO DE HOY




VELADA LITERARIA


Por María Adelina Galíndez Hughes (*)




    Se sintió solo porque anhelaba compartir la mezcla de congoja y desesperanza que lo invadió desde que había cerrado la imprenta, donde trabajó durante treinta años.
    Se peinó con dedicación, se puso el mejor pullover que tenía, pantalones grises gastados y con un trapo limpió varias veces sus viejos zapatos. Al salir de la pensión caminó hacia la parada del colectivo. La dirección que llevaba en el bolsillo le daba una esperanza.
   Cuando llegó ante la puerta de la Casa del Magistrado en Morón, entró con pasos decididos.
   Ya había varias personas en el lugar. Carlos saludó como si conociera a dos de las señoras que estaban en la puerta. Se sentó en la segunda fila de sillas. Comenzó una charla con el señor que estaba a su lado, quien le prestó el libro y leyó con interés algunas de las poesías, tomando nota mentalmente de los nombres de las autoras.
  Al finalizar el acto saludó a cada una de las poetas, les pidió un libro para hacer un reseña del mismo, en la revista literaria que según él, editaba.
 Una de las señoras le presentó a otros autores de la zona quienes lo invitaron para el viernes siguiente a una velada literaria.
   Lo invitaron al brindis, Carlos comentó que se le hacía tarde, pero lo convencieron a que se quedara un rato más. Sandwiches, vino y masas que saboreó con deleite.
 Cuando se despidió su sonrisa clareaba en la noche, Tenía algo para leer, un sábado más que comió acompañado y una convocación para el otro fin de semana en la zona. El resto lo tenía agendado: martes en La Casa de la Cultura en Devoto, miércoles presentación de una antología en la sede del Rotary Club de Ramos Mejía.
   No es fácil comer todos los días cuando a los cincuenta años, se es un desocupado.




(*) Escritora nacida en Esquel. De su libro “Código de Silencio”, Abarcar Ediciones, Buenos Aires, 2013.
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martes, 3 de junio de 2014

LA NOTA DE HOY




TRAPALANDA

Por Jorge Eduardo Lenard Vives




Muchos autores de fuste han escrito sobre el fantástico sitio que las leyendas llaman Eilín, Lin Lin, Trapalanda, Trapananda o, más comúnmente, la Ciudad de los Césares. Siendo un tema desarrollado por conspicuos autores, no me hubiera animado a encararlo; si no fuera porque hace poco hallé dos obras cuyo tema es la mítica metrópoli, que resultan dignas de destacar.

La primera de ellas, citada en una nota anterior, es La ciudad de los Césares de Ernesto Serigos. Con una fértil creatividad basada en los mitos locales, el autor ubica la ciudad en el Valle Encantado, a orillas de Limay; pocos kilómetros al norte de Bariloche. Las pintorescas rocas del lugar son, en la imaginativa novela, las ruinas de la urbe fundada por la reina araucana Huenguelén y destruida por un misterioso ejército invasor proveniente “del oeste”. Para provecho de los conocedores de la región, Serigos refuerza la ubicación del lugar al mencionar que con motivo de la invasión, para afirmarse en el terreno, el enemigo tomó, en un movimiento sorpresivo, el cerro Leones, importante objetivo frente a la Laguna Grande de Nahuel Huapí.

La otra obra que toca el mito es “La confesión de Pelino Vera”, de Guillermo Enrique Hudson; una joya del cuento fantástico argentino que recuerda las pesadillas lovecraftianas. Sin embargo, fue escrito mucho antes que el escritor de Providence redactara sus terrores, pues es previo a 1881. Con su opima pluma, Hudson narra las peripecias de un hacendado criollo casado con una hechicera que, por las noches, transformada en siniestro ser alado, vuela reunirse con los de su misma especie dentro de las murallas del poblado encantado; para celebrar horribles ritos de tono dionisíaco. Así la describe el escritor:

Bajé en medio de una ciudad rodeada por una muralla. Todo era obscuridad y silencio y las casas eran de piedra y vastísimas, cada una de las cuales estaba separada de las demás y rodeada por un ancho muro de piedra. La vista de esos grandes y tristes edificio, obra de otros tiempos, llenó mi alma de pavor y por un momento alejó de mí el recuerdo de Rosaura. Pero no me sentí sorprendido. Desde mi infancia me habían enseñado a creer en la existencia de aquella ciudad amada, buscada en vano, del desierto, fundada hace siglos por el obispo de Placencia y sus colonos misioneros; pero probablemente ya no era la habitación de cristianos. (...) ...todo parecía indicar que sobre ella descansaba algún poderosos influjo de una naturaleza sobrenatural y maligna. (...) El explorador se aleja aterrorizado de tan mala región llamada por los indios Trapalanda.

