SUEÑO BLANCO
Por Ángel Uranga
(*)
La mano emergió del sueño para apagar el
reloj que comenzaba a sonar a la hora anormal por la que había sido puesto.
Mientras se vestía intentó como al
descuido recordar el sueño que lo había inquietado al despertar, pero esas
fugaces imágenes huían hacia el olvido.
Al salir se encontró con la noche abierta
a un blanco resplandor. La intensa nevazón se desplomaba sobre una ciudad
agazapada.
Fue bajando por la calle desierta que
terminaba en un mar adivinado. No sintió frío. Comprobaba, una vez más, aquello
que “cuando nieva no hace frío”.
Caminaba cuidándose de no resbalar por la
pendiente escarchada. Solo, a las dos de la madrugada, recorrió las diez
cuadras que lo separaban del taller bajo esa atmósfera que le producía un ánimo
distinto.
Mientras los copos, como luciérnagas, se
arremolinaban alrededor de las luces de los postes, volvió a las imágenes del
sueño que lo había turbado. Pese a la hora y a la obligación, iba de buen
ánimo. Disfrutó del espectáculo silencioso y blanco de la ciudad
resplandeciente.
Al llegar al taller -un amplio galpón que
guardaba el frío en las fosas y en el material de las herramientas-, hizo la
rutina de siempre; extrajo del tablero amurado a la pared las llaves de la
chata que tenía a su cargo.
Alrededor de la estufa a todo gas algunos
choferes hablaban con los mecánicos y otro cebaba mate.
Ya en el patio donde estacionaban las
chatas de transporte de personal, fue hasta la que le correspondía. Revisó el
agua y el aceite, comprobó que tenía pantaneras, revisó el auxilio y la puso en
marcha, así la dejó y fue a reunirse con los demás en torno a la estufa de
hierro.
El supervisor del personal se acercó con
la planilla y le pasó el dato: “hoy te toca ir a buscar a Barrionuevo, el
baterista que vive en tu barrio, ¿sabés donde es, no?”. Le contestó que sí, que
no había problema.
Se alegró para sus adentros, porque viajar
a Pampa del Castillo implicaba que no tenía que ir hasta la terminal del Tres y
de ahí hacer el recorrido por toda la ciudad recogiendo a la gente de YPF; y
además, lo principal: volvería temprano a casa, especialmente en una noche como
ésta.
-Andá tranqui –insistió casi por
obligación el jefe- que la subida debe estar brava. Me dicen los del turno
noche que arriba, de ayer a la tarde está nevando sin parar.
-¿A Barrionuevo y a quién más?
-Ah si, también va Carrizo que vive en Las
Flores, él espera en la esquina de El
Pollo Dorado. Pero tenés tiempo –dijo consultando el reloj- así que,
tranquilo nomás -Y fue a encontrarse con otro chofer.
-Tomate unos mates que mal no te van a
venir.
Sonriente, uno de los mecánicos le ofrece
un espumoso amargo.
Hay un animado cruce de novedades y
comentarios alrededor del radiante centro de calor donde los choferes se
demoran.
--- 0 ---
Partió unos minutos antes previendo el
estado en que se encontrarían los caminos. En la esquina de Alvear y Misiones
esperó a Barrionuevo, un individuo flaco y abúlico, un soltero sin hijos, con
parientes ausentes, si es que los tenía. Un hombre enviciado por el pucho, las
trasnochadas de timba, la rutina, el alcohol y los fríos, y, por sobre todo, un
hombre consumido de soledad. Contra lo que se podría creer, no vivía en la gamela
para solteros como otros en igual situación sino que alquilaba una pieza en el
barrio Pietrobelli. Lo vio acercarse sin el bolsito de la vianda. Cuando el
tipo subió a la chata y cerró la puerta:
-Vamos nomás -murmuró con voz seca y
quebrada- Carrizo dice que está enfermo.
Ya en la ruta manejó con las luces bajas
para no encandilarse debido al reflejo de la nieve que le irritaba la vista
provocándole una suerte de hipnosis. Una mala maniobra o que las ruedas
mordieran los huellones escarchados sacándolo del camino, era para terminar en
la banquina.
