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martes, 22 de abril de 2014

EL POEMA DE HOY



BAR SERRAVALLE


Por Carlos Basave (*)




Llegada la tardecita, bajaba al bar la gringada
reuniendo a los inmigrantes, entre bochas y algazara,
una copita de vino, cervezas y una picada
como si fuera un tributo que las razas se obligaran.

Era el bar de Serravalle, una especie de embajada
frente a la naciente iglesia, confesionario de parias.
Allí todos los domingos, los fieles cruzan la calle
y se entregan a otro culto, el culto de la velada.

Había dos canchas de bochas, juego traído de Italia,
un techo sobre cumbreras, una mesa hecha de tabla,
platos con jamón y pan, y ¡el que pierde es el que paga!
Voces fuertes que animaban la partida a la distancia.

En el interior del bar, cuatro mesas, mucha charla,
unas partidas de murra, un truco, una generala,
y ese tufillo de aromas, como de vinos y grapas,
y el patrón siempre dispuesto, con la bandeja lustrada.

Fue durante muchos años, don Ruggero Serravalle
cónsul de esos inmigrantes, cotejando la palabra
les dio cobijo de amigo, fue su mano compañera,
hasta que Dios dijo “basta”, concluyendo la jugada

¡Qué hermoso que fue mi pueblo! En épocas ya pasadas,
cuánto trabajo costó, solo con pico y con pala.
Vergel del valle sureño, siempre serás mi añoranza,
por eso siempre te nombro, consultando mi guitarra.



(*) Escritor de Villa Regina, radicado en España.




Nota del autor: “Bar Serravalle”, frente a la iglesia, lugar obligado de reuniones domingueras a la salida de la misa cantada por el cura Parolini. Afuera, en la calle de tierra, las chatas con sus caballos esperando regresar a la chacra, adentro, toda la familia, los niños bebiendo “naranjina” o “bolita”, afuera en el patio toda la Europa trasplantada. Desde mi curiosa infancia, hacía acto de presencia para observar los jugadores de bochas y porque nunca faltaba algún alma generosa que me invitaba con un sanguche de mortadela. Para cuando hice mi primera comunión me llevaron con un delantal blanco a la Iglesia para recibir los sacramentos. Había quedado solo y el cura me preguntó: ¿Quién es tu padrino? ¡Yo no sabía de que me hablaba! Pero mi pueblo fue siempre tan generoso que un señor de apellido Crivisich se adelantó y le respondió al cura: ¡Yo soy su padrino! Así tomé mi primera comunión y mi padrino, (hombre buenón y servicial que tenía una chacra) me llevó de la mano para que viéramos como se reunían los inmigrantes y festejaban hablando idiomas extraños para mi infancia. Me compró un sánguche y una bebida, me anotó en un papel su nombre y la dirección de su domicilio para que lo fuera a visitar, cosa que no dejé de hacer.

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