La fabulosa ciudad sirvió de numen para otros autores de ficción, como Eduardo Gudiño Kieffer en su obra “Magia Blanca”; y los escritores chilenos Manuel Rojas (“La Ciudad de los Césares”), Luis Enrque Délano ("En la Ciudad de Los Césares") y Hugo Silva (“Pacha Pulai”). La mayor dedicación de los autores trasandinos a la cuestión, puede deberse a que la selva valdiviana que cubre la falda occidental de los Andes, umbría y frondosa, da pábulo para más consejas que las laderas orientales; de vegetación menos exuberante.

Pero la materia también fue analizada por el ensayo y la crónica. Si bien Ernesto Morales en “La ciudad encantada de la Patagonia” y Enrique de Gandía en “La ciudad de los Césares”, hablan con conocimiento sobre el asunto; la obra fundamental fue publicada por Pedro de Angelis en 1836. Incluida en su extensa Colección de obras y documentos relativos a la historia antigua y moderna de las provincias del Río de la Plata bajo el título de Derroteros y viajes a la Ciudad Encantada, o de los Césares, que se creía existiese en la cordillera, al sud de Valdivia, reúne una serie de curiosos informes que aluden a la fantástica población.

En su Discurso preliminar a la recopilación, de Angelis, nos acerca a una visión personal de la fábula: Pocas páginas ofrece la historia, de un carácter tan singular como las que le preparamos en las noticias relativas a la Ciudad de los Césares. Sin más datos que los que engendraba la ignorancia en unas pocas cabezas exaltadas, se exploraron con una afanosa diligencia los puntos más inaccesibles de la gran Cordillera, para descubrir los vestigios de una población misteriosa, que todos describían, y nadie había podido alcanzar. En aquel siglo de ilusiones, en que muchas se habían realizado, la imaginación vagaba sin freno en el campo interminable de las quimeras, y entre las privaciones y los peligros, se alimentaban los hombres de lo que más simpatizaba con sus ideas, o halagaba sus esperanzas.

Las ciudades utópicas siempre fueron objeto de la atención de los escritores... y de la gente en general. El pánico que motiva el percibir su soledad frente al cosmos, llevó al género humano a tornar los ojos al cielo o a las estrellas. Y la secreta esperanza de que parte de la humanidad hubiera encontrado el camino a la felicidad perfecta dentro de los límites del globo, lo impulsó a soñar estas quiméricas metrópolis. Es tanta la necesidad de su existencia que, ante el fracaso de las innumerables expediciones destinadas a buscar las urbes perdidas, se aventuró que tales ciudades podían ser errantes; y que vagaban de un lado a otro del territorio, haciendo imposible encontrarlas. Sin dudas, esa idea es una magnífica entelequia, fruto de la más ubérrima fantasía.
Es que la imaginación de los seres humanos no tiene límites. Su esperanza, tampoco.




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sábado, 31 de mayo de 2014

EL CUENTO DE HOY




MUSEO

Por Magdalena Pizzio (*)



Las vitrinas explotaban de objetos exóticos, escasos o ya inexistentes. Los que venían de las Galaxias descubrían  o redescubrían asombrados, la esencia de la historia, no sólo de la Humanidad sino de ellos mismos; de cada uno: de todos.
Había fantasmas, monumentos megalíticos, alambrados, probetas. canciones, armas, nubes, catedrales, fronteras, telescopios, árboles, bebés, sonrisas, espejos, frutos, lápices, flores, esperanza, plantas, lluvia, ambiciones, familias, vehículos, manantiales, besos, comida, guerras, felicidad, esqueletos, animales, bondad, miedo, luces, paz, rostros, soles e infinidad de otras cosas inapreciables o altamente peligrosas.
La cinta que los transportaba se detenía el tiempo exacto prefijado en cada uno de los exhibidores, iluminados con las efervescencias cósmicas.
El museo de este sector, en plenas tinieblas circundantes, tenía un altar especial  al final del recorrido: el poder y el dinero. Todos los “valores” del mundo antiguo ¡Hasta había monedas con un sol!
Los visitantes, al salir, sentían temblar su conciencia, ahora que la tenían…demasiado tarde.



(*) Escritora neuquina. Obra tomada de  su libro” Laberinto entre la muerte y la vida -poemas y cuentos. Su blog: www.paradojasmagdalena.blogspot.com


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miércoles, 21 de mayo de 2014

EL POEMA DE HOY




DONDE ESTABAN LOS SURCOS (*)


                                                           

Por Carlos Dante Ferrari





Refrenó
al tiro de las riendas
la yunta percherona.
Un resollar de belfos estridente
reverberó en el aire
como un toque de queda.
Cimbraron los ijares sudorosos
mientras cedía el  peso de la reja.
Recién abierta,
la tierra regalaba fragancias campesinas
desde la sementera.
Volteó a un costado el dolor que entumecía
las grietas de sus manos
al soltar la mancera
y se dejó caer de espaldas,
recostado
al filo de la acequia.
Ya atardecía…
Hacia el Sur, distrajo por un instante
su mirada
en el abrupto confín de la angostura
y el borde grismarrón, gredoso
de las bardas.
Miró después la tosca geometría
que peinaba la tierra
desbrozada
en un parejo apretarse de los surcos,
cual minúsculo mar
de pequeñas ondulaciones aquietadas.
Era feliz, sin duda…
Después de todo, su humilde sembradío
premiaba la razón del músculo doliente
(esa pequeña muerte cotidiana).

