Entre sombras y penumbras
Por Olga Starzak
Lenta
e inevitablemente fui adentrándome en
este mundo de sombras. Tenues primero, pero aún reconocibles. Se ensamblaban, a
veces, con figuras que conservaban su efímera nitidez. Me aferraba a ellas como
el niño al pecho de su mamá.
Intentaba
retenerlas sabiendo que pronto escaparían.
Buscaba
incesante el rostro de los seres amados... la sonrisa de mi madre cuando
todavía no comenzaba a borrarse, esas manos siempre dispuestas a acariciarme,
las pecas de mi hermanita, el tan blanco rodete de mi abuela...
Me
atraían, como nunca, los vivos colores de los pájaros; podía disfrutarlos a través del continuo piar que, como ofrenda,
dejaban cada mañana detrás de la ventana de mi cuarto.
En
aquellos últimos tiempos, elevé innumerables veces mi cara hacia el cielo; lo hice en el
amanecer, en pleno día, en el ocaso y en la noche constelada. Alenté esperanzas
de que, aunque más no fuese, no desaparecieran para siempre las estrellas.
Me
deslumbré con el arco iris... me deleité con la gama de los verdes en la
primavera y los ocres del otoño. Y miré como nunca la vida que apagándose en
mí, amé con una intensidad insospechada.
Se
acercaban las penumbras prometidas y rogué que allí parara el tiempo.
Mientras ello sucedía comencé a ahondar en el
sabor amargo de lo nuevo; mis sensaciones se multiplicaban a cada momento y se
amplificaban mis otros sentidos.
El tiempo y el espacio se tornaron pretéritos;
sin embargo no podía dejar de observar este mundo a punto de esfumarse. Le di
la espalda a la alegría y percibí la
misericordia de todos quienes me
rodeaban.
También
llegaron ocasiones en las que procuré consuelo. Reparé en la mirada extraviada
del linyera que come desechos apoyado en
mi umbral. Advertí el sufrimiento en el pálido semblante del hombre que busca
-con desesperación- a su hijo perdido. Recordé las manos azuladas del niño
vendiendo diarios en el amanecer. Imaginé
el temblor en el cuerpo de un soldado que se resiste, la parálisis del
que encuentra en los escombros un joven mutilado, el andar ligero de la mujer
que huye protegiéndose del perverso.
Sólo
por un instante se calmó mi alma
Elevé
a Dios mis plegarias... rogué el perdón a mi condena. No encontré alivio. El
mundo de claroscuros ennegreció para siempre.
Nada
era más profundo que el dolor.
Salvo
por las voces que raramente me abandonaban eran iguales el dormir y el
despertar. El día se convirtió en noche y las noches en un infierno. Debía
tocar mi cuerpo para comprobar su existencia. Cuando noté húmedos mis dedos,
dejé de palpar el rostro de mi madre. Se espaciaron las caricias de quien pronto podría abandonarme. Me contaron que
estaban desapareciendo las pecas de mi hermanita. Eran cada vez menos los
pájaros trinando en mi ventana.
Se
tornaba insoportable la eterna oscuridad.
Me
dejé invadir por la tristeza y me entregué a la muerte. Cansado de padecer, se
detuvo mi aliento. La quietud del abismo me anunció el fin.
No
puedo precisar en qué momento contemplé la luz, una luz demasiado brillante
para mis ojos desacostumbrados. Una luz amarilla, intensa, absolutamente
tentadora; me sentí atrapado por una sensación tan inédita como placentera.
Miré alrededor buscando reconocer formas, colores, imágenes, escenas...
A
pesar de mis esfuerzos me costaba lograrlo.
De pronto... el misterio comenzó a develarse.
Lejana, la voz de mi abuelo; mucho más
clara, la de mi padre.
En
este mundo de infinito sol, de palabras cálidas, de rostros algunas veces
vistos y de sensaciones quiméricas,
faltaban mis sombras.
Estaba
ausente el perfume de los tulipanes del patio de mi casa, el humeante aroma del
pan amasado por mi madre, las suaves caricias de mi amada que -aunque demasiado
esporádicas- dejaban un halo de esperanza, la risa contagiosa de mi hermana, el
sabor tan especial que relamía de mis dedos después de una cena.
Luché,
sólo un instante, entre esta luz seductora y aquella oscuridad empapada de mis
afectos.
Estoy
tendido sobre mi cama. Ya no hay angustia en mi pecho.
Sólo
deseos de vivir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario