EL SALÓN DE LOS RELOJES (*)
Por JUAN BAUTISTA VALLÉS
A G. Pierce
El pueblo, como gustan llamarlo sus habitantes, ocupa
unas pocas manzanas, siguiendo la curva de la bahía. Y ésta sigue la línea
oscilante y caprichosa que separa el agua marina de la tierra.
No más de dos mil personas conviven con las mareas y a
su ritmo, intentan cada día, extraer su alimento.
Lejos de la playa, como penetrando el continente,
emerge de entre las últimas casas, la iglesia. Su ubicación demuestra que llegó
tarde al asentamiento el fraile que la construyera sin mezquinar sus manos, que
alternaron el fratacho y la cuchara de albañil con el cáliz y el altar.
No se ha
encontrado a vecino alguno que recuerde a este padre. Salvo en dos o tres
características, como su baja estatura y su poca comunicación con los fieles.
Sobran rumores cuyo origen se desconoce acerca de
cosas que ocurren en el templo o en sus alrededores. Es cierto que nunca fueron
comprobadas; pero se van tejiendo en leyendas que relacionan al cura, el lugar,
la ubicación, con otros hechos extraordinarios que se aprecian como ciertos.
Dicen, por ejemplo, que debajo de esa capilla se
encuentra el lugar de los relojes. Nadie puede decir que lo ha visto, pero
mucho han oído, queriendo o sin querer, de este salón. Tampoco hay quien haya
apreciado una escalera o el medio para llegar a él, aunque se han recorrido,
con ese fin, el edificio de la iglesia tanto como el campanario que el
arquitecto colocara a unos metros de la gran nave eclesial.
Varios interesados han preguntado por qué esa torre
para contener campanas inexistentes fue construida unos metros delante del
edificio del templo. Llama la atención a estas mismas personas la dimensión de
la base cuadrada sobre la que se fueron apilando ladrillos unidos por el
sacerdote devenido en albañil. Tanto como el haber olvidado colocar puerta
alguna para ingresar al interior del edificio. Los más detallistas reparan en
la falta de puertas para acceder a la torre. Los ya obsesivos hablan de la
relación entre las medidas de los lados de la base y la altura, que no parecen
casuales. Es fácil de observar, también, la cantidad de gaviotas que descansan
sobre el techo del campanil, aún en días tormentosos.
No sé sabe cómo pero algunos han accedido a ideas
fragmentarias acerca del sitio, las que reuní durante años y luego, con la
paciencia de los relojeros antiguos y la de los artesanos de siempre, traté de
armar en una sola versión confiable. Quise emular a los inspiradores de los
rosetones de las catedrales medievales que ofrecen una imagen completa
disimulando los miles de fragmentos de vidrios de colores que lo componen.
Mi conclusión, para decirlo de una vez, es que en el
salón existen miles, millones, incontables relojes de tipos distintos. Los hay
que cuelgan de techos invisibles, pues los planos de los que parecen pender prescinden
de bóvedas y pisos convencionales. Otros se apoyan en superficies ilusorias ya
que responden a la misma ley general. De paredes incomprobables se sostienen
otros. La vista se pierde y flamea en las hendiduras del paisaje buscando
paisajes fantásticos, pero añorados.
No hay seres, perceptibles al menos, que se encarguen
de dar cuerda o atender algún otro mecanismo para que marchen. Pero lo hacen.
Respetan un orden aparente que alguien impuso con una lógica que no es la
nuestra.
Sólo los entendidos sabemos que cada reloj marca un
ciclo vital de cada una de las personas que caminaron el mundo, o lo están
haciendo en estos momentos.
Los períodos no son iguales para todos. Hay niñez
extendida en la cama del tiempo, adolescencias cortas y otras largas.
Juventudes que expiran apenas comenzadas y las que perduran viendo pasar otoños
indiferentemente.
Los cronómetros se disputan límites convencionales
robándose tiempos unas series a otras.
Cuando una finaliza, el respectivo reloj se detiene,
en el mismo y único instante en que comienza a andar su camino el ciclo
siguiente en otro aparato horario.
Algunos relojes se unen en el tiempo secuencial y
parar y arrancar, pero ¿quién lo sabe?
Sólo un reloj de los correspondientes a cada
transeúnte de la vida, al detenerse no será seguido por otro, pero nadie puede
adivinar tal cosa.
El silencio se impone en todo el salón con aire
discreto, pero si alguien derrama su vista u observa el movimiento de péndulos
o segunderos imaginará ruidos rítmicos, suaves, continuos. Quizás porque los
observadores no pueden desprenderse de ciertas experiencias de fuera del
recinto.
Lo mismo acontece con la luz tan inexistente como
inútil, pues no hay veedores y los que acceden por raros designios a él, hablan
igual de discretas luminosidades.
Muchos del pueblo y también foráneos envueltos en las
sombras de las mañanas, que son las mismas del atardecer, se allegan a la
iglesia. Simulan correr las estaciones del vía crucis, yo se hincan en las
gastadas maderas de los reclinatorios murmurando inaudibles oraciones, mientras
su vista, obedeciendo a su verdadera intención, recorre el lugar buscando
acceder al espacio de los relojes. Pero este es inviolable, escapa a las leyes
de los hombres, que seguro intentarían –de poder hacerlo- intervenir en este
ritmo ajeno.
Dicen también que el tiempo se escapa por debajo del
sagrado recinto, al mar, y tiene que ver con el asomarse del sol en algún punto
de la inmensidad oceánica. Pero siempre tras el horizonte. A horas previsibles.
Enero de 99 - Playa Unión.
(*) De “Del largo camino de la Memoria” – Cuentos
Completos – Patagonia Contemporánea – 2010.
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