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miércoles, 8 de octubre de 2014

EL CUENTO DE HOY




LA HOGUERA DE LOS CÁTAROS

Por Carlos Dante Ferrari (*)





    Siempre te obsesionó el fuego. Todavía te persigue el recuerdo de haberte quemado los dedos cuando eras un chico de seis o siete años, mientras aprendías a encender los fósforos de una caja robada al bolsillo de tu padre. Años después, ya en la adolescencia, vinieron otras rutinas más osadas. Te gustaba ir a pescar al río o alejarte a pie entre los montes, esas correrías que combinaban el deseo de una absoluta soledad con la omnipotencia de gobernar tus acciones; la satisfacción de sentarte en algún lugar tranquilo, cavar un hoyo pequeño en la tierra, juntar ramas secas y encenderlas para disfrutar del poder hipnótico de las llamas; sentir las vaharadas ardientes en las mejillas, el olor a la madera quemada, la vaga sensación de estar repitiendo un rito antiquísimo. ¿Cuántas horas de tu vida habrás dedicado a observar los leños ardiendo, esas orlas flameantes y enhiestas que se diluían en el aire?

    También tus noches han sido visitadas infinitas veces por escenas flamígeras. Son pesadillas en las que el fuego comienza a rodearte desde todos los flancos, a morderte la piel mientras corrés con desesperación, buscando una salida siempre inhallable. Y enseguida el despertar con un grito, el corazón desenfrenado, transpirando de terror y desconsuelo.

    Claro que en esas alucinaciones tu padre no es aquel oficinista que abandonó este mundo con una muerte súbita, dejándolos en la pobreza; ni tu madre la fiel ama de casa que vivió para criarte y protegerte hasta convertirse en una anciana desvalida. No. Es bien distinto el mundo donde discurren tus sobresaltos oníricos; una existencia situada en un tiempo y un paraje muy lejanos. Allí te espera una casa humilde, en una comunidad pacífica, donde tus congéneres se sienten unidos por la Divina Palabra. Tampoco allí tu nombre es Miguel. En esos viajes recurrentes a través del calendario, todos te llaman Onfroy. Onfroy, venez faire votre bénédiction, s'il vous plaît... Votre consolament, veuillez, Onfroy… Dieu vous bénisse, mon pieux bienfaiteur…

    ¿Se trata de Onofre, el santo egipcio? No, claro que no podría serlo nunca, en medio de semejante paisaje. Porque tu casa de ensueños está enclavada entre montañas, tal vez al pie de los faldeos occitanos, al sur del Languedoc, flanqueada por las cumbres de los Pirineos. Al menos eso es lo que te figuraste cuando, abrumado por la reiteración de esas escenas tan vívidas, hurgaste en los mapas, las fotos, las enciclopedias, buscando un sitio de aquellas características. No, no te ves como San Onofre, Miguel. A pesar de las llamas. A pesar de que allí, en las súplicas de la Fe, todos te llamen Onfroy…

     Y luego, al despertar, todo eso te parece tan absurdo… ¿Qué paralelismos podrían tener dos vidas tan disímiles? ¿En qué puede parecerse un campesino antiguo, medio santulón, aparentemente venerado por su entorno, con un paramédico municipal, un enfermero del dispensario, habitante anónimo de una ciudad donde nadie se fija en el otro, donde la espiritualidad ha pasado a ser una palabra en desuso y la solidaridad, una gota de agua en el desierto? Solo un voluntarismo muy pródigo podría forzar la imaginación para hallar una relación entre tu tarea de curar los cuerpos y la de un anciano sanador de almas. Nada. Esos sueños no tienen el menor sentido. Eso sí: el fuego nunca falta. Tus pesadillas siempre terminan al borde de la hoguera.

    Y esta noche te has acostado con la leve inquietud de que ese mal sueño puede asaltarte una vez más. Por eso tu resistencia a dormir. Has elegido en cambio dejar el velador encendido, poner un poco de música, disfrutar un cigarrillo y soñar, sí; pero despierto. Caer en esa dulce estación entre el sopor y la vigilia, para pensar en cosas agradables, en otros viajes más realistas, más placenteros, como el que planeás hacer al Caribe desde hace más de tres años.

   ¡Es tan excitante imaginarse en una playa tropical! Un sitio cálido, acogedor, con un morro que nazca desde los mismísimos bancos arenosos y se alce desde allí a pique, en toda su imponencia, como si quisiera alcanzar el cielo estrellado. Solo la arena suave bajo tu cuerpo en reposo, frente a esa fogata que ahora, en tu ensoñación, has querido encender; no por frío, sino simplemente para observar el juego del oleaje a través de aquellas vaharadas ardientes. Agua y fuego, juego y llamas.

     La playa y la fogata se entremezclan con visiones intermitentes, fogonazos de otros parajes, y, de pronto, sin quererlo, estás allí nuevamente, entre los fieles, orando al pie de la montaña. Sos uno más entre muchos creyentes que persisten en sostener un dogma estigmatizado por la Roma poderosa. Sin hacerle mal a nadie. Solo porque sienten la fe de otra manera. Pero de nada ha servido predicar desde la humildad y el rechazo a toda forma de violencia. Inútil ha sido explicarles que se solo se trata de otra interpretación de los mismos textos sagrados. En esa escena borrosa e inquietante, estás junto a los tuyos en medio de una turba. La ira se ha desatado sobre los fieles cátaros y hoy, finalmente, está llegando la hora del escarmiento. Allí vas avanzando ahora, al frente de tus congéneres, todos unidos, tomados por los brazos. Caminan lentamente, codo a codo, palmo a palmo. Tus mejillas perciben el ardor a medida que avanzan, el soplo quemante que arroja esa hoguera cada vez más inmensa, más cercana, la que ha empezado a cobrar vida ahora también en las ropas y en los cuerpos de los que te rodean, los que a pesar de todo siguen caminando entre gemidos de dolor, empujados por la heroica entereza de aceptar el sufrimiento. Esas llamas que abrasan tus pies y suben por tus muslos, Onfroy. La que atenazan y queman tus brazos, Miguel, las que acaban de despertarte en tu cuarto al borde del ahogo, en el dormitorio que acaba de convertirse una capilla ardiente para tu nueva inmolación, esos ocho metros cuadrados convertidos de pronto en un minúsculo infierno por la caída del cigarrillo que se desprendió de tus dedos y cayó sobre la alfombra con la fatalidad de un anatema bíblico; el rayo satánico que te ha arrojado al lago con fuego y azufre del Apocalipsis, Miguel, Michel, aunque se diga que tu nombre significa que Dios es justo. Son esas paradojas que nunca has terminado de comprender, y mucho menos en este instante, en que el sueño y la realidad vuelven a fundirse en un mismo suplicio. Pero es en vano que te preguntes qué culpas, qué sentido tiene este tormento absurdo. En algún plano atemporal donde los ciclos son eternos, una vez más las llamas se van adueñando de tus carnes para fundirte con la nada. 

     Una vez más, sí. Perforando las barreras del espacio y de los siglos, Miguel, esta noche,  finalmente, has vuelto a ser Onfroy, el cátaro en la hoguera.




(*) Este cuento integra el volumen titulado “Regiones de la desmemoria” (Ed. Literasur, 112 páginas –Bs. As., 2013 –  Impreso en Bibl. Agustín Alvarez – Trelew)
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