Viajaron en silencio. El hermético
pasajero era uno de esos sujetos cuya sola presencia lo ponía mal, un típico
hincha pelotas que no dejaba de hacer sus comentarios estúpidos: “vaya más
despacio”,”cuidado con esa curva”, “ojo que viene un camión”…
Resiste en silencio los gratuitos
comentarios como si se tratase de un ruido más, no sea que pierda el trabajo
por golpear a un pobre infeliz. De yapa el calefactor de la gasolera no
calienta, y el anémico quejándose de frío: “Estos contratistas nunca tienen los
vehículos en condiciones, voy a elevar una nota al supervisor de ipefe para que
lo multen”. Él, por su parte, se concentra en el camino. “En las condiciones
que uno tiene que viajar, es una vergüenza”. Y ante el silencio que recibe por
respuesta, el latoso opta por cruzarse de brazos y cerrar los ojos.
Luego de una lenta y cautelosa trepada,
acceden a la planicie de Pampa del Castillo donde el viento arrecia, la nieve
se acumula en el parabrisa y la visión es una impenetrable cortina blanca. A su
derecha, el amargado, acurrucado, cada tanto se estremece de frío.
En la meseta, la tormenta de nieve y
viento se hacía más persistente y una extraña penumbra, producida por las luces
de baterías y pozos que las nubes bajas reflejan en lo alto. Es una luz
difuminada por todas partes sin tener un origen definido.
Al camino, cubierto totalmente de nieve,
hay que adivinarlo. Cada tanto, en las depresiones se han formado lagunones con
capas de escarcha que las ruedas quiebran con chasquidos de huesos rotos. Pensó
en el sueño blanco. Fue en una de esas interminables lagunas congeladas que la
chata se detuvo.
Al bajar, un viento cortante lo
estremeció. Abrió el capó e iluminándose con la linterna se dedicó a secar el
distribuidor. Una vez terminada la operación volvió a ubicar el aparato.
Intentó repetidas veces volver a poner el vehículo en marcha pero sin suerte.
Mientras tanto, con los brazos cruzados y
empacado el viejo misántropo no hacía más que protestar poniéndolo cada vez más
nervioso: además del desperfecto, del frío, de la hora absurda, también había
que aguantar a un imbécil. Tuvo irresistibles deseos de pegarle pero se
contuvo. Y el viejo, que no era tonto hablará en tono amigable pero sin dejar
de ordenar.
-Vaya a buscar auxilio chango.
-No hace falta que me lo diga -contestó
con rabia mirándolo por sobre el hombro, y cerró furioso la puerta.
Se acomodó el pasamontañas, y aliviado de
alejarse de esa insoportable compañía -sintió que tosía dentro de la cabina-,
encaró con más obstinación que ganas la tormenta.
No podía tener una clara noción del tiempo
que llevaba caminando, por momentos, la furia desbocada del viento blanco no le
permitía abrir los ojos. La altura de la nieve dificultaba la marcha y sintió
el cansancio. Comenzaban a dolerle las piernas, debido tal vez al peso de la
ropa mojada, pensó.
Al fin, de entre las pestañas cubiertas de
hielo y la niebla que pretendía alzarse, alcanzó a divisar las luces de la
batería. Se sorprendió que aparezca tan cerca cuando ya se sentía desfallecer.
Aterido y en pocas palabras explicó la
situación a los dos recorredores que esperaban preparados el cambio de turno.
En un breve espejo redondo colgado en la
pared se cruzó con una figura de cejas y pestañas de hielo y barba totalmente
nívea.
-¿Sabe cuántos grados está haciendo
afuera, cumpita? veinticinco grados ¿qué le parece? Y usted tranco y pata por
la pampa. –Comenta el operario mientras lo observa atento cómo se le disuelve
el hielo de la cara.
-No me quedaba otra.
-Así que el viejo emperrado se quedó en la
chata.
-No quiso venir.
-Seguro, si es más amargo que pedo de
cuzco
-Ese viejo no hace migas con nadie.
Mientras llamaban por radio al Tordillo
pidiendo un auxilio, recuperó el calor con un café negro en jarro de aluminio y
aceptó un par de tortas fritas hechas por los bateristas.
Hacia el mediodía la tormenta había
amainado. A media tarde el auxilio llegó hasta el lugar donde estaba el
vehículo que se encontraba cubierto de nieve.
Les pareció extraño que Barrionuevo no
salga de la cabina a recibirlos.
-A que este viejo se quedó dormido de frío
–aventuró alguien del grupo.
-¿No se habrá ido? –dijo otro.
-¡Adónde! –reprocha el que habló primero.
Debido al hielo, costó algún esfuerzo
abrir la puerta, cuando esto fue posible encontraron al tipo durmiendo para
siempre.
-El sueño blanco –dijo alguien.
-Sí –contestó una voz
El despertador sonó a esa hora inaudita
por la que había sido puesto mientras de las frazadas emergía la mano que lo
apagaba.
(*) José Angel
Uranga, escritor comodorense. Entre su obra publicada se encuentra “Fragmentos
de un Texto Inconcluso” (ensayo en torno a la obra del poeta Omar Terraza) (1997), “Desde la
diferencia” (1997), “Vencedores y Vencidos. Cronología de
las huelgas en Santa Cruz 1920-1921” (1998); y “El Eco de la Letra. Una
genealogía patagónica”” (ensayo acerca de la escritura patagónica) (2001). De
su obra de ficción se puede señalar, “Cuatro Relatos Patagónicos I”, “Cuatro
Relatos Patagónicos II”, “Dos relatos patagónicos”; y “Diario Apócrifo de un
Riflero (Chupat, 1885)” (novela histórica). Publicó, además, una gran cantidad
de artículos periodísticos, en general de temática histórica, en diversos
medios de prensa y páginas de Internet. Ha participado en numerosos encuentros
de escritores y ferias del libro; y brindado diversas conferencias. Obtuvo
varios reconocimientos por su tarea cultural.”
1 comentario:
Todo lector seguramente disfrutará de este cuento de Ángel Uranga, en el cual se desarrolla una situación que puede ser plausible, propia de la vida de quien trabaja en forma habitual en la meseta. Merced a la inspiración del autor, el relato adquiere esa característica que debe tener la Literatura narrativa: la de “mejorar” la realidad; “mejorar” en el sentido de darle una dimensión que provoque en el lector las íntimas sensaciones que la simple descripción del hecho, fría y desapasionada, no lograría. Aquí se ve la maestría del escritor; y es aquí donde Uranga, precisamente, logra atrapar a quien lo lee. La descripción de las personalidades de conductor y transportado, bosquejadas a través de palabras y actitudes, va creando un ambiente que culmina en el final abrupto y bien logrado. La muerte, hecho definitivo, absoluto, irrevocable, es un cierre acertado para esta situación; transforma lo esperable, en lo diametralmente opuesto. Pero aun queda una coda, que recurre al leit motiv – un recurso literario del que Quiroga habla favorablemente - , reiterando la acción inicial; como señalando que la vida del protagonista, que parece iniciarse tan rutinariamente todos los días, puede culminar de una forma sorpresiva.
El cuento agrega detalles que serán particularmente agradables para el lector patagónico; como la madrugada blanca durante la cual se levanta el protagonista, la tibieza y el silencio de la nevada, la ciudad desierta con pendientes que terminan en el mar, la marcha con el vehículo por el camino nevado subiendo a la pampa, el reflejo de la luz de los pozos y baterías en las nubes bajas que se esparce en el ambiente, el distribuidor que se moja en un charco del camino… Son todas alusiones que deleitarán al conocedor; más aun si forman parte de sus propios recuerdos y experiencias.
En síntesis, “Sueño blanco” es un cuento que resultará placentero tanto para un lector sureño como para uno de otras latitudes; y que muestra, una vez más, la maestría del reconocido Ángel Uranga. Quien, por supuesto, con la importante y notable obra literaria que ha desarrollado a lo largo de su vida, no necesita de un sencillo comentario como este para reforzar su valía como escritor.
Publicar un comentario