TRAPALANDA
Por Jorge Eduardo Lenard Vives
Muchos autores de fuste han escrito sobre el fantástico sitio que las
leyendas llaman Eilín, Lin Lin, Trapalanda, Trapananda o, más comúnmente, la
Ciudad de los Césares. Siendo un tema desarrollado por conspicuos autores, no
me hubiera animado a encararlo; si no fuera porque hace poco hallé dos obras
cuyo tema es la mítica metrópoli, que resultan dignas de destacar.
La primera de ellas, citada en una nota anterior, es La ciudad de
los Césares de Ernesto Serigos. Con una fértil creatividad basada en los
mitos locales, el autor ubica la ciudad en el Valle Encantado, a orillas de
Limay; pocos kilómetros al norte de Bariloche. Las pintorescas rocas del lugar
son, en la imaginativa novela, las ruinas de la urbe fundada por la reina
araucana Huenguelén y destruida por un misterioso ejército invasor proveniente
“del oeste”. Para provecho de los conocedores de la región, Serigos refuerza la
ubicación del lugar al mencionar que con motivo de la invasión, para
afirmarse en el terreno, el enemigo tomó, en un movimiento sorpresivo, el cerro
Leones, importante objetivo frente a la Laguna Grande de Nahuel Huapí.
La otra obra que toca el mito es “La confesión de Pelino Vera”, de
Guillermo Enrique Hudson; una joya del cuento fantástico argentino que recuerda
las pesadillas lovecraftianas. Sin embargo, fue escrito mucho antes que el
escritor de Providence redactara sus terrores, pues es previo a 1881. Con su
opima pluma, Hudson narra las peripecias de un hacendado criollo casado con una
hechicera que, por las noches, transformada en siniestro ser alado, vuela
reunirse con los de su misma especie dentro de las murallas del poblado
encantado; para celebrar horribles ritos de tono dionisíaco. Así la describe el
escritor:
Bajé en medio de una ciudad rodeada por una muralla. Todo era
obscuridad y silencio y las casas eran de piedra y vastísimas, cada una de las
cuales estaba separada de las demás y rodeada por un ancho muro de piedra. La
vista de esos grandes y tristes edificio, obra de otros tiempos, llenó mi alma
de pavor y por un momento alejó de mí el recuerdo de Rosaura. Pero no me sentí
sorprendido. Desde mi infancia me habían enseñado a creer en la existencia de
aquella ciudad amada, buscada en vano, del desierto, fundada hace siglos por el
obispo de Placencia y sus colonos misioneros; pero probablemente ya no era la
habitación de cristianos. (...) ...todo parecía indicar que sobre ella
descansaba algún poderosos influjo de una naturaleza sobrenatural y maligna.
(...) El explorador se aleja aterrorizado de tan mala región llamada por los
indios Trapalanda.
La fabulosa ciudad sirvió de numen para otros autores de ficción, como
Eduardo Gudiño Kieffer en su obra “Magia Blanca”; y los escritores chilenos
Manuel Rojas (“La Ciudad de los Césares”), Luis Enrque Délano ("En la Ciudad de Los
Césares") y Hugo Silva (“Pacha Pulai”). La mayor dedicación de los autores
trasandinos a la cuestión, puede deberse a que la selva valdiviana que cubre la
falda occidental de los Andes, umbría y frondosa, da pábulo para más consejas
que las laderas orientales; de vegetación menos exuberante.
Pero la materia
también fue analizada por el ensayo y la crónica. Si bien Ernesto Morales en
“La ciudad encantada de la Patagonia” y Enrique de Gandía en “La ciudad de los
Césares”, hablan con conocimiento sobre el asunto; la obra fundamental fue
publicada por Pedro de Angelis en 1836. Incluida en su extensa Colección de obras y documentos relativos a la
historia antigua y moderna de las provincias del Río de la Plata
bajo el título de Derroteros y viajes a la Ciudad Encantada, o de los
Césares, que se creía existiese en la cordillera, al sud de Valdivia, reúne
una serie de curiosos informes que aluden a la fantástica población.
En su Discurso
preliminar a la recopilación, de Angelis, nos acerca a una visión
personal de la fábula: Pocas páginas ofrece la historia,
de un carácter tan singular como las que le preparamos en las noticias
relativas a la Ciudad de los Césares. Sin más datos que los que engendraba la
ignorancia en unas pocas cabezas exaltadas, se exploraron con una afanosa
diligencia los puntos más inaccesibles de la gran Cordillera, para descubrir
los vestigios de una población misteriosa, que todos describían, y nadie había
podido alcanzar. En aquel siglo de ilusiones, en que muchas se
habían realizado, la imaginación vagaba sin freno en el campo interminable de
las quimeras, y entre las privaciones y los peligros, se alimentaban los
hombres de lo que más simpatizaba con sus ideas, o halagaba sus esperanzas.
Las ciudades utópicas
siempre fueron objeto de la atención de los escritores... y de la gente en
general. El pánico que motiva el percibir su soledad frente al cosmos, llevó al
género humano a tornar los ojos al cielo o a las estrellas. Y la secreta
esperanza de que parte de la humanidad hubiera encontrado el camino a la
felicidad perfecta dentro de los límites del globo, lo impulsó a soñar estas
quiméricas metrópolis. Es tanta la necesidad de su existencia que, ante el
fracaso de las innumerables expediciones destinadas a buscar las urbes
perdidas, se aventuró que tales ciudades podían ser errantes; y que vagaban de
un lado a otro del territorio, haciendo imposible encontrarlas. Sin dudas, esa
idea es una magnífica entelequia, fruto de la más ubérrima fantasía.
Es que la imaginación de los seres humanos no tiene límites. Su
esperanza, tampoco.
2 comentarios:
Las notas de Jorge Vives no solo están escritas con estilo impecable; además, siempre nos dejan alguna enseñanza. Desconocía que la fantasía humana había encontrado un recurso para no resignar su fe en la existencia de esas ciudades utópicas: la cualidad de ser errantes. Una solución verdaderamente poética.
Gracias por la lectura y el comentario, Carlos. Sí, es una solución poética y a la vez impecablemente lógica.
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