ARANCIBIA
Por Ada Ortiz Ochoa (*)
-Debo
estar mal yo- pensó Arancibia.
Esa
mañana no podía apartar de su cabeza, la mirada de reproche de su mujer.
Últimamente
no se dominaba con facilidad. Amanecía nervioso luego de una noche sin pegar
los ojos.
-¡La
pucha!- por ese
tema ahora tenía otro
problema más. ¡Cuándo mejor
debería ser su relación con ella para apoyarse mutuamente!
Intentaría suavizar el trato... ¡pero
tampoco ella era la misma desde hacía un tiempo!
Se
detuvo en medio de la calle, miró el final visible del asfalto que se hundía en
el horizonte.
Parecía
plomo caliente el sol cayendo vertical. Chamuscaba vegetales, hervía la capa
asfáltica..., y él tenía el alma inundada de sentimientos de porquería.
Llegó
a la casa del gringo, su patrón de tantos años. Allí recibió el pago de la
quincena.
Se
quedó mirando los billetes roñosos..., pero tan necesarios. No pudo sentir
cólera como en otras oportunidades. Solamente una tenaza que le oprimió la
garganta y el desánimo pesó en su cuerpo.
Arrastrando
los pies emprendió el regreso. Pasó por almacén, compró harina, azúcar y jabón
blanco. Un poco más adelante, miró como al pasar una pequeña vidriera. Algo le
llamó atención.
-¿Y
eso?- preguntó al dueño.
-Son
hebillas para el pelo... ¿sabe? ¡Para las mujeres, Don!
Tomó
entre sus manazas la frágil y verdirroja prenda. -¡La llevo!- dijo.
Se
imaginó a Rosa, su mujer, llevándolo de adorno en su melena.
A
la media cuadra de su casa, le recibió el perro saltando y gruñendo amigable.
Rosa
alertada, se asomó sonriendo.
A
él se le pegaron las palabras en la garganta. Regresaba rumiando disculpas.
-¡Mira,
Rosa! Discúlpame, soy un bruto, no quise
contestarte mal... Pero pasa que me negaron el aumento pedido... y lo que gano
no alcanza para darte, para darnos, una vida mejor...
Pero
no. La sonrisa de la joven lo desarmó.
Se
detuvo indeciso...
Ella,
cariñosa, le tomó de la mano y lo hizo entrar en pequeña pero prolija cocina.
Torpemente,
Arancibia le dijo.
-¡Toma,
esto es para vos!
Un
gritito de alegría y chispitas en los ojos, mientras hábilmente recogía los
cabellos con la coqueta hebilla.
Para
sus adentros, Arancibia pensó.
-¡Si
parece brujería! ¿Cómo hace para estar siempre linda y contenta, a pesar de la pobreza y el trabajo
bruto?
Pero ahora..., se pone seria con cara de
comentar algo. ¿Qué pasa?
Se acerca a él, le toma las dos manos y se
las lleva hasta su vientre.
-¿Sabes? ¡Hicimos un encargo, a París,
como dicen las viejas! Quiero que se llame Juan como vos. ¿Qué te parece? Si es
varón se llamará Juan Arancibia como vos.
La risa de ella y su ternura, borraron la
pena y la desazón de Juan.
(*) Escritora de Sierra Grande.
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