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sábado, 4 de octubre de 2014

EL CUENTO DE HOY





LOS BRAZOS ANHELANTES DEL MAR


Por Luis Ferrarassi (*)




      Nos gustaba correr a lo largo de la playa.
     A ella le encantaban los atardeceres y a mí los amaneceres. Ambos éramos amantes de los comienzos y los finales. Nuestra historia se basa en esos aspectos de la vida. Pero nosotros lo veíamos a través del ojo del mundo. Un atardecer como un final. Un amanecer como un comienzo.
    Nos habíamos imaginado vivir en esa playa hacía muchos años… o décadas, ya no lo recuerdo. Quizá, hacía siglos. Y no había nada que yo pudiera hacer para que a ella le gustara el paisaje. Ella era amante de las sierras, los ríos, los pájaros y esa tranquilidad del viento dulce acariciando la piel. Mi alma siempre había estado en las playas, la inmensidad que sólo ofrece el mar, la eternidad que sólo la lontananza brinda, el susurro espumoso de las bajas olas que estiraban sus brazos queriendo alcanzar mis pies, estirando, estirando, estirando… para alcanzarme.
    Ella se fue acostumbrando al mar. A besarme en la boca mientras aún las gotas saladas del océano resbalaban por mis labios. Estoy seguro que eso era lo único que le había gustado del mar. Lo que el mar hacía de mí. Me calmaba, me adormecía, ablandaba mi piel, endurecía mis cabellos, teñía mis ojos de un verde profundo. Ella me había dicho alguna vez que había visto una galaxia en mis ojos, miles y millones de brillitos girando en un fondo verde. Pero estoy seguro que lo había dicho sólo por obra de ese estado taciturno que brindan los atardeceres. Que se sentía un poeta de corazón abierto, que tenía visiones excéntricas de cosas triviales.
    El mar y yo, en algún momento, nos conectamos. Y ella lo hizo más tarde. Cuando vimos que influíamos en todo lo que nos rodeaba, me convencí que aquel lugar no era nuestro mundo. Que los días eran eternos. Que no había ninguna casa alrededor nuestro. Que al cabo de una semana noté que no habíamos comido ni tomado agua y no sentíamos nada al respecto. Que era el mar el que nos controlaba, más que nosotros a él.
    –Ya no sos el mismo… el mar te ha hecho lo que sos –dijo. Y no me explicó más, cuando se lo pedí y cuando se lo exigí.
    “El mar me ha hecho lo que soy”. ¿Y qué me ha hecho?
    Pero había atardeceres que no le producían ese comportamiento. Tenía días en que era feliz. Corríamos a lo largo de la playa y gritábamos nuestros deseos.
   –¡Marea alta!
   Y las aguas, pronto, se agitaban violentamente y el nivel del mar subía como brazos que alcanzaban nuestros pies.
   –¡Algas en la playa!
   La marea, al retroceder, dejó kilómetros de residuos marinos. Algas verdosas, acuosas, desplegadas por la alfombra arenosa de aquella playa que era nuestra.
   –¡Marea baja!
   Y el agua retrocedía de repente. Esos brazos se separaban de nosotros y quedaban lejos.
   Cualquier cosa que dijéramos, se hacía real.
   Pronto, cuando la soledad fue una carga muy pesada sobre nosotros, ella pensó en gaviotas, gusanos, perros y en un atardecer, mientras ella disfrutaba de su momento favorito, aparecieron rondando por allí. La necesidad de no sentirnos solos, operaba en su mente por sí misma y a medida que ella sentía esa opresión en su pecho, un animal nuevo aparecía en la playa.
   Durante un atardecer, un animal salvaje, parecido a un perro grande, nos persiguió unos cuantos metros. Ella gritaba de miedo, mientras que yo pensé en una solución.
   –¡Pozo gigante!
   De repente, en el piso se dibujó una gran grieta, que se convirtió en un pozo que se tragó al animal.
   –¡Pozo cerrado! –dijo ella y la arena de la playa se convirtió en una tumba que borró al animal.
   Sentados en la playa, en un amanecer, luego de hacer el amor, ella me confesó sus miedos.
   –Le temo a mi mente –dijo–. De lo que mi mente es capaz.
   –No temas a tu mente –le dije, tratando de tranquilizarla–. Vos tenés que controlar tu mente. Es lo único que tenemos en este lugar.
   –También le temo a este lugar. Desaparecer en él.
   La miré sin poder creer lo que me decía. Ese era el lugar que nos habíamos creado para los dos.
   –¿Por qué?
   –Porque estoy tan cansada de imaginar, que pienso cualquier cosa –dijo y produjo una dramática pausa–. Creo que… que si estoy cansada pensaré algo estúpido y eso infectará nuestro mundo.
      –No pensés eso –le dije–. Nunca podrías estar cansada de imaginar. Este lugar es lo que queremos. ¿Para qué imaginar edificios, casas, árboles, necesidades, si eso fue lo que nos cansó en primer lugar? Esto es lo que somos.
   –¿Vos a qué le tenés miedo?
   –Yo a la soledad –le dije.
   –¿A la soledad? No entiendo…
   –No, no hablo de eso. No hablo de esta soledad que justamente deseábamos. Hablo de la vida sin vos. Esa soledad sería insoportable. No podría vivir solo. Ahora mismo, pienso, imagino, que no estás conmigo, me imagino solo, en esta playa que juntos hemos forjado… te imagino como un borrón en mi mente, en mi memoria, como si fueras sólo un recuerdo difuso, alejado… –Cerré los ojos–. A eso le temo. Imaginarme solo, sin vos. Imaginar que no existís.
   De mis ojos apretados por el dolor de lo que podría ser una vida así, cayó una lágrima salada como las gotas del mar que ella solía lavar de mis labios con un beso. Al abrirlos, ella no estaba. Las olas, aquellos brazos pugnaban por aferrarse a mis tobillos. Y tras unos segundos, lo lograron. Al retroceder, la espuma del mar, produjo un sonido efervescente y tiñó el claro marrón de la arena en un marrón oscuro, como la tierra.
   Cuando me estaba por preguntar a dónde se habría ido, por qué no estaba a mi lado, lo entendí. Mi corazón dio un vuelco, temblé repetidas veces, caí sobre la arena y comencé a llorar desconsoladamente. El sol comenzó a descender, introduciéndose en el fondo del océano. La noche me había alcanzado. El atardecer. Y estaba solo. Pensé en traerla de nuevo. En pensar, imaginar, que ella estaba a mi lado otra vez, pero no funcionó. No se puede traer de vuelta algo que no existe. Por más que la mente sepa imaginar mundos, elementos, animales, flores y la inmensidad del mar, el amor perdido había dejado sin rostro aquella persona que mi corazón había amado.
   Ya no corría por el mar. Por muchas jornadas, no imaginé nada más. Sólo vagaba por ahí. Pronto, la mente que había creado gaviotas, gusanos, perros, ya no existía y se había llevado mucho más que mi amor, se había llevado todo lo que por ella había sido imaginado.
    Mi temor se había hecho real. Y el de ella igual. Temerle a ese lugar y que la hiciera desaparecer. Eso era a lo que realmente ella temía. Ahora no era más que una brisa marina.
   Ya no podía seguir viviendo así.
   Finalmente, durante un amanecer, me arrodillé frente al brazo largo del mar, miré aquella inmensidad y deseé e imaginé ser sujetado por él y ser llevado hacia las fauces del eterno y profundo mar.
   Tras de mí, no quedó nada.


(*) Escritor de Río Gallegos.


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