Por un momento
trató de imaginar toda la tierra cultivada.
Porque anhelaba un valle floreciente,
teñido de verdores, maduro de trigales,
con rebaños paciendo,
con vastos regadíos
y segura simiente.
Tal vez sus hijos habría de lograrlo, se decía.



Y entretanto
casi lo adormecía en su caricia
la tibia resolana
que doraba sus sueños de labriego
mientras él descansaba.

Ayer,
algún afán viajero me condujo
hasta la vieja chacra.
Han pasado los años…
Como entonces
nuevamente es octubre. Sin embargo,
esta vez he encontrado la casa del labriego
vacía, abandonada.
(Me pareció más gris que nunca la meseta,
más gris
o más callada)…

Junto a la zanja,
sólo un álamo de porte majestuoso
desafiaba la grava.
No sé qué milagrosa persistencia
trasfundía su savia;
¿abrevaban, acaso, sus raíces
en la propia nostalgia?..
¡Si era como un heraldo, voceándole a los vientos
que aún vive, que no ha muerto
del todo
la esperanza!..



                       

(*) Corona del Eisteddfod del Chubut (1987)
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jueves, 15 de mayo de 2014

EL CUENTO DE HOY




LA CASA AZUL


Por Gladis Naranjo (*)




   A pesar de mis esfuerzos, no puedo borrar la imagen de mi mente, y los puntos del tejido bailan ante mis ojos, y las agujas no obedecen a mis manos.
   Porque yo los vi bien. La mamá y los dos niños. Ella muy delgada, con el cabello oscuro recogido en una larga trenza, los hombros bajos, la pala en la mano. Los niños con los ojos arrasados en lágrimas, el mayor con un brazo sobre los hombros del más pequeño.
   Salían del baldío de la esquina, a la tardecita, caminando lentamente, como si quisieran retardar su marcha, y entraban a  la casa azul.
   Yo miraba la escena desde la ventana de la sala de mi casa. Vivo en un barrio de los suburbios, de casas bajas, veredas de césped muy verde y solitarias lámparas en las esquinas. Pero  aunque mi vista ya no es la de antes, yo los vi bien: ella con la pala, los niños llorosos, con pasos inseguros. Entraron a la casa azul y corrieron las cortinas.
   Mis ochenta y dos años y la artritis que me maltrae desde hace algún tiempo, me obligan a  pasar la mayor parte de las horas diurnas en el sillón junto a la ventana, con mi labor de agujas. Desde allí veo deslizarse el tiempo y la gente, y conozco bien a mis vecinos de enfrente, los que viven en  la casa azul. Y yo los vi bien.
   El día anterior, por ejemplo, me sobresaltó un fuerte chirrido de neumáticos en el pavimento, y luego un auto blanco pasó lentamente frente a mi ventana. Eran las primeras horas de la tarde, esas horas plácidas y a veces abrumadoras en que los niños están en la escuela, los adultos en sus trabajos y el barrio entra en un sopor expectante.
   Unas semanas atrás había visto llegar al hombre de la casa azul. Siempre se ausentaba por algunos días y cuando regresaba todo era alegría. Yo los miraba desde mi ventana, a pesar de que mi vista ya no es la de antes. La mujer y los niños salieron a recibirlo. Él bajó del auto, sonriendo,  sosteniendo una caja de cartón del tamaño de una caja para zapatos, y con sumo cuidado la depositó en las manos impacientes de los niños. Luego abrazó a su mujer y entraron todos a la casa.
   Al día siguiente el hombre se fue. Desde ese día hasta hoy, cuando los niños volvían de la escuela, la mamá, como siempre, los esperaba en la puerta. Llegaban a la casa y al poco rato comenzaban a corretear por la vereda de pasto tierno jugando con su cachorro color castaño que había crecido bastante en las últimas semanas, y que iba y venía persiguiendo una pelota, sus orejas de terciopelo rozando el pasto, respondiendo con reverencias tiernas al juego y a las voces s de los niños. Ellos reían, y sus risas me llegaban tan claras que contagiaban a mi viejo corazón, que reía con ellos.
   Pero hoy no. Hoy los niños llegaron  de la escuela, su mamá los abrazó, y  entraron a la casa. Todo fue silencio. No sé bien qué pasó después,  pero no consigo borrar la imagen de mi mente. Porque  ya  mi vista no es la de antes, pero yo los vi bien. Los vi cuando volvían del baldío, y sé que están muy tristes: la mujer con la pala, los hombros agobiados, y los niños, el mayor con un brazo sobre los hombros de su hermano…
   Es una imagen de tristeza infinita, y mi viejo corazón llora con ellos.



(*) Escritora nacida en Zapala.


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