Mesas de café
Juan Bautista Vallés
Pasé buenas horas de mi vida en
mesas de café.
Me inicié en el Abasto Bar de la mano de mi padre.
Vi, con enormes ojos, partidos de damas y de dominó, y escuché los
silencios de las piezas de ajedrez.
Me asombré de hombres que masticaban recuerdos que se enredaban en las
columnas de humo de los cigarrillos infinitos. Trepaban, por los dibujos de
esas nubes ascendentes, ranchos miserables de tierras áridas, rostros de
mujeres secados al sol y ojos de madre lejana. También miradas de niños
extrañando un padre y variados paisajes vástagos de caprichos de la naturaleza.
El bar tiene un solo sonido en el que se incluyen el que brota de las
fichas de dominó colocadas sobre las mesas, pedidos de mozos de saco blanco,
comentarios alegres o de bronca, y una vitrolera extraña a mis experiencias.
Tiene también muchos silencios como los de amores frustrados o
imposibles ahogados en alcohol, la pasada del quinielero, el riego de esperanza
a los sueños de jugar en la primera de San Lorenzo o el de lograr un buen
negocio.
Alguna vez el tiempo se lo llevó y el Abasto se fue con su memoria al
reino de los silencios. Parece que primero lo abandonaron los hombres que lo
frecuentaban y lo acunó entonces la soledad.
Iguales sonidos de bar encontré en las mesas del Café Tortoni cuando ya
mis manos escribían llantos del corazón, porque éste ya había amado.
En esas mesas de la Avenida de Mayo garabateaba libretas de tapas negras,
soñando que a mi alrededor bailaban versos de Fernández Moreno y se podrían
quedar a vivir en el papel.
Las tapas frías del mármol de cada mesa no enfriaban, sin embargo, los
ánimos de los políticos de la contra comentando noticias y rumores siempre favorables a sus ideas. Y compulsivamente
ensayaban susurros conspirativos de nunca alcanzar.
Ecos de mesas de billar andadas por bolas y tacos de madera distraían de
murmullos de enamorados que, en uno de los reservados del fondo, tejían sueños
más benévolos que la realidad actual.
Yo también asenté mis codos y apoyé la cabeza entre mis manos tejiendo
anhelos que sabía inalcanzables.
Igual posición me encontré repitiendo en las mesas del Touring
destejiendo la vida pasada, buscando sueños que fueron y recuerdos que son.
Y hallé ruidos iguales y otros nuevos.
Y mesas redondas y cuadradas.
Pero mesas de café que no son iguales a las otras. Éstas no tienen vida,
aquéllas son compinches de amores conversados, de pérdidas y duelos elaborados
en la alterada paz íntima.
Mesas silenciosas para seres que esconden tras miradas ausentes tantas
alegrías y tantos dramas como caben en una vida.
En cualquiera de estas mesas en las que eché anclas alguna vez, quisiera
hoy apoyar un codo, prender un cigarrillo y pedir un café.
Ver en un instante de magia sentados a amigos y compañeros de tantas otras
veces.
Recordar charlas y discusiones con pasión.
Tener en estas arrugas que rodean mis ojos hoy, la mirada de aquellos
años de juventud.
Y dejar así inmóvil que el tiempo se agote.
Hasta que un mozo –o un ángel guardián- se acerque y me diga ¡ya cerramos!
Playa Unión, 1997
2 comentarios:
¡Muy bueno! Me gustó tu nostalgia sin amarguras, ni rebeldías. Hay ternura en los recuerdos y una aceptación de lo vivido que implica sabiduría y madurez, amén del vuelo poético que le imprimes a tu prosa. Me gustó,felicitaciones. Negrita
Sin duda, los bares son refugio de escritores. En su relato Vallés hace un viaje por los bares de su vida, durante el cual recupera un café entrevisto en la infancia – al modo del chiquilín que lo miraba de afuera, “como esas cosas que nunca se alcanzan” -; luego el Tortoni, con sus paredes tapizadas de arte e historia; y finalmente el Touring, cuyos muros también traen los ecos del pasado al presente y del cual habló en una oportunidad en este blog, en un necesario homenaje y con muy precisas palabras, Olga Cuenca.
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